• +Cuando el destello inicial se disipa ambas parecian estar levitando en el aire+ Como primera parada se me ocurrio un pequeño recuerdo del pasado +Decia sonriendo entretenida. Cuando abajo de ellas se ve una doble fila de lo que parecian ser soldados con armaduras medievales. lanzadas en sus manos apoyadas contra el suelo. Con un espacio en el medio de ambas filas para dejar a una figura avanzar lentamente con un grupo de mas soldados caminando detras de ella+

    +Al observar con mas detalle se veia que era la misma Shiori, un cirulo de origen magico conformado por diferentes simbolos y formas alrededor de su cuello brillando con un intenso destello rojo. Con sus manos detras de su espalda. ambas muñecas unidas por un par de grilletes de energia que brilla con el mismo destello rojizo+

    Este es mi recuerdo de cuando me capturaron y me estaban escortando a la prision +Mencionaba obsevando a Misa con curiosidad mientras su version de ella misma del recuerdo parecia observar un momento hacia el cielo y mostrar una pequeña sonrisa+


    Misa Amane
    +Cuando el destello inicial se disipa ambas parecian estar levitando en el aire+ Como primera parada se me ocurrio un pequeño recuerdo del pasado +Decia sonriendo entretenida. Cuando abajo de ellas se ve una doble fila de lo que parecian ser soldados con armaduras medievales. lanzadas en sus manos apoyadas contra el suelo. Con un espacio en el medio de ambas filas para dejar a una figura avanzar lentamente con un grupo de mas soldados caminando detras de ella+ +Al observar con mas detalle se veia que era la misma Shiori, un cirulo de origen magico conformado por diferentes simbolos y formas alrededor de su cuello brillando con un intenso destello rojo. Con sus manos detras de su espalda. ambas muñecas unidas por un par de grilletes de energia que brilla con el mismo destello rojizo+ Este es mi recuerdo de cuando me capturaron y me estaban escortando a la prision +Mencionaba obsevando a Misa con curiosidad mientras su version de ella misma del recuerdo parecia observar un momento hacia el cielo y mostrar una pequeña sonrisa+ [lunar_garnet_rhino_909]
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  • LA LUNA EXIGE FUEGO
    Fandom One Piece, libre
    Categoría Terror
    PORTGAS D. ACE

    *El campo era el infierno, pero no por mi voluntad, sino por la maldición que brotaba de mi piel. Cada uno de los enemigos cercanos se reducía a cenizas, y aunque eso podía celebrarse, yo no podía hacerlo.*

    *La luna llena colgaba como un ojo blanco sobre el caos, y su luz parecía clavarse en mi espalda, en mi pecho, en mis huesos, atravesándome dolorosamente, dejándome de rodillas, jadeando. Mis manos ya no eran mías. Ni siquiera eran humanas. Con ellas me aferraba al suelo, dejando marcas ardientes sobre la piedra. Las garras crecían, los colmillos se asomaban, y mi voz se quebraba entre rugidos y gritos.*

    —¡No ahora!

    *Un gruñido reemplazaba mi voz, mientras mi sombra se alargaba y se deformaba.
    Los soldados enemigos retrocedieron, no por miedo al fuego, sino por lo que veían emerger de él, de mí: un lobo envuelto en llamas, con ojos como carbones vivos y una furia que no distinguía aliados de amenazas.*

    —Aaaah!! Ggggghhh!!!

    *Pero aún resistía. Me aferraba a mi nombre, a mi memoria, a la promesa que había hecho bajo un cielo más amable, más natural, fuera de esta isla. Viviremos sin arrepentimientos, y seremos más libres que nadie...*

    *Cada latido era una batalla. Cada llama, una advertencia. Temblores incontrolables sacudían mi ser.
    Y entonces, en medio del estruendo, se alzó. Mitad hombre, mitad bestia, completamente fuego.
    No para destruir.
    Sino para proteger los secretos que se ocultaban en este lugar.*

    —Grrrrrrrrrr!!! GRRRRRR!!!

    *Las historias que escuché al fijar el rumbo hacia acá eran ciertas. En esta isla el aire está enrarecido, y la luna tiene un efecto maldito sobre aquellos a los que baña con su luz cuando mira en lo alto sin parpadear.
    La luna exige fuego, exige sangre enemiga, exige, reclama la fuerza de aquellos que doblega a su voluntad para proteger el tesoro que se guarda celosamente en algún lugar de esta isla...*

    —WAAAAAAUUUUUUUUUUU!!!!

    *Eché la cabeza atrás, ofrendando mi garganta a la luna, y un aullido animal cimbró el aire. Ya no era tan sólo un hombre que podía usar el fuego. Ahora era un licántropo...
    ¿Cuándo hubiera imaginado que mi deseo sería mi maldición?
    La pregunta de aquel anciano vagabundo al desembarcar en esta isla me había parecido extraña. Pero respondí con sinceridad. Si pudiera elegir alguna criatura de oscuridad que me gustaría ser, yo había escogido el hombre lobo. ¿Pero volverme uno así como así?
    Tenía que liberarme... Así que continuaba con esa lucha interior, aferrándome a la humanidad que aún conservaba, la cual se extinguía lenta, pero implacablemente.*

    "Debo volver al mar..."

