• — En mi loca juventud pensaba que pelear era lo único para lo que yo había nacido.—
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  • "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella)

    El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos.

    Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino.

    Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo.

    Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente.

    Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar.

    Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras.

    Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor.

    Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto.

    Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado.

    Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser.

    El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
    "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella) El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos. Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino. Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo. Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente. Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar. Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras. Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor. Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto. Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado. Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser. El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
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  • El Rapto de Perséfone
    Fandom Mitologica
    Categoría Fantasía
    En los valles de Nysa, donde la tierra respiraba en flores y la brisa jugaba con los rizos de las doncellas, Perséfone, hija de la poderosa Deméter, danzaba entre los tallos suaves del narciso. Era primavera, y ella era su espíritu vivo: risa pura, juventud eterna, inocencia sin heridas.

    Ese día, el sol brillaba alto, pero una sombra se gestaba en lo profundo de la tierra. Hades, señor del inframundo, había observado a Perséfone con ojos antiguos y deseo silencioso. Su corazón, tan oscuro como las cuevas que gobernaba, ardía con un anhelo distinto: no de muerte, sino de compañía. Con el permiso tácito de Zeus, tejió su plan.

    Perséfone se agachó para arrancar una flor especialmente hermosa—un narciso de pétalos tan blancos que parecían capturar la luz misma—cuando la tierra tembló. Un rugido desgarró el aire. Desde el centro del suelo, se abrió un abismo. Un carro negro, tirado por caballos de crines de humo y ojos rojos como brasas, emergió de la grieta. En él, Hades, con su corona de ónix y su mirada fija.

    Antes de que pudiera gritar, sentir o siquiera entender, él la alzó. La tierra se cerró tras ellos como si nada hubiera sucedido, como si la primavera hubiera parpadeado y se hubiera perdido.

    Todo fue silencio después. Silencio… y oscuridad.

    Perséfone cayó, no en el sentido del cuerpo, sino en el alma. Descendió más allá de las raíces de los árboles, más allá del susurro de los vivos. El Inframundo la recibió no con gritos ni con fuego, sino con una quietud pesada y absoluta. Un aire denso, cargado de cosas no dichas. Murallas de piedra, ríos que murmuraban secretos eternos. Sombras que no la miraban, pero que sabían que ella estaba allí.

    Hades no habló mucho. No necesitó hacerlo. La condujo por pasillos de obsidiana, bajo cielos que no eran cielo. Todo allí era distinto: el tiempo, el color, el ritmo de las cosas. Nada moría, porque todo ya lo había hecho.

    Pero ella no iba a quedarse en silencio.

    En cuanto su pie tocó el mármol frío de aquella vasta sala subterránea, se zafó del brazo de su raptor. Lo miró con furia —una furia que no pertenecía a una doncella, sino a una diosa aún por despertar— y le habló con voz firme y clara, que rompió el silencio como un relámpago.

    —¿Crees que porque puedes partir la tierra puedes partirme a mí? —escupió, temblando no de miedo, sino de furia—. ¿Así tomas lo que deseas? Como un ladrón entre sombras. ¿Tanta soledad tienes que necesitas robar una primavera?

    Hades no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, casi físico.

    Perséfone dio un paso hacia él, alzando el mentón.

    —No soy tu prisionera. Soy hija de Deméter, nacida bajo la luz. Si crees que aquí abajo puedo marchitarme, te advierto: hay semillas que germinan incluso en la oscuridad.

