Ella extrañaba algo.
Una presencia sin forma, un eco sin origen, un perfume que jamás olió pero cuya ausencia sentía como una grieta invisible.
Caminaba entre los pasillos del tiempo con la certeza de que algo faltaba,
aunque no pudiera nombrarlo.
Era un vacío que no ardía, pero dolía.
Un temblor sutil en un hilo que aún no había cortado.
Le habían dicho que eso era extrañar.
Pero ¿cómo podía ella extrañar, si nunca había tenido?
Si sus dedos solo conocían el final.
Si su destino era cerrar puertas, no abrirlas.
Y sin embargo, lo sentía.
Un deseo callado.
El anhelo de unas manos que no conocía.
Una voz que nunca dijo su nombre,
pero que el universo parecía guardar celosamente para ella.
Una historia que no se le fue dada.
Un amor que quizás nunca existió.
Ella lo quería.
Aquello que otros llamaban amor,
aunque no sabía lo que era.
Lo había visto en los hilos que se entrelazaban, en cómo brillaban justo antes de romperse.
En la forma en que se resistían a su filo,
como si imploraran por un segundo más,
solo para seguir juntos.
Tal vez eso era el amor.
Esa terquedad dulce que se oponía incluso al destino.
Esa llama que ni siquiera ella, la que corta, podía extinguir del todo.
Y entonces lo comprendía, en su silencio antiguo: No necesitaba saber lo que era extrañar para sentirlo.
No necesitaba entender el amor para desearlo.
Porque incluso la que tejía los finales
podía estar hecha, en lo más profundo,
de la ausencia de todo lo que nunca tuvo.
Una presencia sin forma, un eco sin origen, un perfume que jamás olió pero cuya ausencia sentía como una grieta invisible.
Caminaba entre los pasillos del tiempo con la certeza de que algo faltaba,
aunque no pudiera nombrarlo.
Era un vacío que no ardía, pero dolía.
Un temblor sutil en un hilo que aún no había cortado.
Le habían dicho que eso era extrañar.
Pero ¿cómo podía ella extrañar, si nunca había tenido?
Si sus dedos solo conocían el final.
Si su destino era cerrar puertas, no abrirlas.
Y sin embargo, lo sentía.
Un deseo callado.
El anhelo de unas manos que no conocía.
Una voz que nunca dijo su nombre,
pero que el universo parecía guardar celosamente para ella.
Una historia que no se le fue dada.
Un amor que quizás nunca existió.
Ella lo quería.
Aquello que otros llamaban amor,
aunque no sabía lo que era.
Lo había visto en los hilos que se entrelazaban, en cómo brillaban justo antes de romperse.
En la forma en que se resistían a su filo,
como si imploraran por un segundo más,
solo para seguir juntos.
Tal vez eso era el amor.
Esa terquedad dulce que se oponía incluso al destino.
Esa llama que ni siquiera ella, la que corta, podía extinguir del todo.
Y entonces lo comprendía, en su silencio antiguo: No necesitaba saber lo que era extrañar para sentirlo.
No necesitaba entender el amor para desearlo.
Porque incluso la que tejía los finales
podía estar hecha, en lo más profundo,
de la ausencia de todo lo que nunca tuvo.
Ella extrañaba algo.
Una presencia sin forma, un eco sin origen, un perfume que jamás olió pero cuya ausencia sentía como una grieta invisible.
Caminaba entre los pasillos del tiempo con la certeza de que algo faltaba,
aunque no pudiera nombrarlo.
Era un vacío que no ardía, pero dolía.
Un temblor sutil en un hilo que aún no había cortado.
Le habían dicho que eso era extrañar.
Pero ¿cómo podía ella extrañar, si nunca había tenido?
Si sus dedos solo conocían el final.
Si su destino era cerrar puertas, no abrirlas.
Y sin embargo, lo sentía.
Un deseo callado.
El anhelo de unas manos que no conocía.
Una voz que nunca dijo su nombre,
pero que el universo parecía guardar celosamente para ella.
Una historia que no se le fue dada.
Un amor que quizás nunca existió.
Ella lo quería.
Aquello que otros llamaban amor,
aunque no sabía lo que era.
Lo había visto en los hilos que se entrelazaban, en cómo brillaban justo antes de romperse.
En la forma en que se resistían a su filo,
como si imploraran por un segundo más,
solo para seguir juntos.
Tal vez eso era el amor.
Esa terquedad dulce que se oponía incluso al destino.
Esa llama que ni siquiera ella, la que corta, podía extinguir del todo.
Y entonces lo comprendía, en su silencio antiguo: No necesitaba saber lo que era extrañar para sentirlo.
No necesitaba entender el amor para desearlo.
Porque incluso la que tejía los finales
podía estar hecha, en lo más profundo,
de la ausencia de todo lo que nunca tuvo.