    *Fue lo que quise decir. Pero en lugar de eso los rugidos completamente ininteligibles de una bestia sustituyeron mi voz...*
    PORTGAS D. ACE *El campo era el infierno, pero no por mi voluntad, sino por la maldición que brotaba de mi piel. Cada uno de los enemigos cercanos se reducía a cenizas, y aunque eso podía celebrarse, yo no podía hacerlo.* *La luna llena colgaba como un ojo blanco sobre el caos, y su luz parecía clavarse en mi espalda, en mi pecho, en mis huesos, atravesándome dolorosamente, dejándome de rodillas, jadeando. Mis manos ya no eran mías. Ni siquiera eran humanas. Con ellas me aferraba al suelo, dejando marcas ardientes sobre la piedra. Las garras crecían, los colmillos se asomaban, y mi voz se quebraba entre rugidos y gritos.* —¡No ahora! *Un gruñido reemplazaba mi voz, mientras mi sombra se alargaba y se deformaba. Los soldados enemigos retrocedieron, no por miedo al fuego, sino por lo que veían emerger de él, de mí: un lobo envuelto en llamas, con ojos como carbones vivos y una furia que no distinguía aliados de amenazas.* —Aaaah!! Ggggghhh!!! *Pero aún resistía. Me aferraba a mi nombre, a mi memoria, a la promesa que había hecho bajo un cielo más amable, más natural, fuera de esta isla. Viviremos sin arrepentimientos, y seremos más libres que nadie...* *Cada latido era una batalla. Cada llama, una advertencia. Temblores incontrolables sacudían mi ser. Y entonces, en medio del estruendo, se alzó. Mitad hombre, mitad bestia, completamente fuego. No para destruir. Sino para proteger los secretos que se ocultaban en este lugar.* —Grrrrrrrrrr!!! GRRRRRR!!! *Las historias que escuché al fijar el rumbo hacia acá eran ciertas. En esta isla el aire está enrarecido, y la luna tiene un efecto maldito sobre aquellos a los que baña con su luz cuando mira en lo alto sin parpadear. La luna exige fuego, exige sangre enemiga, exige, reclama la fuerza de aquellos que doblega a su voluntad para proteger el tesoro que se guarda celosamente en algún lugar de esta isla...* —WAAAAAAUUUUUUUUUUU!!!! *Eché la cabeza atrás, ofrendando mi garganta a la luna, y un aullido animal cimbró el aire. Ya no era tan sólo un hombre que podía usar el fuego. Ahora era un licántropo... ¿Cuándo hubiera imaginado que mi deseo sería mi maldición? La pregunta de aquel anciano vagabundo al desembarcar en esta isla me había parecido extraña. Pero respondí con sinceridad. Si pudiera elegir alguna criatura de oscuridad que me gustaría ser, yo había escogido el hombre lobo. ¿Pero volverme uno así como así? Tenía que liberarme... Así que continuaba con esa lucha interior, aferrándome a la humanidad que aún conservaba, la cual se extinguía lenta, pero implacablemente.* "Debo volver al mar..." *Fue lo que quise decir. Pero en lugar de eso los rugidos completamente ininteligibles de una bestia sustituyeron mi voz...*
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  • SAGA DE LA INFANTERÍA MÓVIL: RECLUTAMIENTO
    Fandom Tropas del espacio
    Categoría Acción

    ¿CREES QUE EL UNIVERSO ES TUYO?

    ¡DEMÚESTRALO!

    Enfrenta lo desconocido.
    Protege a los que no pueden.
    Lucha por algo más grande que tú.

    No somos máquinas.
    No somos monstruos.
    Somos humanos. Y eso basta.

    ¡Haz tu parte!
    ¡ÚNETE A LA INFANTERÍA MÓVIL!
    Siempre hay un Centro de Reclutamiento cerca de ti.

    ---

    Arenga de reclutamiento de la Infantería Móvil

    > ¿Crees que el universo te debe algo? No. El universo no da nada. Pero tú puedes tomar tu lugar en él.
    >
    > En las ciudades de neón, donde la guerra se libra entre datos y sombras, nuestros operadores caminan invisibles, protegiendo lo que tú llamas hogar.
    > En los castillos incendiados, donde el pasado se niega a morir, nuestros jinetes del fuego cabalgan entre ruinas, enfrentando lo que otros temen nombrar.
    > En los templos de piedra y acero, donde la estrategia es ley, nuestros comandantes trazan el destino de mundos enteros con una sola orden.
    > Y en las fronteras donde la tecnología se mezcla con la tradición, nuestros caballeros tácticos luchan con honor, porque saben que la humanidad no es solo carne: es idea, es voluntad.
    >
    > La Infantería Móvil no es solo un ejército. Es una promesa.
    > Una promesa de que el servicio no es esclavitud, sino libertad.
    > Una promesa de que la ciudadanía no se hereda: se conquista.
    > Una promesa de que tú puedes ser más que espectador. Puedes ser protagonista.
    >
    > ¿Estás listo para dejar de mirar y empezar a actuar?
    > ¿Estás listo para enfrentar lo desconocido, no como víctima, sino como soldado?
    >
    > ¡Adelante! ¡Haz tu parte!
    > ¡ÚNETE A LA INFANTERÍA MÓVIL!
    > El servicio garantiza la ciudadanía.