    Y entonces, aunque no lo sabía aún, acababa de lanzar el primer hechizo de su transformación.
    En los valles de Nysa, donde la tierra respiraba en flores y la brisa jugaba con los rizos de las doncellas, Perséfone, hija de la poderosa Deméter, danzaba entre los tallos suaves del narciso. Era primavera, y ella era su espíritu vivo: risa pura, juventud eterna, inocencia sin heridas. Ese día, el sol brillaba alto, pero una sombra se gestaba en lo profundo de la tierra. Hades, señor del inframundo, había observado a Perséfone con ojos antiguos y deseo silencioso. Su corazón, tan oscuro como las cuevas que gobernaba, ardía con un anhelo distinto: no de muerte, sino de compañía. Con el permiso tácito de Zeus, tejió su plan. Perséfone se agachó para arrancar una flor especialmente hermosa—un narciso de pétalos tan blancos que parecían capturar la luz misma—cuando la tierra tembló. Un rugido desgarró el aire. Desde el centro del suelo, se abrió un abismo. Un carro negro, tirado por caballos de crines de humo y ojos rojos como brasas, emergió de la grieta. En él, Hades, con su corona de ónix y su mirada fija. Antes de que pudiera gritar, sentir o siquiera entender, él la alzó. La tierra se cerró tras ellos como si nada hubiera sucedido, como si la primavera hubiera parpadeado y se hubiera perdido. Todo fue silencio después. Silencio… y oscuridad. Perséfone cayó, no en el sentido del cuerpo, sino en el alma. Descendió más allá de las raíces de los árboles, más allá del susurro de los vivos. El Inframundo la recibió no con gritos ni con fuego, sino con una quietud pesada y absoluta. Un aire denso, cargado de cosas no dichas. Murallas de piedra, ríos que murmuraban secretos eternos. Sombras que no la miraban, pero que sabían que ella estaba allí. Hades no habló mucho. No necesitó hacerlo. La condujo por pasillos de obsidiana, bajo cielos que no eran cielo. Todo allí era distinto: el tiempo, el color, el ritmo de las cosas. Nada moría, porque todo ya lo había hecho. Pero ella no iba a quedarse en silencio. En cuanto su pie tocó el mármol frío de aquella vasta sala subterránea, se zafó del brazo de su raptor. Lo miró con furia —una furia que no pertenecía a una doncella, sino a una diosa aún por despertar— y le habló con voz firme y clara, que rompió el silencio como un relámpago. —¿Crees que porque puedes partir la tierra puedes partirme a mí? —escupió, temblando no de miedo, sino de furia—. ¿Así tomas lo que deseas? Como un ladrón entre sombras. ¿Tanta soledad tienes que necesitas robar una primavera? Hades no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, casi físico. Perséfone dio un paso hacia él, alzando el mentón. —No soy tu prisionera. Soy hija de Deméter, nacida bajo la luz. Si crees que aquí abajo puedo marchitarme, te advierto: hay semillas que germinan incluso en la oscuridad. Y entonces, aunque no lo sabía aún, acababa de lanzar el primer hechizo de su transformación.
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  • En el reino etéreo del Sueño, donde los pensamientos flotan como nubes y el tiempo se disuelve en suaves latidos, Morfeo, recorría su vasto dominio con un propósito inusual. No buscaba simplemente inspirar visiones nocturnas o recrear anhelos humanos. Esta vez, su tarea era más sagrada: ayudar a Hebe, la diosa de la juventud, a encontrar descanso.

    Desde hacía semanas, él sabía que ella no lograba dormir. ¿Será por el murmullo incansable del mundo? ¿Las preocupaciones de los dioses?, ¿El lamento de los mortales? ¿O acaso el bullicio de la eternidad? Todo eso podía perturbar su mente inquieta. Su risa, antes clara como el manantial, se había vuelto un suspiro apagado. Sin descanso, incluso la juventud misma parecía perder su brillo.

    Conmovido por su fatiga, Morfeo, con un suspiro silencioso, tejió un mundo sólo para ella.

    Primero, creó un cielo de terciopelo azul profundo, salpicado con constelaciones que respiraban. Luego, pintó un campo donde las flores se abrían con cada exhalación de Hebe, y el viento cantaba con voz de madre antigua. En el centro del paisaje, colocó un lago de aguas quietas, donde el reflejo de la luna danzaba sin prisa.

    Pero lo más importante no era el paisaje, sino el silencio. No un silencio vacío, sino uno pleno: como el que precede a una tormenta de paz. Ningún recuerdo podía entrar sin pasar por los dedos de Morfeo, que filtraban todo dolor, toda ansiedad, dejando sólo la dulzura de las horas olvidadas.

    Ahora, ahora solo faltaba ella.

    Mandó a cuervo a buscarla mientras él estaba esperándola.
    En el reino etéreo del Sueño, donde los pensamientos flotan como nubes y el tiempo se disuelve en suaves latidos, Morfeo, recorría su vasto dominio con un propósito inusual. No buscaba simplemente inspirar visiones nocturnas o recrear anhelos humanos. Esta vez, su tarea era más sagrada: ayudar a Hebe, la diosa de la juventud, a encontrar descanso. Desde hacía semanas, él sabía que ella no lograba dormir. ¿Será por el murmullo incansable del mundo? ¿Las preocupaciones de los dioses?, ¿El lamento de los mortales? ¿O acaso el bullicio de la eternidad? Todo eso podía perturbar su mente inquieta. Su risa, antes clara como el manantial, se había vuelto un suspiro apagado. Sin descanso, incluso la juventud misma parecía perder su brillo. Conmovido por su fatiga, Morfeo, con un suspiro silencioso, tejió un mundo sólo para ella. Primero, creó un cielo de terciopelo azul profundo, salpicado con constelaciones que respiraban. Luego, pintó un campo donde las flores se abrían con cada exhalación de Hebe, y el viento cantaba con voz de madre antigua. En el centro del paisaje, colocó un lago de aguas quietas, donde el reflejo de la luna danzaba sin prisa. Pero lo más importante no era el paisaje, sino el silencio. No un silencio vacío, sino uno pleno: como el que precede a una tormenta de paz. Ningún recuerdo podía entrar sin pasar por los dedos de Morfeo, que filtraban todo dolor, toda ansiedad, dejando sólo la dulzura de las horas olvidadas. Ahora, ahora solo faltaba ella. Mandó a cuervo a buscarla mientras él estaba esperándola.
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  • Cuando la nieve apaga la magia

