• A puertas cerradas, entre solo dos personas, se elabora lo que es probablemente más fuerte el "Coup d'État" fingiendo ser la pareja del año, son dos de las facciones más fuertes de todo el lugar, listos no solo para derrocar, si no para matar a todos aquellos que están a favor de la interminable guerra, de las divisiones y los intereses personales.

    Él estaba listo para ser el monstruo.
    Ella, la nueva Reina.

    A puertas cerradas, entre solo dos personas, se elabora lo que es probablemente más fuerte el "Coup d'État" fingiendo ser la pareja del año, son dos de las facciones más fuertes de todo el lugar, listos no solo para derrocar, si no para matar a todos aquellos que están a favor de la interminable guerra, de las divisiones y los intereses personales. Él estaba listo para ser el monstruo. Ella, la nueva Reina.
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  • / Hidra .. cuidad de Grecia
    Año 1998

    " El sol recién se oculta, poco a poco el cielo oscurece y es iluminado por estrellas, sobre las aguas del mar se refleja una hermosa luna llena, caminando a paso tranquilo el Basilio Zet lleva en su diestra una copa de cristal y en su izquierda un cuerno con una extraña joya roja en la punta, no era otra cosa mas que un recipiente para el vino, como siempre caminaba solo, descalzo, sin camisa y con un pantalón de tela ligera en color blanco, el colgante de joyas doradas en su cuello emite una luz brillante en cada paso que el varón da, no es su propia luz, es el reflejo de la luna, hoy estaba más radiante que nunca, el viento sopla con algo de fuerza, el varón retira la amarra que sostiene su cabello y lo deja libre, ha crecido bastante, llegando a su cintura, sacude su cabeza, observa los cangrejos escapar de él cuando al caminar se les acerca, sigue su paso buscando un lugar distante, un lugar tranquilo, el Basilio es extraño, tiene por gusto pasar tiempo solo, habiendo caminado bastante se alejo de todo ser humano que pudiera llegar a él, al mirar al frente vio una roca grande que sobresalía de la arena, un lugar agradable donde podía recostarse y mirar el mar, el cielo y pensar un poco sobre todo el porvenir, al llegar algo le causó curiosidad, había un montón de maderos secos, rodeados por un circulo de piedras, apilados en forma de pirámide, alguien había preparado los troncos para hacer una fogata en aquel lugar, el Basilio se detiene, eleva el rostro al viento y busca por medio del olfato alguna presencia cercana, algo curioso y extrañado no detecta nada, no hay presencia alguna, quien fuera que lo hubiese hecho o se había alejado mucho ya o estaba nadando en el mar, sumergido en aguas profundas, pero no habían huellas en la arena, el Basilio se mantuvo a la expectativa por algunos minutos Pero nadie se presenta, entonces se acercó a la roca, se sentó y se recostó en ella, dejo el cuerno a un lado suyo al igual que la copa, usando su mano izquierda buscaría algo del bolsillo de su pantalón, no tarda nada y al extraer su mano trae consigo lo que parece es una piedra blanca, parece una simple piedra, algo pequeña, la llevo a su boca, le dió algunas vueltas en sus mejillas y luego la escupe directamente sobre los maderos, al salir de su boca aquella piedra se había transformado en magma, material fundido, una gota incandescente, al hacer contacto con los maderos estos comenzaron a liberar humo, con ayuda del viento poco a poco se produce una fogata, quizás por la forma en que se inició el fuego, aquellas llamaradas tenían un hermoso color azulado con destellos verdes y alguna que otra vez líneas intensas de color rosa se hacían presentes, el Basilio se recostó a la piedra en su espalda, suspiro tranquilamente, jugaba con la arena en sus pies mientras servía en su copa de cristal un poco de vino .

    - Si quieres paz.. entonces prepárate para la guerra .

    / Hidra .. cuidad de Grecia Año 1998 " El sol recién se oculta, poco a poco el cielo oscurece y es iluminado por estrellas, sobre las aguas del mar se refleja una hermosa luna llena, caminando a paso tranquilo el Basilio Zet lleva en su diestra una copa de cristal y en su izquierda un cuerno con una extraña joya roja en la punta, no era otra cosa mas que un recipiente para el vino, como siempre caminaba solo, descalzo, sin camisa y con un pantalón de tela ligera en color blanco, el colgante de joyas doradas en su cuello emite una luz brillante en cada paso que el varón da, no es su propia luz, es el reflejo de la luna, hoy estaba más radiante que nunca, el viento sopla con algo de fuerza, el varón retira la amarra que sostiene su cabello y lo deja libre, ha crecido bastante, llegando a su cintura, sacude su cabeza, observa los cangrejos escapar de él cuando al caminar se les acerca, sigue su paso buscando un lugar distante, un lugar tranquilo, el Basilio es extraño, tiene por gusto pasar tiempo solo, habiendo caminado bastante se alejo de todo ser humano que pudiera llegar a él, al mirar al frente vio una roca grande que sobresalía de la arena, un lugar agradable donde podía recostarse y mirar el mar, el cielo y pensar un poco sobre todo el porvenir, al llegar algo le causó curiosidad, había un montón de maderos secos, rodeados por un circulo de piedras, apilados en forma de pirámide, alguien había preparado los troncos para hacer una fogata en aquel lugar, el Basilio se detiene, eleva el rostro al viento y busca por medio del olfato alguna presencia cercana, algo curioso y extrañado no detecta nada, no hay presencia alguna, quien fuera que lo hubiese hecho o se había alejado mucho ya o estaba nadando en el mar, sumergido en aguas profundas, pero no habían huellas en la arena, el Basilio se mantuvo a la expectativa por algunos minutos Pero nadie se presenta, entonces se acercó a la roca, se sentó y se recostó en ella, dejo el cuerno a un lado suyo al igual que la copa, usando su mano izquierda buscaría algo del bolsillo de su pantalón, no tarda nada y al extraer su mano trae consigo lo que parece es una piedra blanca, parece una simple piedra, algo pequeña, la llevo a su boca, le dió algunas vueltas en sus mejillas y luego la escupe directamente sobre los maderos, al salir de su boca aquella piedra se había transformado en magma, material fundido, una gota incandescente, al hacer contacto con los maderos estos comenzaron a liberar humo, con ayuda del viento poco a poco se produce una fogata, quizás por la forma en que se inició el fuego, aquellas llamaradas tenían un hermoso color azulado con destellos verdes y alguna que otra vez líneas intensas de color rosa se hacían presentes, el Basilio se recostó a la piedra en su espalda, suspiro tranquilamente, jugaba con la arena en sus pies mientras servía en su copa de cristal un poco de vino . - Si quieres paz.. entonces prepárate para la guerra .
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  • — Cómo caído del cielo, he surgido en esta tierra. Soy aquel que trae consuelo, traigo paz en vez de guerra.