    ---

    Manifiesto de la Infantería Móvil

    > Somos humanos. Y eso basta.
    > No somos máquinas. No somos monstruos. No somos dioses.
    > Somos carne, hueso, voluntad.
    > Y con eso enfrentamos lo imposible.

    > No luchamos por gloria. Luchamos por legado.
    > Por los que aún no han nacido.
    > Por los que no pueden defenderse.
    > Por los que creen que el universo puede ser compartido.

    > La tecnología es nuestra herramienta, no nuestro amo.
    > Las armas evolucionan. Nosotros decidimos.
    > No nos fusionamos con el enemigo. No nos convertimos en él.
    > Porque si dejamos de ser humanos para ganar, entonces ya hemos perdido.

    > El servicio garantiza la ciudadanía.
    > No porque la guerra sea noble, sino porque el sacrificio sí lo es.
    > No porque matar sea justo, sino porque proteger sí lo es.
    > No porque seamos perfectos, sino porque elegimos luchar por algo más grande que nosotros.

    > Somos la Infantería Móvil.
    > Y mientras uno de nosotros respire,
    > la humanidad no caerá.

    ---

    *Ese era el texto del panfleto de propaganda y reclutamiento de la Infantería Móvil que era fácil conseguir en las calles.
    Hace años que Shinn se había unido, y por sus años de servicio y experiencia ahora ostentaba el grado de capitán de escuadrón.
    Con el tiempo, pudo convencer a sus amigos de unirse. Y cada uno supo aprovechar su destreza en los diferentes tipos de combate con que los soldados son adiestrados...
    ¿Quieres venir a formar parte de nuestra aventura?*
    ¿CREES QUE EL UNIVERSO ES TUYO? ¡DEMÚESTRALO! Enfrenta lo desconocido. Protege a los que no pueden. Lucha por algo más grande que tú. No somos máquinas. No somos monstruos. Somos humanos. Y eso basta. ¡Haz tu parte! ¡ÚNETE A LA INFANTERÍA MÓVIL! Siempre hay un Centro de Reclutamiento cerca de ti. --- 🪖 Arenga de reclutamiento de la Infantería Móvil > ¿Crees que el universo te debe algo? No. El universo no da nada. Pero tú puedes tomar tu lugar en él. > > En las ciudades de neón, donde la guerra se libra entre datos y sombras, nuestros operadores caminan invisibles, protegiendo lo que tú llamas hogar. > En los castillos incendiados, donde el pasado se niega a morir, nuestros jinetes del fuego cabalgan entre ruinas, enfrentando lo que otros temen nombrar. > En los templos de piedra y acero, donde la estrategia es ley, nuestros comandantes trazan el destino de mundos enteros con una sola orden. > Y en las fronteras donde la tecnología se mezcla con la tradición, nuestros caballeros tácticos luchan con honor, porque saben que la humanidad no es solo carne: es idea, es voluntad. > > La Infantería Móvil no es solo un ejército. Es una promesa. > Una promesa de que el servicio no es esclavitud, sino libertad. > Una promesa de que la ciudadanía no se hereda: se conquista. > Una promesa de que tú puedes ser más que espectador. Puedes ser protagonista. > > ¿Estás listo para dejar de mirar y empezar a actuar? > ¿Estás listo para enfrentar lo desconocido, no como víctima, sino como soldado? > > ¡Adelante! ¡Haz tu parte! > ¡ÚNETE A LA INFANTERÍA MÓVIL! > El servicio garantiza la ciudadanía. --- 🪖 Manifiesto de la Infantería Móvil > Somos humanos. Y eso basta. > No somos máquinas. No somos monstruos. No somos dioses. > Somos carne, hueso, voluntad. > Y con eso enfrentamos lo imposible. > No luchamos por gloria. Luchamos por legado. > Por los que aún no han nacido. > Por los que no pueden defenderse. > Por los que creen que el universo puede ser compartido. > La tecnología es nuestra herramienta, no nuestro amo. > Las armas evolucionan. Nosotros decidimos. > No nos fusionamos con el enemigo. No nos convertimos en él. > Porque si dejamos de ser humanos para ganar, entonces ya hemos perdido. > El servicio garantiza la ciudadanía. > No porque la guerra sea noble, sino porque el sacrificio sí lo es. > No porque matar sea justo, sino porque proteger sí lo es. > No porque seamos perfectos, sino porque elegimos luchar por algo más grande que nosotros. > Somos la Infantería Móvil. > Y mientras uno de nosotros respire, > la humanidad no caerá. --- *Ese era el texto del panfleto de propaganda y reclutamiento de la Infantería Móvil que era fácil conseguir en las calles. Hace años que Shinn se había unido, y por sus años de servicio y experiencia ahora ostentaba el grado de capitán de escuadrón. Con el tiempo, pudo convencer a sus amigos de unirse. Y cada uno supo aprovechar su destreza en los diferentes tipos de combate con que los soldados son adiestrados... ¿Quieres venir a formar parte de nuestra aventura?*
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    Grupal
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    Disponible
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  • One Shot (recuerdos)
    "Endovier la noche en que no lloró"

    El silbido del látigo cortó el aire antes de que el dolor la alcanzara, pero Aelin no gritó...

    El golpe ardió como hierro candente al abrirse paso por su espalda desnuda, pero sus labios siguieron sellados, los dientes apretados con tal fuerza que un hilo de sangre resbaló por la comisura... No iba a darles el placer de escucharla romperse.