    Akane apenas comenzaba a dominar su transformación de Ogresa Demonio. Con ella, ganaba fuerza y resistencia, pero su juventud le impedía sostenerla por mucho tiempo sin agotarse. Sin embargo, su emoción solía nublar su juicio. Cuando recibió la invitación de sus amigos para una reunión, no dudó en aceptar, aunque sus madres Sasha Ishtar y Yuna Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar le prohibieron salir debido a la fuerte nevada. Pero, como cualquier niña decidida, Akane no iba a dejar que un poco de frío arruinara sus planes. En cuanto encontró una oportunidad, escapó de casa, confiando en que su transformación híbrida la protegería del clima gélido.

    Al principio, todo parecía ir bien, con cada paso sobre la nieve, sentía que su cuerpo resistía el frío. Pero pronto, la fatiga comenzó a ganar terreno. Sus fuerzas flaquearon, su respiración se volvió pesada, y sin darse cuenta, perdió su transformación. Su cuerpo volvió a su forma infantil, frágil frente al invierno implacable. El frío la envolvió como una sombra helada, y antes de que pudiera reaccionar, sus piernas cedieron y cayó de rodillas en la nieve.

    Con el último aliento que le quedaba, Akane intentó llamar a sus madres, pero su voz apenas era un susurro que se desvanecía con el viento helado. Sus párpados se cerraron lentamente, la nieve cubriendo su pequeño cuerpo mientras el mundo comenzaba a desdibujarse a su alrededor.


    Cuando la nieve apaga la magia Akane apenas comenzaba a dominar su transformación de Ogresa Demonio. Con ella, ganaba fuerza y resistencia, pero su juventud le impedía sostenerla por mucho tiempo sin agotarse. Sin embargo, su emoción solía nublar su juicio. Cuando recibió la invitación de sus amigos para una reunión, no dudó en aceptar, aunque sus madres [SashaIshtar] y [Yuna_Ishtar] le prohibieron salir debido a la fuerte nevada. Pero, como cualquier niña decidida, Akane no iba a dejar que un poco de frío arruinara sus planes. En cuanto encontró una oportunidad, escapó de casa, confiando en que su transformación híbrida la protegería del clima gélido. Al principio, todo parecía ir bien, con cada paso sobre la nieve, sentía que su cuerpo resistía el frío. Pero pronto, la fatiga comenzó a ganar terreno. Sus fuerzas flaquearon, su respiración se volvió pesada, y sin darse cuenta, perdió su transformación. Su cuerpo volvió a su forma infantil, frágil frente al invierno implacable. El frío la envolvió como una sombra helada, y antes de que pudiera reaccionar, sus piernas cedieron y cayó de rodillas en la nieve. Con el último aliento que le quedaba, Akane intentó llamar a sus madres, pero su voz apenas era un susurro que se desvanecía con el viento helado. Sus párpados se cerraron lentamente, la nieve cubriendo su pequeño cuerpo mientras el mundo comenzaba a desdibujarse a su alrededor.
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  • 𓆩ꨄ𓆪

    Hace ya mucho tiempo que no se manifiesta... mucho tiempo desde que no la percibo con claridad, o quizás... desde que yo he dejado de sentirla.

    Hoy observé a mi maestro —mi querido Morfeo— detenido ante el horizonte del sueño. Estaba callado, ausente, pensativo.
    Y sentí... algo que no sé si me pertenece: celos.

    No debería. No debería ser tan curiosa.
    Lo sé.
    Pero hay algo en esa sombra que lo envuelve... algo que me llama y me hiere.

    Ella —madre, esencia, raíz— se oculta de mí.
    Pero no de él.

    Y eso me estremece.

    Siento, como si esta vez, se dejara sanar por un sueño que no es blanco... ni puro.
    Un sueño mudo... cargado de cicatrices invisibles.
    ¿En qué piensa cuando se desvanece así?

    ¿Nadie la buscará? ¿Nadie, en forma, en cuerpo, en voz...?
    Yo misma dije que debíamos respetarla, y así lo hice.
    Pero ver a Morfeo perderse en ese mundo donde yo aún no puedo ir...
    Porque ella no me deja...

    Es una espina que ni la niebla puede disolver.

    ¿Por qué lo dejas a él alcanzarte, sostenerte...?
    ¿Y a mí me mantienes en la bruma?

    Madre... dondequiera que estés...

    Yo custodiaré tus memorias.
    Tus emociones duermen en mí como ecos dulces.
    Tu chispa me atraviesa.
    No permitas que el amor elija por ti un final.
    Recuerda tu divinidad. Aún dolida, aún herida... sigues siendo una diosa.

