Llega el momento del parto.
Las contracciones me atraviesan como cuchillas antiguas. No es solo dolor: es una guerra interna. Siento cómo mis propios órganos parecen desplazarse, desgarrarse, pelear entre sí, como si el cuerpo tuviera que decidir quién vive y quién muere para que algo nuevo pueda nacer. Cada espasmo es una sentencia. Cada grito, un desgarro del mundo.
Cuando llegamos al hospital, el dolor ya no es humano. Es tan agudo, tan absoluto, que los médicos se miran con terror. Hablan deprisa. Temen por mi vida. Deciden abrir, cortar antes de que mi cuerpo colapse del todo.
Preparan el instrumental.
Pero entonces…
antes de que el bisturí toque mi piel, algo sale de mí.
No carne.
No sangre.
Un espíritu de parto natural emerge entre mis piernas como una llamarada pálida, antigua, imposible. No llora. No respira. Simplemente es. La habitación se llena de un frío sobrenatural, y los humanos retroceden. Gritan. Algunos rezan. Otros huyen sin mirar atrás.
Salen corriendo.
El segundo nace inmediatamente después.
El tercero lo sigue, arrastrado por la misma fuerza invisible.
Tres presencias se manifiestan, idénticas entre sí y a mí, vibrando con una energía que no pertenece a este plano.
Pero entonces… el tiempo se rompe.
Los demás tardan.
Mi cuerpo vuelve a reclamarme con violencia. El dolor regresa multiplicado, brutal. Ya no hay manos que ayuden, ni voces que guíen. Solo yo, el suelo frío, y aquello que aún se resiste a salir.
Aprieto los dientes.
Aferro el mundo con las uñas.
Empujo con todo lo que me queda.
Una vez.
Otra.
Otra más.
Con un esfuerzo que me arranca el alma, consigo sacar cinco más.
Caen pesados. Silenciosos.
No se mueven.
Una lágrima cae por mi mejilla.
—Lo siento mi ama Naamah sólo he podido engendrar a tres...
Los otros tres salen disparados por la ventana rompiéndola y desapareciendo. Listos para causar estragos... mientras el viento que entra por la ventana ondula mi cabello y seca mi lágrima.
Las contracciones me atraviesan como cuchillas antiguas. No es solo dolor: es una guerra interna. Siento cómo mis propios órganos parecen desplazarse, desgarrarse, pelear entre sí, como si el cuerpo tuviera que decidir quién vive y quién muere para que algo nuevo pueda nacer. Cada espasmo es una sentencia. Cada grito, un desgarro del mundo.
Cuando llegamos al hospital, el dolor ya no es humano. Es tan agudo, tan absoluto, que los médicos se miran con terror. Hablan deprisa. Temen por mi vida. Deciden abrir, cortar antes de que mi cuerpo colapse del todo.
Preparan el instrumental.
Pero entonces…
antes de que el bisturí toque mi piel, algo sale de mí.
No carne.
No sangre.
Un espíritu de parto natural emerge entre mis piernas como una llamarada pálida, antigua, imposible. No llora. No respira. Simplemente es. La habitación se llena de un frío sobrenatural, y los humanos retroceden. Gritan. Algunos rezan. Otros huyen sin mirar atrás.
Salen corriendo.
El segundo nace inmediatamente después.
El tercero lo sigue, arrastrado por la misma fuerza invisible.
Tres presencias se manifiestan, idénticas entre sí y a mí, vibrando con una energía que no pertenece a este plano.
Pero entonces… el tiempo se rompe.
Los demás tardan.
Mi cuerpo vuelve a reclamarme con violencia. El dolor regresa multiplicado, brutal. Ya no hay manos que ayuden, ni voces que guíen. Solo yo, el suelo frío, y aquello que aún se resiste a salir.
Aprieto los dientes.
Aferro el mundo con las uñas.
Empujo con todo lo que me queda.
Una vez.
Otra.
Otra más.
Con un esfuerzo que me arranca el alma, consigo sacar cinco más.
Caen pesados. Silenciosos.
No se mueven.
Una lágrima cae por mi mejilla.
—Lo siento mi ama Naamah sólo he podido engendrar a tres...
Los otros tres salen disparados por la ventana rompiéndola y desapareciendo. Listos para causar estragos... mientras el viento que entra por la ventana ondula mi cabello y seca mi lágrima.
Llega el momento del parto.
Las contracciones me atraviesan como cuchillas antiguas. No es solo dolor: es una guerra interna. Siento cómo mis propios órganos parecen desplazarse, desgarrarse, pelear entre sí, como si el cuerpo tuviera que decidir quién vive y quién muere para que algo nuevo pueda nacer. Cada espasmo es una sentencia. Cada grito, un desgarro del mundo.
Cuando llegamos al hospital, el dolor ya no es humano. Es tan agudo, tan absoluto, que los médicos se miran con terror. Hablan deprisa. Temen por mi vida. Deciden abrir, cortar antes de que mi cuerpo colapse del todo.
Preparan el instrumental.
Pero entonces…
antes de que el bisturí toque mi piel, algo sale de mí.
No carne.
No sangre.
Un espíritu de parto natural emerge entre mis piernas como una llamarada pálida, antigua, imposible. No llora. No respira. Simplemente es. La habitación se llena de un frío sobrenatural, y los humanos retroceden. Gritan. Algunos rezan. Otros huyen sin mirar atrás.
Salen corriendo.
El segundo nace inmediatamente después.
El tercero lo sigue, arrastrado por la misma fuerza invisible.
Tres presencias se manifiestan, idénticas entre sí y a mí, vibrando con una energía que no pertenece a este plano.
Pero entonces… el tiempo se rompe.
Los demás tardan.
Mi cuerpo vuelve a reclamarme con violencia. El dolor regresa multiplicado, brutal. Ya no hay manos que ayuden, ni voces que guíen. Solo yo, el suelo frío, y aquello que aún se resiste a salir.
Aprieto los dientes.
Aferro el mundo con las uñas.
Empujo con todo lo que me queda.
Una vez.
Otra.
Otra más.
Con un esfuerzo que me arranca el alma, consigo sacar cinco más.
Caen pesados. Silenciosos.
No se mueven.
Una lágrima cae por mi mejilla.
—Lo siento mi ama [n.a.a.m.a.h] sólo he podido engendrar a tres...
Los otros tres salen disparados por la ventana rompiéndola y desapareciendo. Listos para causar estragos... mientras el viento que entra por la ventana ondula mi cabello y seca mi lágrima.
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