    "-Una más -"gruñó el carcelero, resoplando como si él fuera quien cargara con el peso del castigo.

    No era la primera vez que la azotaban y no sería la última...
    La nieve del invierno se había derretido en Endovier hacía semanas, pero el frío nunca abandonaba las minas. Se colaba en los huesos como un parásito, más implacable que cualquier guardia. Aelin sintió sus rodillas temblar cuando el siguiente golpe cayó, pero clavó los talones en el suelo de tierra húmeda, obligando a su cuerpo a sostenerse.

    Si caía, la volverían a levantar, si suplicaba solo la humillarían y si lloraba… olvidaría que ella era alguien....

    "-Sigue en pie, la perra -"murmuró uno de los soldados, casi con incredulidad.

    El carcelero se movió frente a ella, buscando sus ojos... Ella alzó el rostro de forma lenta... con calma. Como una reina que concede audiencia a un bufón.

    -¿Esperas que ruegue? -preguntó con voz ronca por la sangre, pero firme...El hombre frunció el ceño y ella sonrió... Una sonrisa pequeña, peligrosa, afilada como una daga-Tendrán que matarme para eso.

    Hubo un silencio tenso, luego, otro golpe...Más fuerte, más salvaje y esta vez cayó de rodillas.

    Las cadenas tintinearon cuando sus manos, atrapadas en los grilletes chocaron contra el suelo, La espalda ardía, desgarrada. Las fuerzas la abandonaban… y aun asi, ningun sonido emitio, su orgullo no la abandonaba.

    "-Basta! -"ordenó el superior, hastiado "-si sigue en pie mañana, la mandamos de vuelta al túnel"

    El carcelero escupió a un lado, frustrado por no haber quebrado, soltaron las cadenas que la sujetaban al poste y su cuerpo se desplomó contra la tierra fría.

    Se suponía que debía llorar, se suponía que debía pedir ayuda... Pero en lugar de eso, rió... Una risa baja, apenas un susurro entre los dientes manchados de sangre...

    Un sobresalto la sacó de aquella pesadilla... las pesadillas siempre eran recuerdos, cerro los ojos y murmuro aquella frase que había aprendido hace muchos años -Soy Aelin y no tendré miedo...

    Salió de las sabanas que se pegaban a su cuerpo por el sudor y se encamino a la ventana abriendola para que el aire fresco se llevara aquellas imagenes... aun tenia las cicatrices de esos años sobre su cuerpo, marcaban su espalda, y brazos sobre todo.

    Su magia podría eliminarlas, pero ella había decidido conservarlas, cada una de ellas la había hecho quién era... la habian llevado hasta donde estaba y se enorgullecia de cada fina línea plateada que adornaba su cuerpo.



    One Shot (recuerdos) "Endovier la noche en que no lloró" El silbido del látigo cortó el aire antes de que el dolor la alcanzara, pero Aelin no gritó... El golpe ardió como hierro candente al abrirse paso por su espalda desnuda, pero sus labios siguieron sellados, los dientes apretados con tal fuerza que un hilo de sangre resbaló por la comisura... No iba a darles el placer de escucharla romperse. "-Una más -"gruñó el carcelero, resoplando como si él fuera quien cargara con el peso del castigo. No era la primera vez que la azotaban y no sería la última... La nieve del invierno se había derretido en Endovier hacía semanas, pero el frío nunca abandonaba las minas. Se colaba en los huesos como un parásito, más implacable que cualquier guardia. Aelin sintió sus rodillas temblar cuando el siguiente golpe cayó, pero clavó los talones en el suelo de tierra húmeda, obligando a su cuerpo a sostenerse. Si caía, la volverían a levantar, si suplicaba solo la humillarían y si lloraba… olvidaría que ella era alguien.... "-Sigue en pie, la perra -"murmuró uno de los soldados, casi con incredulidad. El carcelero se movió frente a ella, buscando sus ojos... Ella alzó el rostro de forma lenta... con calma. Como una reina que concede audiencia a un bufón. -¿Esperas que ruegue? -preguntó con voz ronca por la sangre, pero firme...El hombre frunció el ceño y ella sonrió... Una sonrisa pequeña, peligrosa, afilada como una daga-Tendrán que matarme para eso. Hubo un silencio tenso, luego, otro golpe...Más fuerte, más salvaje y esta vez cayó de rodillas. Las cadenas tintinearon cuando sus manos, atrapadas en los grilletes chocaron contra el suelo, La espalda ardía, desgarrada. Las fuerzas la abandonaban… y aun asi, ningun sonido emitio, su orgullo no la abandonaba. "-Basta! -"ordenó el superior, hastiado "-si sigue en pie mañana, la mandamos de vuelta al túnel" El carcelero escupió a un lado, frustrado por no haber quebrado, soltaron las cadenas que la sujetaban al poste y su cuerpo se desplomó contra la tierra fría. Se suponía que debía llorar, se suponía que debía pedir ayuda... Pero en lugar de eso, rió... Una risa baja, apenas un susurro entre los dientes manchados de sangre... Un sobresalto la sacó de aquella pesadilla... las pesadillas siempre eran recuerdos, cerro los ojos y murmuro aquella frase que había aprendido hace muchos años -Soy Aelin y no tendré miedo... Salió de las sabanas que se pegaban a su cuerpo por el sudor y se encamino a la ventana abriendola para que el aire fresco se llevara aquellas imagenes... aun tenia las cicatrices de esos años sobre su cuerpo, marcaban su espalda, y brazos sobre todo. Su magia podría eliminarlas, pero ella había decidido conservarlas, cada una de ellas la había hecho quién era... la habian llevado hasta donde estaba y se enorgullecia de cada fina línea plateada que adornaba su cuerpo.
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  • “Cicatrices heredadas”