    Aunque quieras desaparecer, aunque creas que el mundo puede continuar sin ti...
    Las amistades verdaderas te siguen llamando.
    Las almas limpias aún te lloran en silencio.

    Y yo —yo, que soy solo bruma y consuelo—
    Espero que si regresas, las lenguas que te marchitaron, te dejen en paz.

    Quédate, madre...
    Por lo que aún te celebra.
    Por lo que aún suma a tu dicha.
    No por aquellos que restaron tu luz.

    Recuerda: los que te aman, ven tu alma.
    Y los que nunca te entendieron… nunca merecieron verte florecer.

    Tú, que eres la sangre de la juventud misma...
    El amor también puede doler con dulzura.
    Y aun si pactaste con Afrodita, lo sé:

    Puedes amar sin olvidar.
    Puedes adorar sin odiar.
    Y esa es tu mayor fuerza… y su mayor frustración.

    Ellos no tienen idea…
    De quién fuiste.
    De quién eres.
    Ni de quién serás… cuando despiertes.

    Y solo espero que al hacerlo...

    Recuerdes que aquí estoy.
    Tu hija.
    Esperándote.
    Llena de neblina e... indignación.

    ¿Por qué Morfeo es el favorito...?
    ¿Y yo, qué soy?

    Que me parta...

    Ah… claro.
    Nada puede partirme.
    Ni los rayos del abuelo Zeus.

    Pero tú, madre… tú sí puedes.
    Tú me partes con tu indiferencia.
    𓆩ꨄ𓆪 Hace ya mucho tiempo que no se manifiesta... mucho tiempo desde que no la percibo con claridad, o quizás... desde que yo he dejado de sentirla. Hoy observé a mi maestro —mi querido Morfeo— detenido ante el horizonte del sueño. Estaba callado, ausente, pensativo. Y sentí... algo que no sé si me pertenece: celos. No debería. No debería ser tan curiosa. Lo sé. Pero hay algo en esa sombra que lo envuelve... algo que me llama y me hiere. Ella —madre, esencia, raíz— se oculta de mí. Pero no de él. Y eso me estremece. Siento, como si esta vez, se dejara sanar por un sueño que no es blanco... ni puro. Un sueño mudo... cargado de cicatrices invisibles. ¿En qué piensa cuando se desvanece así? ¿Nadie la buscará? ¿Nadie, en forma, en cuerpo, en voz...? Yo misma dije que debíamos respetarla, y así lo hice. Pero ver a Morfeo perderse en ese mundo donde yo aún no puedo ir... Porque ella no me deja... Es una espina que ni la niebla puede disolver. ¿Por qué lo dejas a él alcanzarte, sostenerte...? ¿Y a mí me mantienes en la bruma? Madre... dondequiera que estés... Yo custodiaré tus memorias. Tus emociones duermen en mí como ecos dulces. Tu chispa me atraviesa. No permitas que el amor elija por ti un final. Recuerda tu divinidad. Aún dolida, aún herida... sigues siendo una diosa. Aunque quieras desaparecer, aunque creas que el mundo puede continuar sin ti... Las amistades verdaderas te siguen llamando. Las almas limpias aún te lloran en silencio. Y yo —yo, que soy solo bruma y consuelo— Espero que si regresas, las lenguas que te marchitaron, te dejen en paz. Quédate, madre... Por lo que aún te celebra. Por lo que aún suma a tu dicha. No por aquellos que restaron tu luz. Recuerda: los que te aman, ven tu alma. Y los que nunca te entendieron… nunca merecieron verte florecer. Tú, que eres la sangre de la juventud misma... El amor también puede doler con dulzura. Y aun si pactaste con Afrodita, lo sé: Puedes amar sin olvidar. Puedes adorar sin odiar. Y esa es tu mayor fuerza… y su mayor frustración. Ellos no tienen idea… De quién fuiste. De quién eres. Ni de quién serás… cuando despiertes. Y solo espero que al hacerlo... Recuerdes que aquí estoy. Tu hija. Esperándote. Llena de neblina e... indignación. ¿Por qué Morfeo es el favorito...? ¿Y yo, qué soy? Que me parta... Ah… claro. Nada puede partirme. Ni los rayos del abuelo Zeus. Pero tú, madre… tú sí puedes. Tú me partes con tu indiferencia.
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  • Su aliento huele a estaciones que nunca cambian, a risas detenidas en la primera nota.

    Pero incluso la juventud necesita dormir.
    Y cuando duerme… me pertenece.

    No es que me tema, ella no teme nada, pero a veces duda.
    Duda de lo que vendrá después. De lo que pasaría si algún día envejeciera.

    Y aunque los dioses no se marchitan, ni sus cabellos pierden brillo, el alma, incluso la divina puede preguntarse qué sería… si dejara de ser.