    Soy un soldado sin armas, soy un reino sin fronteras, no más muertes, no más miedo no más hambre ni miseria.
    — Cómo caído del cielo, he surgido en esta tierra. Soy aquel que trae consuelo, traigo paz en vez de guerra. Soy un soldado sin armas, soy un reino sin fronteras, no más muertes, no más miedo no más hambre ni miseria.
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  • 𝓐𝓿𝓮𝓬 𝓬𝓮𝓽𝓽𝓮 𝓻𝓾𝓷𝓮 𝓶𝓮 𝓹𝓮𝓻𝓶𝓮𝓽𝓼 𝓭𝓮 𝓬𝓸𝓷𝓷𝓪î𝓽𝓻𝓮 𝓭𝓮𝓼 𝓬𝓱𝓸𝓼𝓮𝓼 𝓼𝓾𝓻 𝓶𝓮𝓼 𝓪𝓭𝓿𝓮𝓻𝓼𝓪𝓲𝓻𝓮𝓼 𝓪𝓾 𝓹𝓸𝓾𝓿𝓸𝓲𝓻 𝓭𝓮 𝓵𝓪 𝓶𝓪𝓰𝓲𝓮 𝓮𝓽 𝓶𝓮𝓼 𝓪𝓷𝓬ê𝓽𝓻𝓮𝓼, 𝓪𝓿𝓮𝓬 𝓵𝓮 𝓹𝓾𝓲𝓼𝓼𝓪𝓷𝓽 𝓪𝓷𝓷𝓮𝓪𝓾 𝓭𝓮 𝓜𝓸𝓻𝓰𝓪𝓷𝓮, 𝓳𝓮 𝓬𝓸𝓷𝓷𝓪î𝓽𝓻𝓪𝓲 𝓵𝓮𝓼 𝓯𝓪𝓲𝓫𝓵𝓮𝓼𝓼𝓮𝓼 𝓹𝓱𝔂𝓼𝓲𝓺𝓾𝓮𝓼 𝓮𝓽 𝓶𝓮𝓷𝓽𝓪𝓵𝓮𝓼 𝓭𝓮 𝓶𝓮𝓼 𝓮𝓷𝓷𝓮𝓶𝓲𝓼, 𝓮𝓽 𝓳𝓮 𝓼𝓬𝓮𝓵𝓵𝓮 𝓬𝓮 𝓹𝓪𝓬𝓽𝓮 𝓪𝓿𝓮𝓬 𝓶𝓸𝓷 𝓼𝓪𝓷𝓰

    — Conjuro en francés fluido sus ojos se oscurecen y el ambiente se tenso por completo, la magia fluía de forma instrumental como el canto de las aves llegó con su característico olor dulce incluso más que la miel, culminó aquel acto y luego sonrió complacida ante el resultado efectivo de su conjuro, miro a su aliada Laplus Darkness y comento —

    Con este conjuro sabré todas las debilidades mentales y físicas de nuestros adversarios, así de sencillo querida Laplus.. Seremos vendedoras de esta guerra, ya verás nuestros aliados, tú y yo tendremos el mundo a nuestros pies
    𝓐𝓿𝓮𝓬 𝓬𝓮𝓽𝓽𝓮 𝓻𝓾𝓷𝓮 𝓶𝓮 𝓹𝓮𝓻𝓶𝓮𝓽𝓼 𝓭𝓮 𝓬𝓸𝓷𝓷𝓪î𝓽𝓻𝓮 𝓭𝓮𝓼 𝓬𝓱𝓸𝓼𝓮𝓼 𝓼𝓾𝓻 𝓶𝓮𝓼 𝓪𝓭𝓿𝓮𝓻𝓼𝓪𝓲𝓻𝓮𝓼 𝓪𝓾 𝓹𝓸𝓾𝓿𝓸𝓲𝓻 𝓭𝓮 𝓵𝓪 𝓶𝓪𝓰𝓲𝓮 𝓮𝓽 𝓶𝓮𝓼 𝓪𝓷𝓬ê𝓽𝓻𝓮𝓼, 𝓪𝓿𝓮𝓬 𝓵𝓮 𝓹𝓾𝓲𝓼𝓼𝓪𝓷𝓽 𝓪𝓷𝓷𝓮𝓪𝓾 𝓭𝓮 𝓜𝓸𝓻𝓰𝓪𝓷𝓮, 𝓳𝓮 𝓬𝓸𝓷𝓷𝓪î𝓽𝓻𝓪𝓲 𝓵𝓮𝓼 𝓯𝓪𝓲𝓫𝓵𝓮𝓼𝓼𝓮𝓼 𝓹𝓱𝔂𝓼𝓲𝓺𝓾𝓮𝓼 𝓮𝓽 𝓶𝓮𝓷𝓽𝓪𝓵𝓮𝓼 𝓭𝓮 𝓶𝓮𝓼 𝓮𝓷𝓷𝓮𝓶𝓲𝓼, 𝓮𝓽 𝓳𝓮 𝓼𝓬𝓮𝓵𝓵𝓮 𝓬𝓮 𝓹𝓪𝓬𝓽𝓮 𝓪𝓿𝓮𝓬 𝓶𝓸𝓷 𝓼𝓪𝓷𝓰 — Conjuro en francés fluido sus ojos se oscurecen y el ambiente se tenso por completo, la magia fluía de forma instrumental como el canto de las aves llegó con su característico olor dulce incluso más que la miel, culminó aquel acto y luego sonrió complacida ante el resultado efectivo de su conjuro, miro a su aliada [glow_lavender_mouse_820] y comento — Con este conjuro sabré todas las debilidades mentales y físicas de nuestros adversarios, así de sencillo querida Laplus.. Seremos vendedoras de esta guerra, ya verás nuestros aliados, tú y yo tendremos el mundo a nuestros pies
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  • 𝘌𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘴𝘰𝘮𝘣𝘳𝘢𝘴 𝘺 𝘭𝘶𝘻
    Fandom Ninguno
    Categoría Fantasía
    〈 Rol con Svetla Le’ron ♡ 〉