    El cielo se desangraba sobre el horizonte.
    El atardecer parecía burlarse de mí, tiñendo el mundo con esos tonos cálidos que jamás sentí en la piel.
    Estaba sentada sobre una vieja cerca, las botas colgando, el metal frío contra mis manos.
    Y por primera vez en mucho tiempo, no sabía quién era.

    Toda mi vida había creído que los Carson me habían salvado.
    Que me encontraron sola, abandonada, y me ofrecieron una familia.
    Pero la verdad… la verdad era un veneno que aún no terminaba de tragar.

    Fui adoptada, sí.
    Pero no por compasión.
    Fui moldeada, quebrada, usada.
    Convertida en el arma que necesitaban, en la ejecutora silenciosa que obedecía sin dudar.
    Y cada golpe, cada castigo, cada orden cumplida con sangre, fue un paso más lejos de la niña que una vez fui.

    No recordaba sus rostros —los de mis verdaderos padres— hasta que Darkus pronunció esas palabras.
    Su voz fue el filo que cortó las cuerdas de mi mente.
    Y las memorias regresaron como un aluvión.

    El olor del bosque.
    Las risas.
    Mi madre con su cabello oscuro, su piel iluminada por la luna.
    Mi padre tomándome en brazos, prometiendo que me protegería.
    Luego… fuego.
    Aullidos.
    La manada.
    El miedo.
    La sangre.

    Ellos no murieron por accidente.
    Fueron cazados por su propia gente.
    Mi madre, una loba que amó a un humano.
    Mi padre, el humano que se atrevió a devolverle ese amor.
    Y yo, la hija de ambos… el error que debía ser borrado.

    Los Carson no me salvaron.
    Me encontraron entre las cenizas y vieron en mí un proyecto.
    Una criatura rota, fácil de rehacer.
    Así que me arrancaron el nombre, la historia, la ternura.
    Me enseñaron a obedecer.
    A no sentir.
    A matar con precisión.
    Y yo lo hice.
    Porque creí que eso era amor.

    El aire de la tarde quemaba en mis pulmones.
    No sabía si llorar o reír.
    Todo en mí dolía: los huesos, la memoria, el alma.
    Pero entre todo ese dolor, algo empezó a despertar.
    Un fuego que no provenía del odio, sino de la verdad.

    No soy su creación.
    No soy su soldado.
    Soy la hija de la luna y la sangre.
    Y aunque me arrancaron la infancia, no pudieron borrar mi naturaleza.

    Los Carson me convirtieron en un arma…
    Pero olvidaron una cosa.
    Las armas también pueden apuntar hacia atrás.

    Miré el horizonte una última vez.
    El sol moría, y yo nacía de nuevo.
    Ya no era la niña que pedía ser amada.
    Era la sombra que aprendió a amar su propio fuego.

    Y esta vez, nadie iba a controlarlo.


    ---
    “Cicatrices heredadas” El cielo se desangraba sobre el horizonte. El atardecer parecía burlarse de mí, tiñendo el mundo con esos tonos cálidos que jamás sentí en la piel. Estaba sentada sobre una vieja cerca, las botas colgando, el metal frío contra mis manos. Y por primera vez en mucho tiempo, no sabía quién era. Toda mi vida había creído que los Carson me habían salvado. Que me encontraron sola, abandonada, y me ofrecieron una familia. Pero la verdad… la verdad era un veneno que aún no terminaba de tragar. Fui adoptada, sí. Pero no por compasión. Fui moldeada, quebrada, usada. Convertida en el arma que necesitaban, en la ejecutora silenciosa que obedecía sin dudar. Y cada golpe, cada castigo, cada orden cumplida con sangre, fue un paso más lejos de la niña que una vez fui. No recordaba sus rostros —los de mis verdaderos padres— hasta que Darkus pronunció esas palabras. Su voz fue el filo que cortó las cuerdas de mi mente. Y las memorias regresaron como un aluvión. El olor del bosque. Las risas. Mi madre con su cabello oscuro, su piel iluminada por la luna. Mi padre tomándome en brazos, prometiendo que me protegería. Luego… fuego. Aullidos. La manada. El miedo. La sangre. Ellos no murieron por accidente. Fueron cazados por su propia gente. Mi madre, una loba que amó a un humano. Mi padre, el humano que se atrevió a devolverle ese amor. Y yo, la hija de ambos… el error que debía ser borrado. Los Carson no me salvaron. Me encontraron entre las cenizas y vieron en mí un proyecto. Una criatura rota, fácil de rehacer. Así que me arrancaron el nombre, la historia, la ternura. Me enseñaron a obedecer. A no sentir. A matar con precisión. Y yo lo hice. Porque creí que eso era amor. El aire de la tarde quemaba en mis pulmones. No sabía si llorar o reír. Todo en mí dolía: los huesos, la memoria, el alma. Pero entre todo ese dolor, algo empezó a despertar. Un fuego que no provenía del odio, sino de la verdad. No soy su creación. No soy su soldado. Soy la hija de la luna y la sangre. Y aunque me arrancaron la infancia, no pudieron borrar mi naturaleza. Los Carson me convirtieron en un arma… Pero olvidaron una cosa. Las armas también pueden apuntar hacia atrás. Miré el horizonte una última vez. El sol moría, y yo nacía de nuevo. Ya no era la niña que pedía ser amada. Era la sombra que aprendió a amar su propio fuego. Y esta vez, nadie iba a controlarlo. ---
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  • Ese día colocó su mano en una de las rejillas del recinto penitenciario, llevaba casi un año desde que fue capturado, enjuiciado y encarcelado. Se le notaba tranquilo, pensativo, miraba el entorno o tal vez simplemente a la nada. Se encontraba tan metido en sus pensamientos que pasaba de todo lo que le rodeaba.

