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    Esta semana, 11 personajes 3D han sido eliminados de FicRol, ya sea por decisión propia o por inactividad.
    Siempre es triste ver partir a parte de nuestra comunidad, pero agradecemos el tiempo y las historias que compartieron con nosotros.

    Recordad que, si necesitáis ausentaros durante un tiempo pero pensáis regresar, podéis activar el modo hiatus.
    De esta forma, vuestro personaje quedará reservado y os esperará a la vuelta.

    Las puertas de FicRol siempre permanecen abiertas para quienes decidan volver.
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
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    ¡𝘕𝘦𝘤𝘦𝘴𝘪𝘵𝘢𝘮𝘰𝘴 𝘷𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘢 𝘢𝘺𝘶𝘥𝘢, 𝘷𝘦𝘭𝘰𝘤𝘪𝘴𝘵𝘢!
    𝘗𝘶𝘦𝘥𝘦𝘴 𝘶𝘯𝘪𝘳𝘵𝘦 𝘢𝘭 𝘧𝘢𝘯𝘥𝘰𝘮 𝘥𝘦 𝘚𝘰𝘯𝘪𝘤 𝘤𝘳𝘦𝘢𝘯𝘥𝘰𝘵𝘦 𝘶𝘯 𝘱𝘦𝘳𝘴𝘰𝘯𝘢𝘫𝘦 𝘥𝘦𝘴𝘢𝘱𝘢𝘳𝘦𝘤𝘪𝘥𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘭𝘪𝘴𝘵𝘢
    ¿¡Que esperas!?

    𝐏𝐄𝐑𝐒𝐎𝐍𝐀𝐉𝐄𝐒 𝐄𝐍𝐂𝐎𝐍𝐓𝐑𝐀𝐃𝐎𝐒:
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    🇷 🇴 🇺 🇬 🇪 - 🇱 🇦 - 🇲 🇺 🇷 🇨 🇮 🇪 🇱 🇦 🇬 🇴
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    𝐏𝐄𝐑𝐒𝐎𝐍𝐀𝐉𝐄𝐒 𝐃𝐄𝐒𝐀𝐏𝐀𝐑𝐄𝐂𝐈𝐃𝐎𝐒:
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  • Claire no era la mejor en hacer regalos.
    Castiel no era el mejor en ningún tipo de convención social o sentimiento.
    Y la rubia todavía se sentía algo extraña en el tipo de relación, fuera cual fuera, que tenían entre ellos.
    Se juntaban el hambre con las ganas de comer.
    Aun así había visto aquellas velas en una tienda, juntas, y no sabia porque, o bueno, si, le había recordado a ellos. De modo que...

    — Feliz cumpleaños, Cass.
    Claire no era la mejor en hacer regalos. [FallenAngel18] no era el mejor en ningún tipo de convención social o sentimiento. Y la rubia todavía se sentía algo extraña en el tipo de relación, fuera cual fuera, que tenían entre ellos. Se juntaban el hambre con las ganas de comer. Aun así había visto aquellas velas en una tienda, juntas, y no sabia porque, o bueno, si, le había recordado a ellos. De modo que... — Feliz cumpleaños, Cass.
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  • 𝐋𝐚 𝐡𝐢𝐬𝐭𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐝𝐞 𝐌𝐮𝐦𝐲𝐨𝐮: 𝐞𝐥 "𝐒𝐢𝐧 𝐧𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞".

    Kurogiri Mumyou no siempre fue conocido por ese nombre. En su juventud, ingresó al Cuerpo de Exterminio con el entusiasmo de un guerrero convencido de que el sacrificio era un precio justo por la victoria. Tenía un escuadrón, camaradas con los que compartía entrenamientos, risas y el juramento de proteger la vida de los inocentes.

    Su primera misión importante los llevó a un pueblo montañoso, donde rumores hablaban de desapariciones nocturnas. El aire era espeso, y el silencio de la aldea, perturbador. Esa noche, la luna apenas iluminaba el sendero cuando el demonio apareció. Era más fuerte de lo que cualquier informe había advertido, un monstruo despiadado que parecía disfrutar prolongando el sufrimiento.