    El viento murmuraba entre los árboles, susurrando antiguas melodías que solo la naturaleza comprendía, una canción ancestral tejida con las huellas de generaciones pasadas. Cada brisa que cruzaba el claro parecía tener una voz propia, modulada por el crujir suave de las ramas y el suspiro de las hojas que se mecían en su danza. Los árboles, imponentes y sabios, se erguían en una formación que hablaba de un orden primordial, más allá de la percepción humana; sus troncos, gruesos y rugosos, estaban marcados por las cicatrices de siglos, testigos de tormentas, inviernos y veranos interminables. Sus raíces, hundidas en lo profundo de la tierra, parecían como venas vivas, respirando al ritmo de la misma tierra que nutría todo lo que los rodeaba.

    Las hojas, de un verde profundo y casi vibrante, danzaban suavemente al compás del viento. La luz que se filtraba entre las ramas creaba una sinfonía de sombras, que se estiraban y se contraían, como si jugaran con la luz misma. Cada movimiento de estas era una susurrante revelación, una historia contada en un lenguaje antiguo, entendible solo para aquellos que supieran escuchar con el alma. El aire, que acariciaba la piel con su frescura, estaba impregnado con la fragancia envolvente de las flores silvestres, pequeñas joyas del campo que se alzaban como un tapiz multicolor entre la hierba alta. El aroma era un recordatorio de la vida que florecía sin restricciones, ajena a las manos del hombre, pura y sin contaminar.

    La tierra, mojada por la reciente lluvia, exhalaba un aroma cálido, profundo como el suspiro de la naturaleza misma. Cada rincón del claro parecía vibrar con la promesa de vida renovada, un respiro que solo los rincones alejados del mundo podían ofrecer. El suelo, cubierto de musgo y hojas caídas, crujía suavemente bajo cada paso, como si el propio suelo tuviera conciencia de su ser. A veces, el eco lejano del canto de un pájaro, o el crujido de un pequeño roedor en la maleza rompía el silencio, trayendo consigo la sensación de que la vida nunca dejaba de moverse.

    Era un lugar apartado, despojado de la influencia de los castillos altivos, que se alzaban como monumentos de poder e indiferencia a la belleza de lo natural. Ahí, no existían las murmuraciones de los pueblos bulliciosos, ni el constante clamor de los mercados o las forjas. En su lugar, sólo existía la pureza inquebrantable del entorno, donde el tiempo parecía haberse detenido, olvidado entre las sombras del pasado. No había rastro de la humanidad, de sus pesares, de sus ambiciones, solo la eterna danza de la naturaleza, que se renovaba constantemente, ajena a los destinos de aquellos que vivían más allá de su alcance. La luz del sol se descomponía en haces que caían suavemente sobre el suelo, creando un paisaje de sombras y claridad que se alternaban como una melodía en constante transformación.

    Pero entre todo aquello, entre la vida que brotaba en el silencio, algo sobresalía. Algo que no pertenecía a ese rincón olvidado de la tierra. Una figura, solitaria y solemne, caminaba en medio de la quietud del claro, su presencia desafiando todo lo que ese lugar representaba: pureza, vida, frescura. Ella no era de ese mundo, ni de los mundos que deberían haberla acogido. Era un eco de lo que debió haber sido, un vestigio de lo que alguna vez brilló, pero que la oscuridad había mancillado.

    Su figura era una contradicción en movimiento. Un ser atrapado entre lo que era y lo que ya no era, suspendido en ese espacio intermedio donde las expectativas se disuelven y el destino es incierto. Su manto negro, pesado y solemne, ondeaba suavemente en el aire, absorbiendo la luz del sol como si fuera parte de la misma nada.

    El cabello, de un color dorado desvaído, caía en ondas suaves sobre sus hombros. El brillo del trigo maduro, de la vida a punto de ser cosechada, se entrelazaba con el viento, creando una especie de halo irreal. Pero lo que realmente atraía la mirada eran sus ojos como el ámbar incandescente, llameantes y profundos que reflejaban las cenizas de un sol olvidado, y la luz de una luna que ya no existía en este mundo. Eran ojos que no pertenecían a alguien inocente ni a alguien purificado; eran ojos de alguien que había contemplado la parte de una eternidad en su peor forma, que había desvelado el sufrimiento del tiempo y lo había aceptado como parte de su ser.

    Su armadura, a medio camino entre lo antiguo y lo desgastado, se abrazaba a su cuerpo con la misma delicadeza que la sombra se abrazaba a la luna. Unas placas de metal oscuro cubrían sus hombros, el torso, las piernas, pero en su centro, donde la batalla había dejado sus huellas, las marcas de la guerra eran claras. La armadura estaba mellada, rota en algunas partes, como si hubiera sido desgarrada por el paso de muchas luchas. Los surcos en el metal, las abolladuras y grietas eran la prueba de que había peleado, de que había resistido y caído, pero aún estaba de pie.