    Por eso estoy aquí. 

    Esta noche vela mi cuerpo etéreo en los límites de su lecho de nubes.
    Su sueño no es como el de los mortales. No está hecho de temores enterrados o deseos inconclusos.

    El suyo es un jardín en movimiento, donde las flores cantan y el sol no cae.

    Aun así… yo entro.

    Me deslizo sin ruido.
    No interrumpo, no moldeo.
    Simplemente acompaño.
    Porque incluso en los sueños más puros, la soledad puede colarse, disfrazada de viento cálido.
    Su aliento huele a estaciones que nunca cambian, a risas detenidas en la primera nota. Pero incluso la juventud necesita dormir. Y cuando duerme… me pertenece. No es que me tema, ella no teme nada, pero a veces duda. Duda de lo que vendrá después. De lo que pasaría si algún día envejeciera. Y aunque los dioses no se marchitan, ni sus cabellos pierden brillo, el alma, incluso la divina puede preguntarse qué sería… si dejara de ser. Por eso estoy aquí.  Esta noche vela mi cuerpo etéreo en los límites de su lecho de nubes. Su sueño no es como el de los mortales. No está hecho de temores enterrados o deseos inconclusos. El suyo es un jardín en movimiento, donde las flores cantan y el sol no cae. Aun así… yo entro. Me deslizo sin ruido. No interrumpo, no moldeo. Simplemente acompaño. Porque incluso en los sueños más puros, la soledad puede colarse, disfrazada de viento cálido.
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  • //Un vistazo al futuro. Un despedida. Escena de rol con Kazuo

    "El hermoso atardecer... Preludio del inevitable ocaso que a casi todos llega."

    Los años fueron pasando y con estos, miles y diversos momentos, tanto buenos como malos.
    La senda fue dura y en algunos momentos pensó que su fuerza flaquearía haciéndole desistir, perder. Pero no ocurrió, no podía darse por vencido después de tantos sacrificios y tantas batallas. Después de las incontables veces que recibió ayuda de los que llegó a considerar sus seres queridos, no iba a tirar todo eso por la borda.

    Y hablando de sus seres queridos... Kazuo. Ese kitsune que conoció por obra del azar o quizá fue el destino. Sus inicios quizá no fueron los mejores pues la desconfianza de Shinobu no permitía a nadie acercarse a él. Pero ese hombre logró ir derribando sus barreras y no solo ganarse la confianza y respeto del joven lobo, también su cariño y amistad.

    Tal como Kazuo le prometió, se mantuvo a su lado hasta que lograsen enderezar su vida, conseguir que Shinobu pudiera vivir tranquilo sin temer por su vida a cada segundo de esta. Y lo consiguieron. Arduas batallas, muchas preocupaciones y momentos tensos. Pero al final todo se solucionó.

    La vida del joven omega cada vez era mejor, quizá algunos aún le vieran como un hombre solitario pero le bastaba y sobraba con las pocas personas de confianza con las que contaba. No necesitaba más.

    Siguió viendo a Kazuo de tanto en tanto, así como a la otra mitad de este, Elizabeth, una mujer a la que una vez que la llegó a conocer, también ganó la confianza y cariño del lobo. Intentaba pasar tiempo con ellos cuando podían, se contaban las cosas que ocurrían en el día a día.
    Shinobu hizo muchos cambios, logró un empleo estable como dependiente en una pequeña frutería, aunque por desgracia no logró entrar en ninguna universidad a estudiar botánica, como siempre quiso. Sin embargo trabajar en aquella tienda le gustaba, por lo que no habían quejas.

    Consiguió un pequeño apartamento algo alejado del bullicioso centro y vivió allí felizmente. Adoptó un gatito de pelaje anaranjado que encontró en las calles, abandonado y lo nombró Ash.
    La vida le iba bien, le sonreía, sin necesidad de lujos, tan solo una vida cómoda y tranquila que fue lo que siempre deseó.

    El paso de los años siguió casi sin darse cuenta, estación tras estación iban pasando.

    Su amigo felino falleció por avanzada edad y en ese momento, fue cuando realmente empezó a percatarse del imparable paso del tiempo. Hizo un pequeño funeral para Ash, despidiéndose de él y agradeciéndole los años de cariño y compañía.

    Días, semanas, meses, años, décadas...

    Jubilado. Varios años habían pasado desde que dejó de trabajar. Ya no contaba con la fuerza y agilidad de su juventud. Las manos y piernas le temblaban un poco cuando caminaba o debía hacer esfuerzos y aún así, disfrutaba salir a dar largos paseos.
    La piel llena de arrugas, signos inequívocos de avanzada senectud junto a su ahora canoso cabello.

    Algo dentro de él parecía querer avisarlo. Sentía algo... Distinto. Extraño. Inexplicable como tal. Simplemente sabía que su tiempo estaba llegando al final del recorrido.