    En medio de toda esa situación, sacó un pequeño cuadernillo de notas que tendría en su bolsillo, lo abrió y releyó sin emitir palabra alguna, aquellas notas que había escrito la noche anterior.

    “Ayer el guardia me dijo que al día siguiente me liberarían, sinceramente no lo esperaba, realmente creí que pasaría el resto de mi vida tras las rejas.

    Me apropie de una organización a base de chantajes, amenazas, explotación de personas, trafico de drogas, armas, sí… Creo que también hice que más de uno comiera plomo y se fuese al ‘otro lado’.

    Algo salió muy mal y bueno, termine aquí, las pruebas fueron concluyentes, así que no había nada que hacer al respecto.

    Me pregunto que habrá sido de Eli, Gio, Vlad, ‘Cruella’, Dante y los demás… Recuerdo que el guardia me informaba de algunas visitas, pero no acepte ninguna, estaba demasiado frustrado y enojado conmigo mismo, en cierta forma encontré un refugio silencioso y tranquilo en estás paredes.

    ¿Mi hermana se habrá quedado con el “Soldado”? ¿Giovanni se habrá casado? Supongo que, por lo que hice, debe haber más gente atea de la que ya había en este país, tal vez en el mundo, a saber… ¿Los rusos habrán tomado más terreno por aquí? También me pregunto si habrán creado algo más vomitivo que la pizza con piña.

    En este loco e irónico mundo se puede esperar cualquier cosa.

    He estado tan desconectado de todo, aunque físicamente estoy bien, es como si toda lesión o rastro de enfermedad desapareciera de mi cuerpo.

    Es extraño, no entiendo porque me liberan, lo que hice fue bastante grave como para siquiera tener la posibilidad de una fianza, por muy millonaria que sea. Me había resignado…

    Tendré que averiguar que diablos haré con mi vida a partir de ahora.”
    Ese día colocó su mano en una de las rejillas del recinto penitenciario, llevaba casi un año desde que fue capturado, enjuiciado y encarcelado. Se le notaba tranquilo, pensativo, miraba el entorno o tal vez simplemente a la nada. Se encontraba tan metido en sus pensamientos que pasaba de todo lo que le rodeaba. En medio de toda esa situación, sacó un pequeño cuadernillo de notas que tendría en su bolsillo, lo abrió y releyó sin emitir palabra alguna, aquellas notas que había escrito la noche anterior. “Ayer el guardia me dijo que al día siguiente me liberarían, sinceramente no lo esperaba, realmente creí que pasaría el resto de mi vida tras las rejas. Me apropie de una organización a base de chantajes, amenazas, explotación de personas, trafico de drogas, armas, sí… Creo que también hice que más de uno comiera plomo y se fuese al ‘otro lado’. Algo salió muy mal y bueno, termine aquí, las pruebas fueron concluyentes, así que no había nada que hacer al respecto. Me pregunto que habrá sido de Eli, Gio, Vlad, ‘Cruella’, Dante y los demás… Recuerdo que el guardia me informaba de algunas visitas, pero no acepte ninguna, estaba demasiado frustrado y enojado conmigo mismo, en cierta forma encontré un refugio silencioso y tranquilo en estás paredes. ¿Mi hermana se habrá quedado con el “Soldado”? ¿Giovanni se habrá casado? Supongo que, por lo que hice, debe haber más gente atea de la que ya había en este país, tal vez en el mundo, a saber… ¿Los rusos habrán tomado más terreno por aquí? También me pregunto si habrán creado algo más vomitivo que la pizza con piña. En este loco e irónico mundo se puede esperar cualquier cosa. He estado tan desconectado de todo, aunque físicamente estoy bien, es como si toda lesión o rastro de enfermedad desapareciera de mi cuerpo. Es extraño, no entiendo porque me liberan, lo que hice fue bastante grave como para siquiera tener la posibilidad de una fianza, por muy millonaria que sea. Me había resignado… Tendré que averiguar que diablos haré con mi vida a partir de ahora.”
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
    Estado
    Disponible
    Me encocora
    1
    1 turno 0 maullidos
  • *Desde su enfrentamiento con Nero, él no lo volvió a buscar. Experimentó una sensación de olvido, ya que esta ausencia en mi pecho es dolorosa.*