    Pero lo que realmente la definía, lo que la hacía imposible de ignorar, eran sus alas. Un par de alas, majestuosas en su caída, que se desplegaban con una lentitud casi dolorosa. No blancas, no puras, sino bañadas en una neblina de polvo gris, un gris ceniciento que parecía llevar consigo la marca de un fuego que nunca terminó de consumirla. Eran alas malditas, alas que no sabían si pertenecían a un ángel caído o a una criatura condenada. Aun así, la belleza era innegable, en su tormento, en su suciedad. Las plumas, aunque desgastadas y manchadas, mantenían una fuerza solemne, un recordatorio de una majestuosidad que había sido, pero ya no era.

    Aquel ser, atrapado entre lo humano y lo divino, entre la condena y la salvación, se arrodilló en el centro del claro. El suelo era frío bajo sus rodillas, pero no parecía importarle. Sus ojos, fijos en el pequeño racimo de flores que crecía junto a ella, se suavizaron, como si el simple gesto de observar las pequeñas criaturas de la tierra le ofreciera una tregua, aunque breve, de la guerra interna que libraba. Sus manos, endurecidas por el acero, por la lucha, por el sufrimiento, se extendieron lentamente hacia las flores y con una delicadeza inesperada, tocó los pétalos con la punta de sus dedos, apenas una caricia, pero llena de la reverencia de alguien que aún sabe lo que es sentir.

    Los pétalos eran suaves, frágiles, como si pudieran desvanecerse en cualquier momento, pero las tocó con una quietud que contrastaba con la tormenta que era su vida. En sus ojos, había una chispa, una sombra de algo profundo, algo que no se revelaba fácilmente: nostalgia. Nostalgia de algo perdido, de algo que tal vez nunca fue suyo, pero que había sido tocado por su existencia. La flor, en su simpleza, en su fragilidad, le ofrecía algo que el mundo ya no podía: consuelo.

