Donde el silencio respira
Habían pasado dos semanas desde que Akane llegó al pueblito cerca de las montañas de las montañas, un lugar que parecía dormido en el tiempo. Las calles empedradas, las fachadas de tejas antiguas y los geranios colgando de las ventanas componían una calma que rozaba lo irreal. Era como si cada rincón exhalara dulces memorias.
Ella vivía en un pequeño cuarto alquilado en la casa de una viuda de unos 48 años. La mujer, de manos fuertes y voz pausada, no hacía muchas preguntas; simplemente aceptó la presencia de Akane con una mezcla de curiosidad y respeto. En ese hogar silencioso, Akane encontró algo raro: estabilidad. Los ruidos eran suaves, el reloj parecía caminar más lento, y sus sueños no la despertaban tan bruscamente como antes.
Paseaba a diario por el pueblo, y aunque su juventud destacaba entre la mayoría de los habitantes mayores, nadie la miraba con recelo. Al contrario, los rostros se iluminaban al verla pasar, le ofrecían frutas del mercado, saludos calurosos, e incluso recuerdos de otros tiempos donde el pueblo no estaba tan lleno de canas.
Su cuerpo, tras tanto desgaste, mostraba señales de sanación. Ya no tenía que sujetarse del marco de la puerta al levantarse por la mañana. Aun así, algo dentro de ella, aquella llama que había conocido como goblina o como ogresa demonio permanecía dormida. No era ausencia, era espera.
Su cabello ahora completamente plateado, brillaba con una luz suave, casi lunar, que parecía intensificarse bajo el cielo nocturno. Las ojeras aún teñían su mirada, pero menos profundas, como cicatrices que ya no dolían tanto, aunque no podían olvidarse.
En este lugar detenido en el tiempo, Akane no buscaba nada. Pero quizás, sin saberlo, comenzaba a encontrar algo.
Habían pasado dos semanas desde que Akane llegó al pueblito cerca de las montañas de las montañas, un lugar que parecía dormido en el tiempo. Las calles empedradas, las fachadas de tejas antiguas y los geranios colgando de las ventanas componían una calma que rozaba lo irreal. Era como si cada rincón exhalara dulces memorias.
Ella vivía en un pequeño cuarto alquilado en la casa de una viuda de unos 48 años. La mujer, de manos fuertes y voz pausada, no hacía muchas preguntas; simplemente aceptó la presencia de Akane con una mezcla de curiosidad y respeto. En ese hogar silencioso, Akane encontró algo raro: estabilidad. Los ruidos eran suaves, el reloj parecía caminar más lento, y sus sueños no la despertaban tan bruscamente como antes.
Paseaba a diario por el pueblo, y aunque su juventud destacaba entre la mayoría de los habitantes mayores, nadie la miraba con recelo. Al contrario, los rostros se iluminaban al verla pasar, le ofrecían frutas del mercado, saludos calurosos, e incluso recuerdos de otros tiempos donde el pueblo no estaba tan lleno de canas.
Su cuerpo, tras tanto desgaste, mostraba señales de sanación. Ya no tenía que sujetarse del marco de la puerta al levantarse por la mañana. Aun así, algo dentro de ella, aquella llama que había conocido como goblina o como ogresa demonio permanecía dormida. No era ausencia, era espera.
Su cabello ahora completamente plateado, brillaba con una luz suave, casi lunar, que parecía intensificarse bajo el cielo nocturno. Las ojeras aún teñían su mirada, pero menos profundas, como cicatrices que ya no dolían tanto, aunque no podían olvidarse.
En este lugar detenido en el tiempo, Akane no buscaba nada. Pero quizás, sin saberlo, comenzaba a encontrar algo.
Donde el silencio respira
Habían pasado dos semanas desde que Akane llegó al pueblito cerca de las montañas de las montañas, un lugar que parecía dormido en el tiempo. Las calles empedradas, las fachadas de tejas antiguas y los geranios colgando de las ventanas componían una calma que rozaba lo irreal. Era como si cada rincón exhalara dulces memorias.
Ella vivía en un pequeño cuarto alquilado en la casa de una viuda de unos 48 años. La mujer, de manos fuertes y voz pausada, no hacía muchas preguntas; simplemente aceptó la presencia de Akane con una mezcla de curiosidad y respeto. En ese hogar silencioso, Akane encontró algo raro: estabilidad. Los ruidos eran suaves, el reloj parecía caminar más lento, y sus sueños no la despertaban tan bruscamente como antes.
Paseaba a diario por el pueblo, y aunque su juventud destacaba entre la mayoría de los habitantes mayores, nadie la miraba con recelo. Al contrario, los rostros se iluminaban al verla pasar, le ofrecían frutas del mercado, saludos calurosos, e incluso recuerdos de otros tiempos donde el pueblo no estaba tan lleno de canas.
Su cuerpo, tras tanto desgaste, mostraba señales de sanación. Ya no tenía que sujetarse del marco de la puerta al levantarse por la mañana. Aun así, algo dentro de ella, aquella llama que había conocido como goblina o como ogresa demonio permanecía dormida. No era ausencia, era espera.
Su cabello ahora completamente plateado, brillaba con una luz suave, casi lunar, que parecía intensificarse bajo el cielo nocturno. Las ojeras aún teñían su mirada, pero menos profundas, como cicatrices que ya no dolían tanto, aunque no podían olvidarse.
En este lugar detenido en el tiempo, Akane no buscaba nada. Pero quizás, sin saberlo, comenzaba a encontrar algo.
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