    Decidió salir a pasear y finalmente acabó en uno de los parques de la ciudad. Que recuerdos... Pues fue ese mismo en el que una noche conoció a Kazuo.
    Se acercó a uno de los columpios del lugar para sentarse pero sin balancearse mucho, no era buena idea tampoco. Observó el atardecer con una suave y cálida sonrisa en los labios mientras pensaba en su vida y seres amados.

    -Kazuo...- Le llamaba, con aquella voz algo temblorosa propia de su edad.

    Sabía que si le llamaba por su nombre el kitsune, de alguna forma, le encontraría.

    Tan solo quería verlo de nuevo, sentirse acompañado antes de que, inevitablemente, su alma abandonase el cuerpo que habitó por tantas décadas.
    //Un vistazo al futuro. Un despedida. Escena de rol con [8KazuoAihara8] "El hermoso atardecer... Preludio del inevitable ocaso que a casi todos llega." Los años fueron pasando y con estos, miles y diversos momentos, tanto buenos como malos. La senda fue dura y en algunos momentos pensó que su fuerza flaquearía haciéndole desistir, perder. Pero no ocurrió, no podía darse por vencido después de tantos sacrificios y tantas batallas. Después de las incontables veces que recibió ayuda de los que llegó a considerar sus seres queridos, no iba a tirar todo eso por la borda. Y hablando de sus seres queridos... Kazuo. Ese kitsune que conoció por obra del azar o quizá fue el destino. Sus inicios quizá no fueron los mejores pues la desconfianza de Shinobu no permitía a nadie acercarse a él. Pero ese hombre logró ir derribando sus barreras y no solo ganarse la confianza y respeto del joven lobo, también su cariño y amistad. Tal como Kazuo le prometió, se mantuvo a su lado hasta que lograsen enderezar su vida, conseguir que Shinobu pudiera vivir tranquilo sin temer por su vida a cada segundo de esta. Y lo consiguieron. Arduas batallas, muchas preocupaciones y momentos tensos. Pero al final todo se solucionó. La vida del joven omega cada vez era mejor, quizá algunos aún le vieran como un hombre solitario pero le bastaba y sobraba con las pocas personas de confianza con las que contaba. No necesitaba más. Siguió viendo a Kazuo de tanto en tanto, así como a la otra mitad de este, Elizabeth, una mujer a la que una vez que la llegó a conocer, también ganó la confianza y cariño del lobo. Intentaba pasar tiempo con ellos cuando podían, se contaban las cosas que ocurrían en el día a día. Shinobu hizo muchos cambios, logró un empleo estable como dependiente en una pequeña frutería, aunque por desgracia no logró entrar en ninguna universidad a estudiar botánica, como siempre quiso. Sin embargo trabajar en aquella tienda le gustaba, por lo que no habían quejas. Consiguió un pequeño apartamento algo alejado del bullicioso centro y vivió allí felizmente. Adoptó un gatito de pelaje anaranjado que encontró en las calles, abandonado y lo nombró Ash. La vida le iba bien, le sonreía, sin necesidad de lujos, tan solo una vida cómoda y tranquila que fue lo que siempre deseó. El paso de los años siguió casi sin darse cuenta, estación tras estación iban pasando. Su amigo felino falleció por avanzada edad y en ese momento, fue cuando realmente empezó a percatarse del imparable paso del tiempo. Hizo un pequeño funeral para Ash, despidiéndose de él y agradeciéndole los años de cariño y compañía. Días, semanas, meses, años, décadas... Jubilado. Varios años habían pasado desde que dejó de trabajar. Ya no contaba con la fuerza y agilidad de su juventud. Las manos y piernas le temblaban un poco cuando caminaba o debía hacer esfuerzos y aún así, disfrutaba salir a dar largos paseos. La piel llena de arrugas, signos inequívocos de avanzada senectud junto a su ahora canoso cabello. Algo dentro de él parecía querer avisarlo. Sentía algo... Distinto. Extraño. Inexplicable como tal. Simplemente sabía que su tiempo estaba llegando al final del recorrido. Decidió salir a pasear y finalmente acabó en uno de los parques de la ciudad. Que recuerdos... Pues fue ese mismo en el que una noche conoció a Kazuo. Se acercó a uno de los columpios del lugar para sentarse pero sin balancearse mucho, no era buena idea tampoco. Observó el atardecer con una suave y cálida sonrisa en los labios mientras pensaba en su vida y seres amados. -Kazuo...- Le llamaba, con aquella voz algo temblorosa propia de su edad. Sabía que si le llamaba por su nombre el kitsune, de alguna forma, le encontraría. Tan solo quería verlo de nuevo, sentirse acompañado antes de que, inevitablemente, su alma abandonase el cuerpo que habitó por tantas décadas.
    Me entristece
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  • 𝗔𝗽𝗿𝗼𝘃𝗲𝗰𝗵𝗮𝗿 𝗲𝗹 𝗱𝗶𝗮.