    Las alas, al agacharse, se arrastraron suavemente por el suelo, como si también ellas quisieran descansar, aliviar su peso. La imagen de aquel ángel mancillado, de aquella alma rota, quedó suspendida en el aire entre lo que fue y lo que podría haber sido. Y mientras la flor se mecía en el viento, ella permaneció allí, inmóvil atrapada en sus propios pensamientos.
    〈 Rol con [Svetlaler0n] ♡ 〉 El viento murmuraba entre los árboles, susurrando antiguas melodías que solo la naturaleza comprendía, una canción ancestral tejida con las huellas de generaciones pasadas. Cada brisa que cruzaba el claro parecía tener una voz propia, modulada por el crujir suave de las ramas y el suspiro de las hojas que se mecían en su danza. Los árboles, imponentes y sabios, se erguían en una formación que hablaba de un orden primordial, más allá de la percepción humana; sus troncos, gruesos y rugosos, estaban marcados por las cicatrices de siglos, testigos de tormentas, inviernos y veranos interminables. Sus raíces, hundidas en lo profundo de la tierra, parecían como venas vivas, respirando al ritmo de la misma tierra que nutría todo lo que los rodeaba. Las hojas, de un verde profundo y casi vibrante, danzaban suavemente al compás del viento. La luz que se filtraba entre las ramas creaba una sinfonía de sombras, que se estiraban y se contraían, como si jugaran con la luz misma. Cada movimiento de estas era una susurrante revelación, una historia contada en un lenguaje antiguo, entendible solo para aquellos que supieran escuchar con el alma. El aire, que acariciaba la piel con su frescura, estaba impregnado con la fragancia envolvente de las flores silvestres, pequeñas joyas del campo que se alzaban como un tapiz multicolor entre la hierba alta. El aroma era un recordatorio de la vida que florecía sin restricciones, ajena a las manos del hombre, pura y sin contaminar. La tierra, mojada por la reciente lluvia, exhalaba un aroma cálido, profundo como el suspiro de la naturaleza misma. Cada rincón del claro parecía vibrar con la promesa de vida renovada, un respiro que solo los rincones alejados del mundo podían ofrecer. El suelo, cubierto de musgo y hojas caídas, crujía suavemente bajo cada paso, como si el propio suelo tuviera conciencia de su ser. A veces, el eco lejano del canto de un pájaro, o el crujido de un pequeño roedor en la maleza rompía el silencio, trayendo consigo la sensación de que la vida nunca dejaba de moverse. Era un lugar apartado, despojado de la influencia de los castillos altivos, que se alzaban como monumentos de poder e indiferencia a la belleza de lo natural. Ahí, no existían las murmuraciones de los pueblos bulliciosos, ni el constante clamor de los mercados o las forjas. En su lugar, sólo existía la pureza inquebrantable del entorno, donde el tiempo parecía haberse detenido, olvidado entre las sombras del pasado. No había rastro de la humanidad, de sus pesares, de sus ambiciones, solo la eterna danza de la naturaleza, que se renovaba constantemente, ajena a los destinos de aquellos que vivían más allá de su alcance. La luz del sol se descomponía en haces que caían suavemente sobre el suelo, creando un paisaje de sombras y claridad que se alternaban como una melodía en constante transformación. Pero entre todo aquello, entre la vida que brotaba en el silencio, algo sobresalía. Algo que no pertenecía a ese rincón olvidado de la tierra. Una figura, solitaria y solemne, caminaba en medio de la quietud del claro, su presencia desafiando todo lo que ese lugar representaba: pureza, vida, frescura. Ella no era de ese mundo, ni de los mundos que deberían haberla acogido. Era un eco de lo que debió haber sido, un vestigio de lo que alguna vez brilló, pero que la oscuridad había mancillado. Su figura era una contradicción en movimiento. Un ser atrapado entre lo que era y lo que ya no era, suspendido en ese espacio intermedio donde las expectativas se disuelven y el destino es incierto. Su manto negro, pesado y solemne, ondeaba suavemente en el aire, absorbiendo la luz del sol como si fuera parte de la misma nada. El cabello, de un color dorado desvaído, caía en ondas suaves sobre sus hombros. El brillo del trigo maduro, de la vida a punto de ser cosechada, se entrelazaba con el viento, creando una especie de halo irreal. Pero lo que realmente atraía la mirada eran sus ojos como el ámbar incandescente, llameantes y profundos que reflejaban las cenizas de un sol olvidado, y la luz de una luna que ya no existía en este mundo. Eran ojos que no pertenecían a alguien inocente ni a alguien purificado; eran ojos de alguien que había contemplado la parte de una eternidad en su peor forma, que había desvelado el sufrimiento del tiempo y lo había aceptado como parte de su ser. Su armadura, a medio camino entre lo antiguo y lo desgastado, se abrazaba a su cuerpo con la misma delicadeza que la sombra se abrazaba a la luna. Unas placas de metal oscuro cubrían sus hombros, el torso, las piernas, pero en su centro, donde la batalla había dejado sus huellas, las marcas de la guerra eran claras. La armadura estaba mellada, rota en algunas partes, como si hubiera sido desgarrada por el paso de muchas luchas. Los surcos en el metal, las abolladuras y grietas eran la prueba de que había peleado, de que había resistido y caído, pero aún estaba de pie. Pero lo que realmente la definía, lo que la hacía imposible de ignorar, eran sus alas. Un par de alas, majestuosas en su caída, que se desplegaban con una lentitud casi dolorosa. No blancas, no puras, sino bañadas en una neblina de polvo gris, un gris ceniciento que parecía llevar consigo la marca de un fuego que nunca terminó de consumirla. Eran alas malditas, alas que no sabían si pertenecían a un ángel caído o a una criatura condenada. Aun así, la belleza era innegable, en su tormento, en su suciedad. Las plumas, aunque desgastadas y manchadas, mantenían una fuerza solemne, un recordatorio de una majestuosidad que había sido, pero ya no era. Aquel ser, atrapado entre lo humano y lo divino, entre la condena y la salvación, se arrodilló en el centro del claro. El suelo era frío bajo sus rodillas, pero no parecía importarle. Sus ojos, fijos en el pequeño racimo de flores que crecía junto a ella, se suavizaron, como si el simple gesto de observar las pequeñas criaturas de la tierra le ofreciera una tregua, aunque breve, de la guerra interna que libraba. Sus manos, endurecidas por el acero, por la lucha, por el sufrimiento, se extendieron lentamente hacia las flores y con una delicadeza inesperada, tocó los pétalos con la punta de sus dedos, apenas una caricia, pero llena de la reverencia de alguien que aún sabe lo que es sentir. Los pétalos eran suaves, frágiles, como si pudieran desvanecerse en cualquier momento, pero las tocó con una quietud que contrastaba con la tormenta que era su vida. En sus ojos, había una chispa, una sombra de algo profundo, algo que no se revelaba fácilmente: nostalgia. Nostalgia de algo perdido, de algo que tal vez nunca fue suyo, pero que había sido tocado por su existencia. La flor, en su simpleza, en su fragilidad, le ofrecía algo que el mundo ya no podía: consuelo. Las alas, al agacharse, se arrastraron suavemente por el suelo, como si también ellas quisieran descansar, aliviar su peso. La imagen de aquel ángel mancillado, de aquella alma rota, quedó suspendida en el aire entre lo que fue y lo que podría haber sido. Y mientras la flor se mecía en el viento, ella permaneció allí, inmóvil atrapada en sus propios pensamientos.
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  • *Ate. vestida con su traje de guerrera griega, miraba con desafío a sus adversarios. En una de sus manos, lleva su espada griega y en la otra, un hacha nórdica, regalo de su esposo. Sonríe con malicia cuando aquella horda de esqueletos armados se abalanzan sobre ella. Lanzando un grito de guerra, da un gran salto sobre ellos, comenzando a dar estocadas a diestro y siniestra. Tanto la espada como el hacha, cercenan cabezas, brazos y torsos huesudos. Desde cierta distancia, Jormun y sus hijos ven orgullosos la batalla. Saltando, corte de cabeza, girando sobre si misma, tajada profunda en las costillas. Y poco a poco, el enemigo va sucumbiendo. Pero había una sorpresa, un gran monstruo aparece. Ate sonríe y va a por él. Salta sobre su lomo y clava su espada en la espina dorsal. El monstruo grita de dolor, agitándose, Ate sale disparada, cayendo de pie. Vuelve a atacar, la diosa del caos, se defiende dando un gran hachazo en los ojos del monstruo. Aun cansada, logra abatir al monstruo. Jormun y los niños aplauden y Ate, levanta los brazos con sus armas ensangrentadas ofreciendo su triunfo a su familia*
    *Ate. vestida con su traje de guerrera griega, miraba con desafío a sus adversarios. En una de sus manos, lleva su espada griega y en la otra, un hacha nórdica, regalo de su esposo. Sonríe con malicia cuando aquella horda de esqueletos armados se abalanzan sobre ella. Lanzando un grito de guerra, da un gran salto sobre ellos, comenzando a dar estocadas a diestro y siniestra. Tanto la espada como el hacha, cercenan cabezas, brazos y torsos huesudos. Desde cierta distancia, Jormun y sus hijos ven orgullosos la batalla. Saltando, corte de cabeza, girando sobre si misma, tajada profunda en las costillas. Y poco a poco, el enemigo va sucumbiendo. Pero había una sorpresa, un gran monstruo aparece. Ate sonríe y va a por él. Salta sobre su lomo y clava su espada en la espina dorsal. El monstruo grita de dolor, agitándose, Ate sale disparada, cayendo de pie. Vuelve a atacar, la diosa del caos, se defiende dando un gran hachazo en los ojos del monstruo. Aun cansada, logra abatir al monstruo. Jormun y los niños aplauden y Ate, levanta los brazos con sus armas ensangrentadas ofreciendo su triunfo a su familia*
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  • - Espíritu Mariposa .