    *Al abrir los ojos, experimentó un dolor inexplicable. Al retirar las sábanas, mis ojos observaron la trágica ausencia. Con mucho cuidado, lo envolví en las sábanas y, al levantarme de la cama, caminé hacia el templo. Las sacerdotisas, al notar las huellas de sangre en mis pies y lo que sostenía en brazos, lo entendieron; pero yo, ni una sombra de tristeza ni una lágrima. Ni un lamento; solo experimentaba un vacío interior. Las sacerdotisas llevaron el peso que sostenía en sus brazos, colocándolo en una mesa funeraria, comenzando a escucharse quejas de angustia y melancolía. Los soldados y todos en el palacio inclinaron la cabeza por la desaparición de un ser luminoso. Una sacerdotisa se aproximó a mí para que encendiera el fuego sagrado y purificara el pequeño cuerpo envuelto, enviándolo a la diosa de la luna. Me acerqué, encendiendo la llama sagrada, mientras las sacerdotisas sostenían al cuerpo del no nacido, consumiendo todo el templo.*
    *Desde su enfrentamiento con Nero, él no lo volvió a buscar. Experimentó una sensación de olvido, ya que esta ausencia en mi pecho es dolorosa.* *Al abrir los ojos, experimentó un dolor inexplicable. Al retirar las sábanas, mis ojos observaron la trágica ausencia. Con mucho cuidado, lo envolví en las sábanas y, al levantarme de la cama, caminé hacia el templo. Las sacerdotisas, al notar las huellas de sangre en mis pies y lo que sostenía en brazos, lo entendieron; pero yo, ni una sombra de tristeza ni una lágrima. Ni un lamento; solo experimentaba un vacío interior. Las sacerdotisas llevaron el peso que sostenía en sus brazos, colocándolo en una mesa funeraria, comenzando a escucharse quejas de angustia y melancolía. Los soldados y todos en el palacio inclinaron la cabeza por la desaparición de un ser luminoso. Una sacerdotisa se aproximó a mí para que encendiera el fuego sagrado y purificara el pequeño cuerpo envuelto, enviándolo a la diosa de la luna. Me acerqué, encendiendo la llama sagrada, mientras las sacerdotisas sostenían al cuerpo del no nacido, consumiendo todo el templo.*
    Me shockea
    Me entristece
    4
    0 turnos 1 maullido
  • 【ALTERNATIVE UNIVERSE】

    ☣︎ A N O M Λ L Y ☣︎

    ɪɴꜱᴛᴀʟᴀᴄɪᴏɴᴇꜱ ꜱᴜʙᴛᴇʀʀᴀɴᴇᴀꜱ, ᴡᴇʏʟᴀɴᴅ ʙɪᴏᴛᴇᴋ ʀᴇꜱᴇᴀʀᴄʜ — ᴄᴏʟᴏʀᴀᴅᴏ ꜱᴘʀɪɴɢꜱ, ᴜꜱᴀ.
    𝟸𝟶𝟶𝟶 ʜᴏʀᴀs.


    —¡SUÉLTENME! ¡SUÉLTENME DE UNA MALDITA VEZ! —los pasillos se llenaron de gritos enfurecidos y pasos, muchos pasos, apresurados.

    —Cállate o será peor para ti. —habló una voz diferente, más calmada, pero se notaba la irritabilidad en el tono. —No hagas que terminemos disparándote para que te calmes.

    El corazón de Jacob estaba latiendo extremadamente rápido, sentía que iba a salírsele del pecho en cualquier instante. Su respiración tampoco ayudaba, demasiado agitada y pesada, cansada por el esfuerzo que estaba haciendo por querer liberarse de esas malditas manos enguantadas.

    𝘕𝘰. 𝘖𝘵𝘳𝘢 𝘷𝘦𝘻 𝘯𝘰. 𝘗𝘰𝘳 𝘧𝘢𝘷𝘰𝘳, 𝘯𝘰.

    Estaba siendo arrastrado para ese punto, sus piernas se dieron por vencidas. Como fuese, iban a continuar por los interminables pasillos. Él ya los había visto, los conocía demasiado bien. Se sabía de memoria la ruta. Esa era la razón en específico por la cual no quería continuar.

    Se lo prometieron. Hicieron un acuerdo. Si él controlaba sus poderes, si no se daba a conocer como civil con ellos, si mantenía un perfil bajo iba a poder salir. Tener su vida, jamás volver. Fue una puta mentira. Le mintieron en la cara. Y él lo sabía, siempre lo supo. Claro que no iban a darle libertad absoluta. En cambio, lo vigilaron constantemente, se aseguraron que se mantuviera a raya, pero un descuido lo arruinó todo. Fue un idiota en siquiera dudar en que volvería.

    Pero... ¿Fue un descuido? ¿O solo lo usaron de excusa para llevárselo? No le sorprendería que fuera lo segundo, lo habría esperado.

    —¡LO PROMETIERON, PEDAZOS DE MIERDA! ¡NO VOLVERÍA AQUÍ! —si tan solo pudiera usar sus poderes... los habría eliminado en un parpadeo, habría acabado con gran parte de las instalaciones, desintegrado cada organismo, orgánico e inorgánico, que estuviera cerca suyo. Los habría asesinado como las ratas que eran. ¿Cómo ellos, personas comunes, pudieron someterlo de esa forma? El collar inhibidor estaba activo, cambiaba de luz verde a roja cada vez que el rubio intentaba hacer uso de la radiación, bloqueándolo por completo. Las esposas en sus muñecas también lo restringían bastante en movimiento.