    Así dijo, con voz apenas audible, como quien repite una oración que ya no cree.
    Sin embargo, no sintió que lo estuviera haciendo. El día no la llenaba. No cuando él ya no estaba.

    Entonces miró.
    Miró bien la distancia entre la orilla de aquel mundo—el que compartieron—y la caída hacia el mar.
    No lo pensó mucho. Las diosas también pueden actuar sin pensar, cuando el dolor las empuja.
    Solo lo hizo.

    Se balanceó.
    Y en cada vaivén, soltó una palabra.
    Un recuerdo.
    Como un susurro que no era para nadie más, solo para la naturaleza que la rodeaba.
    No hubo una expresión clara en su rostro, pero sus ojos hinchados hablaban de una pesadilla aún despierta.

    No todas las diosas sueltan así.
    Solo ella.
    Ella, la de la eterna juventud, la que ama como si el corazón nunca pudiera romperse… hasta que lo hace.
    Ella es quien elige soltar despierta, con memoria y voz.

    Por eso, con los ojos cerrados y el alma expuesta, empezó a contar:

    —Uno... dos... ¡Tres!—

    Y al alcanzar el punto más alto del balanceo, como si rozara el borde entre el ayer y el quizás, se arrojó.
    No como quien huye. Sino como quien empieza a liberar.

    El agua la recibió con un golpe frío.
    Su grito fue mezcla de euforia y quebranto.
    Y en medio del temblor, la primera confesión salió de su boca como un pétalo desgarrado:

    —Lo encontré por casualidad... Ese día estaba buscando cualquier animal doméstico para adoptar... ¡Quería un amigo fiel! Saber que había un tigre tan hermoso, pues... pequé de impulsiva... ¡Lo acepto, vaaale!

    Y el mar guardó ese recuerdo.
    No lo arrojó todo.
    Solo la primera pieza.
    Las demás vendrán, día a día, hasta que ya no duela.
    Hasta que, en lugar de lágrimas, quede solo una sonrisa nueva. Una de verdad.
    Una que ya no lo necesite.
    𝗔𝗽𝗿𝗼𝘃𝗲𝗰𝗵𝗮𝗿 𝗲𝗹 𝗱𝗶𝗮. Así dijo, con voz apenas audible, como quien repite una oración que ya no cree. Sin embargo, no sintió que lo estuviera haciendo. El día no la llenaba. No cuando él ya no estaba. Entonces miró. Miró bien la distancia entre la orilla de aquel mundo—el que compartieron—y la caída hacia el mar. No lo pensó mucho. Las diosas también pueden actuar sin pensar, cuando el dolor las empuja. Solo lo hizo. Se balanceó. Y en cada vaivén, soltó una palabra. Un recuerdo. Como un susurro que no era para nadie más, solo para la naturaleza que la rodeaba. No hubo una expresión clara en su rostro, pero sus ojos hinchados hablaban de una pesadilla aún despierta. No todas las diosas sueltan así. Solo ella. Ella, la de la eterna juventud, la que ama como si el corazón nunca pudiera romperse… hasta que lo hace. Ella es quien elige soltar despierta, con memoria y voz. Por eso, con los ojos cerrados y el alma expuesta, empezó a contar: —Uno... dos... ¡Tres!— Y al alcanzar el punto más alto del balanceo, como si rozara el borde entre el ayer y el quizás, se arrojó. No como quien huye. Sino como quien empieza a liberar. El agua la recibió con un golpe frío. Su grito fue mezcla de euforia y quebranto. Y en medio del temblor, la primera confesión salió de su boca como un pétalo desgarrado: —Lo encontré por casualidad... Ese día estaba buscando cualquier animal doméstico para adoptar... ¡Quería un amigo fiel! Saber que había un tigre tan hermoso, pues... pequé de impulsiva... ¡Lo acepto, vaaale! Y el mar guardó ese recuerdo. No lo arrojó todo. Solo la primera pieza. Las demás vendrán, día a día, hasta que ya no duela. Hasta que, en lugar de lágrimas, quede solo una sonrisa nueva. Una de verdad. Una que ya no lo necesite.
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  • Ella emergió del abismo del Inframundo, ya no como la joven radiante, sino como una presencia madura, una diosa que había alcanzado la serenidad de los sabios y la fuerza de los antiguos. El cielo caótico sobre ella reflejaba el tumulto del mundo mortal.

    Con firmeza, levantó sus manos hacia el firmamento, conectando su esencia con la vitalidad del mundo humano. Sintió la aflicción de las vidas humanas, las almas vacías y los corazones que aún brillaban con una chispa de esperanza, aunque casi apagada. El caos causado por la desconexión y el dolor envolvía al mundo, pero Hebe ya no era la doncella eterna. Su visión era clara y madura, y su compasión trascendía la juventud.

