PESADILLAS.

Thalya dormía en su cama aunque con su mano en el arma como si debiera protegerse de algo que no sabe.

Hasta que el rugido la alcanzó.

—¡Fuego! ¡Están cayendo sobre nosotros! ¡THALYA, CORRE! —

Pero no era su voz.

Era la de su padre.
Era el bosque.
Era ese amanecer que ya había vivido.
Solo que esta vez no lo vivía desde el cuartel. Esta vez, su cuerpo estaba en el pueblo.

Veía las casas arder. Veía la torre de la iglesia partirse en dos como una costilla rota.
Corría por calles que conocía como cicatrices.
Gritaba nombres.
El de su madre. El de su padre. El suyo.

—¡Papá! ¡Estoy aquí! ¡NO ENTRES A LA CASA! —

Pero él entraba igual. Como cada vez. Como si no la escuchara.

Y ella corría detrás, jadeando, con los pies descalzos sobre la grava caliente.
Y entonces lo veía. El cuerpo.
La mano aún apretando el fusil.
El cráneo abierto. Las paredes negras.
La muñeca de su madre entre cenizas.

Y lo peor no era la sangre.
Lo peor era que no estaba allí cuando pasó. Que no pudo salvarlos.

Entonces gritaba. No de dolor, de culpa.

—¡Tenía que haber estado allí! ¡TENÍA QUE ESTAR ALLÍ! —

Y despierta.

Con el corazón desbocado y la frente empapada.
PESADILLAS. Thalya dormía en su cama aunque con su mano en el arma como si debiera protegerse de algo que no sabe. Hasta que el rugido la alcanzó. —¡Fuego! ¡Están cayendo sobre nosotros! ¡THALYA, CORRE! — Pero no era su voz. Era la de su padre. Era el bosque. Era ese amanecer que ya había vivido. Solo que esta vez no lo vivía desde el cuartel. Esta vez, su cuerpo estaba en el pueblo. Veía las casas arder. Veía la torre de la iglesia partirse en dos como una costilla rota. Corría por calles que conocía como cicatrices. Gritaba nombres. El de su madre. El de su padre. El suyo. —¡Papá! ¡Estoy aquí! ¡NO ENTRES A LA CASA! — Pero él entraba igual. Como cada vez. Como si no la escuchara. Y ella corría detrás, jadeando, con los pies descalzos sobre la grava caliente. Y entonces lo veía. El cuerpo. La mano aún apretando el fusil. El cráneo abierto. Las paredes negras. La muñeca de su madre entre cenizas. Y lo peor no era la sangre. Lo peor era que no estaba allí cuando pasó. Que no pudo salvarlos. Entonces gritaba. No de dolor, de culpa. —¡Tenía que haber estado allí! ¡TENÍA QUE ESTAR ALLÍ! — Y despierta. Con el corazón desbocado y la frente empapada.
Me entristece
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