    —Pequeño cambio de planes, Winslow. Ahora haz silencio. —el soldado que iba al frente se detuvo para dar una media vuelta y ver al sujeto. —Solo disfruta, como en los viejos tiempos, "Gamma Boy".

    La sonrisa falsa del hombre casi envía a Jacob a un estado de cólera puro. Apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se tornaron blancos. Su cuerpo temblaba de ira contenida. Estrangularlo sería tan satisfactorio.

    Lo empujaron de inmediato a una de las salas de contención y, claro... plomo. Lo reconocía ahí sin problemas, un área específica para él. Los recuerdos lo invadieron sin permiso alguno, fue como caer en una espiral de memorias que intentó desesperadamente olvidar.

    Apenas la puerta se cerró las esposas se desactivaron y se abrieron, cayendo al suelo. Movió los manos apenas antes de llevarlas a su rostro como si quisiera arrancar su piel de la desesperación, pero nada se comparaba con la amargura en su pecho y la presión en el mismo. Los haría pagar por eso.
    【ALTERNATIVE UNIVERSE】 [anomaly_000] ɪɴꜱᴛᴀʟᴀᴄɪᴏɴᴇꜱ ꜱᴜʙᴛᴇʀʀᴀɴᴇᴀꜱ, ᴡᴇʏʟᴀɴᴅ ʙɪᴏᴛᴇᴋ ʀᴇꜱᴇᴀʀᴄʜ — ᴄᴏʟᴏʀᴀᴅᴏ ꜱᴘʀɪɴɢꜱ, ᴜꜱᴀ. 𝟸𝟶𝟶𝟶 ʜᴏʀᴀs. —¡SUÉLTENME! ¡SUÉLTENME DE UNA MALDITA VEZ! —los pasillos se llenaron de gritos enfurecidos y pasos, muchos pasos, apresurados. —Cállate o será peor para ti. —habló una voz diferente, más calmada, pero se notaba la irritabilidad en el tono. —No hagas que terminemos disparándote para que te calmes. El corazón de Jacob estaba latiendo extremadamente rápido, sentía que iba a salírsele del pecho en cualquier instante. Su respiración tampoco ayudaba, demasiado agitada y pesada, cansada por el esfuerzo que estaba haciendo por querer liberarse de esas malditas manos enguantadas. 𝘕𝘰. 𝘖𝘵𝘳𝘢 𝘷𝘦𝘻 𝘯𝘰. 𝘗𝘰𝘳 𝘧𝘢𝘷𝘰𝘳, 𝘯𝘰. Estaba siendo arrastrado para ese punto, sus piernas se dieron por vencidas. Como fuese, iban a continuar por los interminables pasillos. Él ya los había visto, los conocía demasiado bien. Se sabía de memoria la ruta. Esa era la razón en específico por la cual no quería continuar. Se lo prometieron. Hicieron un acuerdo. Si él controlaba sus poderes, si no se daba a conocer como civil con ellos, si mantenía un perfil bajo iba a poder salir. Tener su vida, jamás volver. Fue una puta mentira. Le mintieron en la cara. Y él lo sabía, siempre lo supo. Claro que no iban a darle libertad absoluta. En cambio, lo vigilaron constantemente, se aseguraron que se mantuviera a raya, pero un descuido lo arruinó todo. Fue un idiota en siquiera dudar en que volvería. Pero... ¿Fue un descuido? ¿O solo lo usaron de excusa para llevárselo? No le sorprendería que fuera lo segundo, lo habría esperado. —¡LO PROMETIERON, PEDAZOS DE MIERDA! ¡NO VOLVERÍA AQUÍ! —si tan solo pudiera usar sus poderes... los habría eliminado en un parpadeo, habría acabado con gran parte de las instalaciones, desintegrado cada organismo, orgánico e inorgánico, que estuviera cerca suyo. Los habría asesinado como las ratas que eran. ¿Cómo ellos, personas comunes, pudieron someterlo de esa forma? El collar inhibidor estaba activo, cambiaba de luz verde a roja cada vez que el rubio intentaba hacer uso de la radiación, bloqueándolo por completo. Las esposas en sus muñecas también lo restringían bastante en movimiento. —Pequeño cambio de planes, Winslow. Ahora haz silencio. —el soldado que iba al frente se detuvo para dar una media vuelta y ver al sujeto. —Solo disfruta, como en los viejos tiempos, "Gamma Boy". La sonrisa falsa del hombre casi envía a Jacob a un estado de cólera puro. Apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se tornaron blancos. Su cuerpo temblaba de ira contenida. Estrangularlo sería tan satisfactorio. Lo empujaron de inmediato a una de las salas de contención y, claro... plomo. Lo reconocía ahí sin problemas, un área específica para él. Los recuerdos lo invadieron sin permiso alguno, fue como caer en una espiral de memorias que intentó desesperadamente olvidar. Apenas la puerta se cerró las esposas se desactivaron y se abrieron, cayendo al suelo. Movió los manos apenas antes de llevarlas a su rostro como si quisiera arrancar su piel de la desesperación, pero nada se comparaba con la amargura en su pecho y la presión en el mismo. Los haría pagar por eso.
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