    —No es tiempo para que se desate el caos absoluto en el mundo mortal. No somos quienes lo causarán. El tiempo dicta algo más allá de lo que somos como dioses —dijo, alzando la mirada al cielo caótico.

    Sus ojos, antes llenos de luz juvenil, reflejaban ahora un resplandor cálido, como una antorcha en la oscuridad.

    —Hipnos, hemos yo y Morfeo restaurado cada cosa como se pudo, por favor, que no se haga este caos... El equilibrio ha caído en su lugar y… Yo he madurado. He evolucionado para ser la esperanza y luz de los perdidos.

    Con un suave susurro, sus palabras llenaron el aire de calma. El caos que rodeaba a los humanos parecía detenerse momentáneamente, como si el mundo reconociera su presencia. Ella extendió su luz hacia los mortales, sanando aquellos que aún podían recuperar su vitalidad. Las almas perdidas comenzaron a brillar tenuemente, restaurando la chispa de la vida.

    Tocó el suelo, y los recuerdos olvidados de aquellos que aún podían sostenerlos regresaron. Aunque no los devolvía a su plenitud, les ofreció la oportunidad de encontrar el equilibrio perdido. La sanación era dolorosa, pero Hebe lo hacía con la paz de quien sabe que está cumpliendo su propósito.

    —No es tiempo para la guerra entre nosotros. No soy yo quien debe desatar este caos, sino el tiempo, que dictará el destino de todo lo que existe —continuó, su voz ahora más serena que nunca.

    Con manos firmes y sabias, restauró la calma con la esperanza, en la humanidad. Hebe ya no era la diosa joven que intentaba salvarlo todo; ahora era la guardiana de los recuerdos e hilos perdidos, la diosa que había aceptado el peso sobre sus hombros.

    —Cumpliré con mi parte, pero la paz que te pido, Hipnos , es la de este día. Dejo que el futuro siga su curso. El caos está contenido por ahora, pero cuando llegue el momento, no intervendré si ese es el destino de los mortales y los nuestros.

    Ella emergió del abismo del Inframundo, ya no como la joven radiante, sino como una presencia madura, una diosa que había alcanzado la serenidad de los sabios y la fuerza de los antiguos. El cielo caótico sobre ella reflejaba el tumulto del mundo mortal. Con firmeza, levantó sus manos hacia el firmamento, conectando su esencia con la vitalidad del mundo humano. Sintió la aflicción de las vidas humanas, las almas vacías y los corazones que aún brillaban con una chispa de esperanza, aunque casi apagada. El caos causado por la desconexión y el dolor envolvía al mundo, pero Hebe ya no era la doncella eterna. Su visión era clara y madura, y su compasión trascendía la juventud. —No es tiempo para que se desate el caos absoluto en el mundo mortal. No somos quienes lo causarán. El tiempo dicta algo más allá de lo que somos como dioses —dijo, alzando la mirada al cielo caótico. Sus ojos, antes llenos de luz juvenil, reflejaban ahora un resplandor cálido, como una antorcha en la oscuridad. —Hipnos, hemos yo y Morfeo restaurado cada cosa como se pudo, por favor, que no se haga este caos... El equilibrio ha caído en su lugar y… Yo he madurado. He evolucionado para ser la esperanza y luz de los perdidos. Con un suave susurro, sus palabras llenaron el aire de calma. El caos que rodeaba a los humanos parecía detenerse momentáneamente, como si el mundo reconociera su presencia. Ella extendió su luz hacia los mortales, sanando aquellos que aún podían recuperar su vitalidad. Las almas perdidas comenzaron a brillar tenuemente, restaurando la chispa de la vida. Tocó el suelo, y los recuerdos olvidados de aquellos que aún podían sostenerlos regresaron. Aunque no los devolvía a su plenitud, les ofreció la oportunidad de encontrar el equilibrio perdido. La sanación era dolorosa, pero Hebe lo hacía con la paz de quien sabe que está cumpliendo su propósito. —No es tiempo para la guerra entre nosotros. No soy yo quien debe desatar este caos, sino el tiempo, que dictará el destino de todo lo que existe —continuó, su voz ahora más serena que nunca. Con manos firmes y sabias, restauró la calma con la esperanza, en la humanidad. Hebe ya no era la diosa joven que intentaba salvarlo todo; ahora era la guardiana de los recuerdos e hilos perdidos, la diosa que había aceptado el peso sobre sus hombros. —Cumpliré con mi parte, pero la paz que te pido, Hipnos , es la de este día. Dejo que el futuro siga su curso. El caos está contenido por ahora, pero cuando llegue el momento, no intervendré si ese es el destino de los mortales y los nuestros.
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