    Caminaba en silencio en los bastos jardines del Palacio Basil, era ya media noche, quizás un poco más tarde, como es costumbre solitario, silencioso, la silueta del varón es acompañada del olor a tabaco quemando, en sus manos la chispa roja de un cigarro a medio terminar, las Lunas de Basilia ofrecen luz radiante, los lotos negros de la familia Zeilen florecen, los jardines son extensos, planicies adornadas de flores distintas, el suelo a distancia parece un alfombrado de diversos colores, el Basilio lentamente se aleja del jardín, dejando atrás el imponente palacio Basilio, caminaba Zet por el pasillo de las Feridas, ahí cada una de las cinco espadas del Rey Dragón posee una imagen tallada en mármol, refinados y con detalles únicos que le caracterizan, fueron estás en su momento las señoras de la guerra, dos a su derecha y dos a su izquierda en medio un pasillo de cristal, al frente la imagen de Ana la primera, así se completaba el pasillo imperial, Zet dejo atrás el pasillo y siguió su camino, acabado ya el cigarro enciende otro y sigue avanzando, vestido con nada más que un pantalón de tela ligera y unas sandalias, una gabardina cubre su espalda dejando ver el pecho desnudo del imponente Rey, lejos del palacio, lejos del pasillo imperial, caminaba el varón en medio del bosque que rodea el palacio, buscando él las aguas del Lago Hakap, en silencio, las lunas de Basilia hacen brillar como estrellas azules las rosas que bordean el lago, cientos, Miles, era ya el tiempo de que florecieran y se manifestarán, tan hermosas y peligrosas, las rosas azules y su temido veneno del olvido, acercándose al tronco de un árbol caído ahí tomo asiento, en silencio admirando sus rosas desde lejos, en medio del hermoso paisaje algo capta su atención, una mariposa, mucho más grande que todas las que había tenido el placer de admirar antes, de hermosas alas blancas con destellos semejantes as escarcha, parece dejar un rastro de energía blanca al sobrevolar las aguas, era aquella mariposa extraña y diferente, normalmente no se dejan ver durante las noches y aunque miles existen en Basilia y miles ha visto el Rey, ninguna es semejante a la que admiraba sobrevolar el lago, tan única y tan distante, ha robado una sonrisa en el rostro del Rey Dragón y ha dejado en su mirada un leve brillo que expresaba nostalgia, ha recordado algo y ha dicho el Rey ..

    - De Miles conocidas y muchas parecidas, ninguna como tú .
    - Espíritu Mariposa . Caminaba en silencio en los bastos jardines del Palacio Basil, era ya media noche, quizás un poco más tarde, como es costumbre solitario, silencioso, la silueta del varón es acompañada del olor a tabaco quemando, en sus manos la chispa roja de un cigarro a medio terminar, las Lunas de Basilia ofrecen luz radiante, los lotos negros de la familia Zeilen florecen, los jardines son extensos, planicies adornadas de flores distintas, el suelo a distancia parece un alfombrado de diversos colores, el Basilio lentamente se aleja del jardín, dejando atrás el imponente palacio Basilio, caminaba Zet por el pasillo de las Feridas, ahí cada una de las cinco espadas del Rey Dragón posee una imagen tallada en mármol, refinados y con detalles únicos que le caracterizan, fueron estás en su momento las señoras de la guerra, dos a su derecha y dos a su izquierda en medio un pasillo de cristal, al frente la imagen de Ana la primera, así se completaba el pasillo imperial, Zet dejo atrás el pasillo y siguió su camino, acabado ya el cigarro enciende otro y sigue avanzando, vestido con nada más que un pantalón de tela ligera y unas sandalias, una gabardina cubre su espalda dejando ver el pecho desnudo del imponente Rey, lejos del palacio, lejos del pasillo imperial, caminaba el varón en medio del bosque que rodea el palacio, buscando él las aguas del Lago Hakap, en silencio, las lunas de Basilia hacen brillar como estrellas azules las rosas que bordean el lago, cientos, Miles, era ya el tiempo de que florecieran y se manifestarán, tan hermosas y peligrosas, las rosas azules y su temido veneno del olvido, acercándose al tronco de un árbol caído ahí tomo asiento, en silencio admirando sus rosas desde lejos, en medio del hermoso paisaje algo capta su atención, una mariposa, mucho más grande que todas las que había tenido el placer de admirar antes, de hermosas alas blancas con destellos semejantes as escarcha, parece dejar un rastro de energía blanca al sobrevolar las aguas, era aquella mariposa extraña y diferente, normalmente no se dejan ver durante las noches y aunque miles existen en Basilia y miles ha visto el Rey, ninguna es semejante a la que admiraba sobrevolar el lago, tan única y tan distante, ha robado una sonrisa en el rostro del Rey Dragón y ha dejado en su mirada un leve brillo que expresaba nostalgia, ha recordado algo y ha dicho el Rey .. - De Miles conocidas y muchas parecidas, ninguna como tú .
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  • El Olimpo se erguía como la cúspide del poder divino, un reino de esplendor inconmensurable donde el tiempo fluía distinto, como un río que nunca se detenía. Sus columnas doradas resplandecían con la luz eterna del cielo, y los caminos de mármol se extendían en un laberinto de belleza imposible, adornados con jardines colgantes donde crecían flores que nunca marchitaban. Allí, entre dioses y semidioses que vivían en un goce sin fin, Artemisa caminaba con paso firme, indiferente a la opulencia que la rodeaba.