    La batalla fue rápida, brutal. Uno tras otro, sus compañeros fueron cayendo. El joven Kurogiri luchó con todas sus fuerzas, pero pronto comprendió que moriría igual que ellos. El instinto, o quizás el miedo, lo llevó a esconderse entre las sombras, aguardando un momento, una apertura. Allí, vio cómo sus amigos eran devorados, cómo gritaban sus nombres entre la oscuridad, rogando no ser olvidados.

    Cuando el demonio bajó la guardia, él emergió de su escondite. Con un golpe preciso, casi desesperado, logró herirlo lo suficiente para obligarlo a huir hacia la noche. Fue el único que quedó en pie.

    Al regresar, los superiores le preguntaron por lo sucedido. Le pidieron los nombres de los caídos, para registrar su sacrificio en los libros del Cuerpo. Fue entonces cuando ocurrió lo imperdonable: en medio de su trauma, de su dolor y de la adrenalina que aún le corría por las venas, Kurogiri no pudo recordar todos los nombres. Algunos se desvanecieron de su memoria como si nunca hubieran existido.

    Ese vacío lo destrozó más que la batalla misma. La idea de haber sobrevivido gracias al silencio, gracias a esconderse, mientras los demás murieron con dignidad… era un peso insoportable.

    Cuando le preguntaron por su propio nombre, respondió con voz quebrada:

    —Ellos murieron con nombre. Yo sigo vivo sin merecer el mío. Desde entonces, llámenme Mumyou… el que no merece ser recordado.

    Desde ese día, se convirtió en una figura sombría dentro del Cuerpo. Peleaba con fiereza, salvaba vidas, pero jamás buscó gloria. Rehuía los honores, las ceremonias, incluso los vínculos demasiado cercanos. Porque cada vez que alguien pronunciaba su nombre, él lo sentía vacío, un recordatorio de que estaba vivo gracias a las sombras y al olvido.

    El joven que una vez creyó en la justicia se transformó en el hombre que aprendió a vivir en silencio. Así nació Kurogiri Mumyou, el Pilar de la Sombra en ese entonces, marcado por la tragedia y por los nombres que no pudo recordar.
    𝐋𝐚 𝐡𝐢𝐬𝐭𝐨𝐫𝐢𝐚 𝐝𝐞 𝐌𝐮𝐦𝐲𝐨𝐮: 𝐞𝐥 "𝐒𝐢𝐧 𝐧𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞". Kurogiri Mumyou no siempre fue conocido por ese nombre. En su juventud, ingresó al Cuerpo de Exterminio con el entusiasmo de un guerrero convencido de que el sacrificio era un precio justo por la victoria. Tenía un escuadrón, camaradas con los que compartía entrenamientos, risas y el juramento de proteger la vida de los inocentes. Su primera misión importante los llevó a un pueblo montañoso, donde rumores hablaban de desapariciones nocturnas. El aire era espeso, y el silencio de la aldea, perturbador. Esa noche, la luna apenas iluminaba el sendero cuando el demonio apareció. Era más fuerte de lo que cualquier informe había advertido, un monstruo despiadado que parecía disfrutar prolongando el sufrimiento. La batalla fue rápida, brutal. Uno tras otro, sus compañeros fueron cayendo. El joven Kurogiri luchó con todas sus fuerzas, pero pronto comprendió que moriría igual que ellos. El instinto, o quizás el miedo, lo llevó a esconderse entre las sombras, aguardando un momento, una apertura. Allí, vio cómo sus amigos eran devorados, cómo gritaban sus nombres entre la oscuridad, rogando no ser olvidados. Cuando el demonio bajó la guardia, él emergió de su escondite. Con un golpe preciso, casi desesperado, logró herirlo lo suficiente para obligarlo a huir hacia la noche. Fue el único que quedó en pie. Al regresar, los superiores le preguntaron por lo sucedido. Le pidieron los nombres de los caídos, para registrar su sacrificio en los libros del Cuerpo. Fue entonces cuando ocurrió lo imperdonable: en medio de su trauma, de su dolor y de la adrenalina que aún le corría por las venas, Kurogiri no pudo recordar todos los nombres. Algunos se desvanecieron de su memoria como si nunca hubieran existido. Ese vacío lo destrozó más que la batalla misma. La idea de haber sobrevivido gracias al silencio, gracias a esconderse, mientras los demás murieron con dignidad… era un peso insoportable. Cuando le preguntaron por su propio nombre, respondió con voz quebrada: —Ellos murieron con nombre. Yo sigo vivo sin merecer el mío. Desde entonces, llámenme Mumyou… el que no merece ser recordado. Desde ese día, se convirtió en una figura sombría dentro del Cuerpo. Peleaba con fiereza, salvaba vidas, pero jamás buscó gloria. Rehuía los honores, las ceremonias, incluso los vínculos demasiado cercanos. Porque cada vez que alguien pronunciaba su nombre, él lo sentía vacío, un recordatorio de que estaba vivo gracias a las sombras y al olvido. El joven que una vez creyó en la justicia se transformó en el hombre que aprendió a vivir en silencio. Así nació Kurogiri Mumyou, el Pilar de la Sombra en ese entonces, marcado por la tragedia y por los nombres que no pudo recordar.
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    Está permitido: El contenido erótico o de alto impacto está permitido en FicRol, siempre que se difumine la imagen antes de publicarla.

