Mistorioso ser
Había paz… pero de la frágil. De esa que se sostiene con clavos torcidos y rezos a medias. Heracles lo notó en cuanto pisó la aldea. Nadie gritaba. Nadie reía. Solo miradas bajadas y puertas entrecerradas. Ese silencio no era descanso. Era miedo.
Se quitó el manto, sacudido por la escarcha, y lo colgó en la viga del albergue. Su silueta imponente llenó el marco de la entrada mientras caminaba al fuego común. Nadie habló, pero más de un niño lo observó desde detrás de los brazos de sus madres.
Una anciana le ofreció pan. Él asintió, lo tomó con respeto y se sentó, sin palabra alguna. Su presencia no era ruidosa, pero pesaba como una promesa.
—Dicen que eres Heracles —murmuró un joven herrero, finalmente, desde una esquina—. Que derrotaste a la hidra… que has caminado por el Inframundo y vuelto.
Heracles alzó la mirada. Sus ojos no tenían soberbia. Solo cansancio, paciencia… y una voluntad inquebrantable.
—He hecho muchas cosas. Pero ahora estoy aquí. ¿Qué amenaza esta tierra?
Un anciano se aclaró la voz. —Hay algo… en los bosques. Algo que no teme ni al fuego ni al acero. Ha estado acechando el límite del valle. Nos quita animales. A uno le quitó el hijo.
El héroe asintió con calma. No pidió más detalles. Se puso de pie, y al tomar su maza, el silencio de la sala se hizo reverente. Él no necesitaba jactarse. Su sola decisión de ayudar hablaba más que cien gestas.
—Si aún vive, lo traeré. Si no... haré que no vuelva a ocurrir.
Caminó hacia la salida, la niebla empezando a abrirse con sus pasos.
Pero se detuvo.
Giró levemente la cabeza, como si hubiera notado algo. Alguien.
Sus ojos se clavaron en quien acababa de llegar. Un rostro nuevo entre tanta sombra.
—¿Tú también has venido a ayudar… o solo a mirar cómo me adentro solo en la oscuridad?
Su tono no fue hostil. Fue una invitación. Un reconocimiento.
Porque incluso los héroes más grandes saben cuándo compartir el peso de una causa.
Se quitó el manto, sacudido por la escarcha, y lo colgó en la viga del albergue. Su silueta imponente llenó el marco de la entrada mientras caminaba al fuego común. Nadie habló, pero más de un niño lo observó desde detrás de los brazos de sus madres.
Una anciana le ofreció pan. Él asintió, lo tomó con respeto y se sentó, sin palabra alguna. Su presencia no era ruidosa, pero pesaba como una promesa.
—Dicen que eres Heracles —murmuró un joven herrero, finalmente, desde una esquina—. Que derrotaste a la hidra… que has caminado por el Inframundo y vuelto.
Heracles alzó la mirada. Sus ojos no tenían soberbia. Solo cansancio, paciencia… y una voluntad inquebrantable.
—He hecho muchas cosas. Pero ahora estoy aquí. ¿Qué amenaza esta tierra?
Un anciano se aclaró la voz. —Hay algo… en los bosques. Algo que no teme ni al fuego ni al acero. Ha estado acechando el límite del valle. Nos quita animales. A uno le quitó el hijo.
El héroe asintió con calma. No pidió más detalles. Se puso de pie, y al tomar su maza, el silencio de la sala se hizo reverente. Él no necesitaba jactarse. Su sola decisión de ayudar hablaba más que cien gestas.
—Si aún vive, lo traeré. Si no... haré que no vuelva a ocurrir.
Caminó hacia la salida, la niebla empezando a abrirse con sus pasos.
Pero se detuvo.
Giró levemente la cabeza, como si hubiera notado algo. Alguien.
Sus ojos se clavaron en quien acababa de llegar. Un rostro nuevo entre tanta sombra.
—¿Tú también has venido a ayudar… o solo a mirar cómo me adentro solo en la oscuridad?
Su tono no fue hostil. Fue una invitación. Un reconocimiento.
Porque incluso los héroes más grandes saben cuándo compartir el peso de una causa.
Había paz… pero de la frágil. De esa que se sostiene con clavos torcidos y rezos a medias. Heracles lo notó en cuanto pisó la aldea. Nadie gritaba. Nadie reía. Solo miradas bajadas y puertas entrecerradas. Ese silencio no era descanso. Era miedo.
Se quitó el manto, sacudido por la escarcha, y lo colgó en la viga del albergue. Su silueta imponente llenó el marco de la entrada mientras caminaba al fuego común. Nadie habló, pero más de un niño lo observó desde detrás de los brazos de sus madres.
Una anciana le ofreció pan. Él asintió, lo tomó con respeto y se sentó, sin palabra alguna. Su presencia no era ruidosa, pero pesaba como una promesa.
—Dicen que eres Heracles —murmuró un joven herrero, finalmente, desde una esquina—. Que derrotaste a la hidra… que has caminado por el Inframundo y vuelto.
Heracles alzó la mirada. Sus ojos no tenían soberbia. Solo cansancio, paciencia… y una voluntad inquebrantable.
—He hecho muchas cosas. Pero ahora estoy aquí. ¿Qué amenaza esta tierra?
Un anciano se aclaró la voz. —Hay algo… en los bosques. Algo que no teme ni al fuego ni al acero. Ha estado acechando el límite del valle. Nos quita animales. A uno le quitó el hijo.
El héroe asintió con calma. No pidió más detalles. Se puso de pie, y al tomar su maza, el silencio de la sala se hizo reverente. Él no necesitaba jactarse. Su sola decisión de ayudar hablaba más que cien gestas.
—Si aún vive, lo traeré. Si no... haré que no vuelva a ocurrir.
Caminó hacia la salida, la niebla empezando a abrirse con sus pasos.
Pero se detuvo.
Giró levemente la cabeza, como si hubiera notado algo. Alguien.
Sus ojos se clavaron en quien acababa de llegar. Un rostro nuevo entre tanta sombra.
—¿Tú también has venido a ayudar… o solo a mirar cómo me adentro solo en la oscuridad?
Su tono no fue hostil. Fue una invitación. Un reconocimiento.
Porque incluso los héroes más grandes saben cuándo compartir el peso de una causa.
Tipo
Grupal
Líneas
Cualquier línea
Estado
Disponible