    Para ella, el Olimpo no era un refugio ni un hogar; era solo el punto de partida antes de regresar a donde realmente pertenecía. Sus dominios no estaban entre los banquetes de néctar y ambrosía, ni en las asambleas de los dioses donde Zeus imponía su autoridad. Su reino era el viento que corría libre por los montes, el crujir de las hojas bajo las patas de los ciervos, el aullido lejano de los lobos en la espesura. Allí estaba su verdadera esencia, en la naturaleza indómita que regía con justicia, no con dominio.

    A su alrededor, el Olimpo vibraba con la actividad incansable de los dioses en sus respectivas ocupaciones. Atenea meditaba en lo alto de su templo, sus pensamientos forjando planes que decidirían el destino de reinos enteros. Afrodita reía entre sus doncellas, perfumada con el aroma de mil flores, mientras tejía con hilos invisibles el destino de los corazones mortales. Hermes se deslizaba como un rayo entre los pasillos, dejando tras de sí un eco de palabras ininteligibles. Incluso Ares, impetuoso y fiero, entrenaba en su colosal campo de batalla, golpeando contra el aire en una guerra eterna que nunca conocería fin.

    Pero Artemisa no se detenía a contemplar nada de eso. Su atención estaba en otra parte, en el mundo más allá de las nubes divinas. Su oído percibía lo que otros ignoraban: las súplicas que se alzaban desde la tierra, débiles como un murmullo, pero inconfundibles para ella. Un llamado se filtró a través del velo de los cielos, una voz trémula que pronunciaba su nombre en medio del bosque. Era un ruego de protección, un grito silencioso de auxilio que no necesitaba ser más fuerte para ser escuchado.

    El mármol del Olimpo resplandecía bajo la luz plateada de la luna, mientras una brisa fresca serpenteaba entre las columnas altísimas del palacio de los dioses. Artemisa caminaba con paso firme, la mirada afilada y los labios tensos. Su túnica corta, ceñida con un cinturón de plata, ondeaba con cada movimiento, y su carcaj lleno de flechas silbaba levemente con el roce del cuero.

    Las obligaciones nunca cesaban en el Olimpo. No importaba que estuviera en la morada de los dioses, su mente siempre estaba en el mundo mortal, en los bosques y montañas que protegía. Mientras los demás se regocijaban en banquetes y alabanzas, ella permanecía alerta. Sus dominios no eran los salones dorados ni los festines del Olimpo, sino los bosques sombríos y las montañas indómitas del mundo mortal.

    Los susurros de una súplica llegaron a sus oídos como el aullido de un lobo en la distancia. Una joven pedía protección, su voz trémula perdida en la vastedad del cosmos. Artemisa no dudó. Su existencia no era de descanso ni de indulgencia, sino de vigilancia y acción. Sin un instante de vacilación, se encaminó hacia la gran escalinata, su silueta perdiéndose entre la bruma dorada del Olimpo, lista para cumplir con su deber una vez más.

    Sus dedos se cerraron sobre su arco con naturalidad, como si la madera y la cuerda fueran una extensión de su propio ser. La cacería no era solo un acto de supervivencia, sino un equilibrio que debía preservarse. Y así como ella cazaba, también protegía. No permitiría que la injusticia corriera libre por la tierra como una bestia sin cadenas. No mientras ella existiera.

    Sin mirar atrás, comenzó su descenso. El Olimpo, con toda su gloria imperecedera, se desdibujó tras de ella, reemplazado por el resplandor frío de la luna que la acompañaba siempre. Su labor nunca cesaba, y jamás buscaría que lo hiciera. La noche era su aliada, y en su abrazo, cumplía su eterno deber.
    El Olimpo se erguía como la cúspide del poder divino, un reino de esplendor inconmensurable donde el tiempo fluía distinto, como un río que nunca se detenía. Sus columnas doradas resplandecían con la luz eterna del cielo, y los caminos de mármol se extendían en un laberinto de belleza imposible, adornados con jardines colgantes donde crecían flores que nunca marchitaban. Allí, entre dioses y semidioses que vivían en un goce sin fin, Artemisa caminaba con paso firme, indiferente a la opulencia que la rodeaba. Para ella, el Olimpo no era un refugio ni un hogar; era solo el punto de partida antes de regresar a donde realmente pertenecía. Sus dominios no estaban entre los banquetes de néctar y ambrosía, ni en las asambleas de los dioses donde Zeus imponía su autoridad. Su reino era el viento que corría libre por los montes, el crujir de las hojas bajo las patas de los ciervos, el aullido lejano de los lobos en la espesura. Allí estaba su verdadera esencia, en la naturaleza indómita que regía con justicia, no con dominio. A su alrededor, el Olimpo vibraba con la actividad incansable de los dioses en sus respectivas ocupaciones. Atenea meditaba en lo alto de su templo, sus pensamientos forjando planes que decidirían el destino de reinos enteros. Afrodita reía entre sus doncellas, perfumada con el aroma de mil flores, mientras tejía con hilos invisibles el destino de los corazones mortales. Hermes se deslizaba como un rayo entre los pasillos, dejando tras de sí un eco de palabras ininteligibles. Incluso Ares, impetuoso y fiero, entrenaba en su colosal campo de batalla, golpeando contra el aire en una guerra eterna que nunca conocería fin. Pero Artemisa no se detenía a contemplar nada de eso. Su atención estaba en otra parte, en el mundo más allá de las nubes divinas. Su oído percibía lo que otros ignoraban: las súplicas que se alzaban desde la tierra, débiles como un murmullo, pero inconfundibles para ella. Un llamado se filtró a través del velo de los cielos, una voz trémula que pronunciaba su nombre en medio del bosque. Era un ruego de protección, un grito silencioso de auxilio que no necesitaba ser más fuerte para ser escuchado. El mármol del Olimpo resplandecía bajo la luz plateada de la luna, mientras una brisa fresca serpenteaba entre las columnas altísimas del palacio de los dioses. Artemisa caminaba con paso firme, la mirada afilada y los labios tensos. Su túnica corta, ceñida con un cinturón de plata, ondeaba con cada movimiento, y su carcaj lleno de flechas silbaba levemente con el roce del cuero. Las obligaciones nunca cesaban en el Olimpo. No importaba que estuviera en la morada de los dioses, su mente siempre estaba en el mundo mortal, en los bosques y montañas que protegía. Mientras los demás se regocijaban en banquetes y alabanzas, ella permanecía alerta. Sus dominios no eran los salones dorados ni los festines del Olimpo, sino los bosques sombríos y las montañas indómitas del mundo mortal. Los susurros de una súplica llegaron a sus oídos como el aullido de un lobo en la distancia. Una joven pedía protección, su voz trémula perdida en la vastedad del cosmos. Artemisa no dudó. Su existencia no era de descanso ni de indulgencia, sino de vigilancia y acción. Sin un instante de vacilación, se encaminó hacia la gran escalinata, su silueta perdiéndose entre la bruma dorada del Olimpo, lista para cumplir con su deber una vez más. Sus dedos se cerraron sobre su arco con naturalidad, como si la madera y la cuerda fueran una extensión de su propio ser. La cacería no era solo un acto de supervivencia, sino un equilibrio que debía preservarse. Y así como ella cazaba, también protegía. No permitiría que la injusticia corriera libre por la tierra como una bestia sin cadenas. No mientras ella existiera. Sin mirar atrás, comenzó su descenso. El Olimpo, con toda su gloria imperecedera, se desdibujó tras de ella, reemplazado por el resplandor frío de la luna que la acompañaba siempre. Su labor nunca cesaba, y jamás buscaría que lo hiciera. La noche era su aliada, y en su abrazo, cumplía su eterno deber.
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  • *Aclaré mi garganta sacando de mi bolsillo un pequeño papel, finamente arreglado en cuadros el cual abrí lentamente, revelando una carta. Alzando la misma y mi voz, estando frente a mi hogar en el olimpo, hablé con claridad y una denotada picardía, como un niño haciendo una inocente travesura*