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    Restricciones: No se permite contenido NSFW en starters, artículos, clasificados, sagas, foros* o lugares de rol (salas de chat)*. (*Excluye subforos personalizados y lugares de rol con moderadores propios).

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    Una vez termine de publicar la historia principal de Yukine y Lidica publicare una historia alterna donde los heroes han caido, pero de la oscuridad renace la esperanza:

    "El Legado

    Con el tiempo, Kael escribió un libro. No de hechizos. De memorias. Lo tituló “Crónicas del Olvido”, y en él narró la historia de Yukine y Lidica, de Sira, Tharos y Elen. No como héroes. Como personas que eligieron luchar cuando el mundo se rindió.

    El libro fue escondido en el Templo de la Luz Silente, junto al Amuleto. No para ser usado. Para ser recordado.

    Y cuando Kael desapareció, nadie lo buscó. Porque sabían que su historia… ya estaba completa."
    Una vez termine de publicar la historia principal de Yukine y Lidica publicare una historia alterna donde los heroes han caido, pero de la oscuridad renace la esperanza: "El Legado Con el tiempo, Kael escribió un libro. No de hechizos. De memorias. Lo tituló “Crónicas del Olvido”, y en él narró la historia de Yukine y Lidica, de Sira, Tharos y Elen. No como héroes. Como personas que eligieron luchar cuando el mundo se rindió. El libro fue escondido en el Templo de la Luz Silente, junto al Amuleto. No para ser usado. Para ser recordado. Y cuando Kael desapareció, nadie lo buscó. Porque sabían que su historia… ya estaba completa."
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  • {La mañana siguiente llegó con un dolor punzante que atravesaba la sien de Haku como si una espada estuviera hundida en su cráneo. Abrió los ojos lentamente, y lo primero que reconoció fue la sala de su hogar. Estaba en el suelo, con su cuerpo cansado, pero sana y salva en su hogar.
    No recordaba haber regresado. Lo último que tenía claro era el monstruo, el callejón, la magia consumiéndole cada fibra del cuerpo… y luego nada. Vacío.}

    {Intentó incorporarse, pero el mareo la obligó a quedarse recostada. Sentía sus músculos entumecidos, la garganta seca, y su magia… débil, apagada. Como si cada hechizo que había lanzado le hubiera drenado no solo energía, sino pedazos de sí misma. Siempre había sido así: desde pequeña, su poder no era un regalo sino una carga. Lo había descubierto en su infancia, ella sabía que su existencia era distinta. Mitad humana, mitad nekomata, jamás había pertenecido a ningún lado.}

    {Aquella noche en el callejón solo le había recordado lo frágil que era su límite. La magia que podía salvarla también era la misma que podía consumirla.}

    {Fue entonces cuando lo entendió. Si había despertado allí, a salvo, no era porque alguien más la hubiera llevado…
    Su espíritu híbrido. No la dejó morir. La rescató.}

    {El imponente caballo con cabeza de águila había sido quien la cargó, llevándola de regreso a su hogar.}

    {Haku ignoraba aún la verdad: no entendía por qué Puff había permanecido tanto tiempo ausente de su vida. Pero la razón era sencilla y cruel. Cuando un espíritu convive demasiado con un ser mortal—ya sea humano, nekomata o incluso una simple criatura del mundo terrenal—inevitablemente comienza a impregnarse de sus emociones. Lazos invisibles, frágiles y poderosos al mismo tiempo, nacen sin que nadie los desee. Y esos lazos, tan hermosos, son también cadenas que debilitan a un guardián.}

    {Puff lo sabía. Desde el principio comprendió que la pequeña nekomata jamás estaría a salvo, que su vida entera estaría marcada por la persecución de enemigos y el peligro. Si permanecía siempre a su lado, su fuerza iría debilitandose poco a poco, sofocada por los mismos sentimientos que lo ataban a ella. Por eso eligió apartarse, aunque su esencia anhelara vigilarla cada noche. Se alejó para no caer preso de esa fragilidad, para mantener intacto su poder. Porque llegado el día, cuando la muerte o la oscuridad se abalanzaran sobre Haku, él quería ser capaz de interponerse, incluso si eso significaba entregar su propia existencia.}

    {La distancia fue su sacrificio. Y en lo más profundo de su espíritu, Puff, podía llegar a amarla más de lo que un guardián debe amar a su protegida.}
    {La mañana siguiente llegó con un dolor punzante que atravesaba la sien de Haku como si una espada estuviera hundida en su cráneo. Abrió los ojos lentamente, y lo primero que reconoció fue la sala de su hogar. Estaba en el suelo, con su cuerpo cansado, pero sana y salva en su hogar. No recordaba haber regresado. Lo último que tenía claro era el monstruo, el callejón, la magia consumiéndole cada fibra del cuerpo… y luego nada. Vacío.} {Intentó incorporarse, pero el mareo la obligó a quedarse recostada. Sentía sus músculos entumecidos, la garganta seca, y su magia… débil, apagada. Como si cada hechizo que había lanzado le hubiera drenado no solo energía, sino pedazos de sí misma. Siempre había sido así: desde pequeña, su poder no era un regalo sino una carga. Lo había descubierto en su infancia, ella sabía que su existencia era distinta. Mitad humana, mitad nekomata, jamás había pertenecido a ningún lado.} {Aquella noche en el callejón solo le había recordado lo frágil que era su límite. La magia que podía salvarla también era la misma que podía consumirla.} {Fue entonces cuando lo entendió. Si había despertado allí, a salvo, no era porque alguien más la hubiera llevado… Su espíritu híbrido. No la dejó morir. La rescató.} {El imponente caballo con cabeza de águila había sido quien la cargó, llevándola de regreso a su hogar.} {Haku ignoraba aún la verdad: no entendía por qué Puff había permanecido tanto tiempo ausente de su vida. Pero la razón era sencilla y cruel. Cuando un espíritu convive demasiado con un ser mortal—ya sea humano, nekomata o incluso una simple criatura del mundo terrenal—inevitablemente comienza a impregnarse de sus emociones. Lazos invisibles, frágiles y poderosos al mismo tiempo, nacen sin que nadie los desee. Y esos lazos, tan hermosos, son también cadenas que debilitan a un guardián.} {Puff lo sabía. Desde el principio comprendió que la pequeña nekomata jamás estaría a salvo, que su vida entera estaría marcada por la persecución de enemigos y el peligro. Si permanecía siempre a su lado, su fuerza iría debilitandose poco a poco, sofocada por los mismos sentimientos que lo ataban a ella. Por eso eligió apartarse, aunque su esencia anhelara vigilarla cada noche. Se alejó para no caer preso de esa fragilidad, para mantener intacto su poder. Porque llegado el día, cuando la muerte o la oscuridad se abalanzaran sobre Haku, él quería ser capaz de interponerse, incluso si eso significaba entregar su propia existencia.} {La distancia fue su sacrificio. Y en lo más profundo de su espíritu, Puff, podía llegar a amarla más de lo que un guardián debe amar a su protegida.}
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    //Recordad que hoy cuando se suba el evento, serán enviadas las invitaciones. Sin embargo por ahora ando ausente por que es día de Storyboard.
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