    - Seré yo quien de el mensaje, mas no soy quien lo ha creado. Como bien dice el dicho: "Si el mensaje no te agrada, no mates al mensajero" - Una pequeña risa escapó de mis labios por mis dichos y continué - Dicen las malas lenguas, además de las viejas chismosas de romance, que Ares, el gran y poderoso dios de la guerra, esta buscando consuelo amoroso en el fuego ¿Arderá de pasión? O ¿Será consumido por las llamas?

    *Todo lo contaba con una alegre expresión, moviendo mis manos como si estuviera exponiendo frente a un gran publico, pues sabía que mi voz se oiría por el mundo. Por eso mismo, decidí dar teatral broche de oro a la situación.*

    - Obviamente, tomadlo de quien lo cuenta, recordad, un rumor no siempre es la verdad ¿Será este verdad? O... Quizás un vil engaño de su servidor - Hice una reverencia al publico ficticio - Este a sido el rumor de su querido dios mensajero y del engaño - Me aseguré de enfatizarlo último - ¡Hasta otra!

    *Aclaré mi garganta sacando de mi bolsillo un pequeño papel, finamente arreglado en cuadros el cual abrí lentamente, revelando una carta. Alzando la misma y mi voz, estando frente a mi hogar en el olimpo, hablé con claridad y una denotada picardía, como un niño haciendo una inocente travesura* - Seré yo quien de el mensaje, mas no soy quien lo ha creado. Como bien dice el dicho: "Si el mensaje no te agrada, no mates al mensajero" - Una pequeña risa escapó de mis labios por mis dichos y continué - Dicen las malas lenguas, además de las viejas chismosas de romance, que Ares, el gran y poderoso dios de la guerra, esta buscando consuelo amoroso en el fuego ¿Arderá de pasión? O ¿Será consumido por las llamas? *Todo lo contaba con una alegre expresión, moviendo mis manos como si estuviera exponiendo frente a un gran publico, pues sabía que mi voz se oiría por el mundo. Por eso mismo, decidí dar teatral broche de oro a la situación.* - Obviamente, tomadlo de quien lo cuenta, recordad, un rumor no siempre es la verdad ¿Será este verdad? O... Quizás un vil engaño de su servidor - Hice una reverencia al publico ficticio - Este a sido el rumor de su querido dios mensajero y del engaño - Me aseguré de enfatizarlo último - ¡Hasta otra!
    Me enjaja
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  • Solo un idiota cree que puede entrar al infierno sin ser afectado por lo que todos sus sentidos experimentarán ahi.

    He visto hombres tan grandes y tan severos reducidos a niños nerviosos después de ver a todos sus compañeros reducidos a agujeros de un mortero.

    He visto hombres volverse no verbales despues de proteger al cuerpo de su mejor amigo por horas esperando la extracción de un punto de difícil acceso.

    He visto.... he visto cómo la guerra ha entrado a hogares, escuelas, hospitales...
    Ya nada es seguro.
    Desearía que mis ojos no hubieran visto las cosas que he visto, pero... aqui seguimos.
    Solo un idiota cree que puede entrar al infierno sin ser afectado por lo que todos sus sentidos experimentarán ahi. He visto hombres tan grandes y tan severos reducidos a niños nerviosos después de ver a todos sus compañeros reducidos a agujeros de un mortero. He visto hombres volverse no verbales despues de proteger al cuerpo de su mejor amigo por horas esperando la extracción de un punto de difícil acceso. He visto.... he visto cómo la guerra ha entrado a hogares, escuelas, hospitales... Ya nada es seguro. Desearía que mis ojos no hubieran visto las cosas que he visto, pero... aqui seguimos.
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    Me entristece
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