• — ¿Qué ser humano no quisiera despertar al lado de alguien que lo ame?. Sin restricciones, sin temores, sin vacilar, simplemente amor. Pero esa palabra está muy sobrevalorada, olvidan los detalles pequeños: un saludo, el desayuno cuando la otra persona recién se levanta, palabras de aliento en peores momentos, alegría por el triunfo personal y ajeno.

    Mi ex esposa era todo lo contrario, saltando de fiesta en fiesta, quien sabe con cuántos hombres o mujeres se involucró. Que difícil es encontrar lo llamado media naranja, tal vez me tocó ser un limón.— Cerro los ojos y volvió a dormir.
    — ¿Qué ser humano no quisiera despertar al lado de alguien que lo ame?. Sin restricciones, sin temores, sin vacilar, simplemente amor. Pero esa palabra está muy sobrevalorada, olvidan los detalles pequeños: un saludo, el desayuno cuando la otra persona recién se levanta, palabras de aliento en peores momentos, alegría por el triunfo personal y ajeno. Mi ex esposa era todo lo contrario, saltando de fiesta en fiesta, quien sabe con cuántos hombres o mujeres se involucró. Que difícil es encontrar lo llamado media naranja, tal vez me tocó ser un limón.— Cerro los ojos y volvió a dormir.
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  • https://m.youtube.com/watch?v=t68gVXKYk4Y&pp=ygUfVHJ1Y2UgdmVzc2VsIHR3ZW50eSBvbmUgcGlsb3RzIA%3D%3D

    Se había detenido a descansar en los márgenes del Tártaro, justo donde la negrura del Inframundo cedía apenas a una grieta de luz tenue. El entrenamiento con la Espada Estigia había sido duro; su respiración seguía marcada por el esfuerzo, y algunas heridas recientes ardían bajo el sudor seco. Pero no se quejaba. No estaba hecho para ello. Se sentó en la roca caliente, apoyando la espada a su lado como si fuera un viejo amigo, y alzó la mirada hacia aquel resquicio donde el mundo vivo se deslizaba entre sombras.

    Era raro que buscara observar, simplemente observar. Pero aquella escena no le pasó desapercibida. En la superficie, un viudo hablaba con voz entrecortada frente a una tumba recién sellada. Su esposa, muerta días atrás. Las palabras de despedida cruzaban planos como ecos rotos, y aunque ningún mortal podría notarlo, él si que las oía. Las entendía. La esencia del amor, la pérdida y el adiós brillaba con una belleza cruel.

    Él no parpadeó. No interrumpió. Solo observó.

    Su corazón, aún joven para los estándares eternos, se agitó con algo parecido a la melancolía. Ese tipo de amor –absoluto, efímero, humano– era un misterio. Un tipo de fuerza que no podía blandirse como un arma ni sellarse como un pacto. Y, sin embargo, era tangible en ese instante.

    No envidiaba al viudo. No deseaba esa pena. Pero lo comprendía. Lo honraba en silencio. Y tal vez, en el fondo, se prometía a sí mismo que, si algún día le era concedido conocer algo tan profundamente verdadero… sabría sostenerlo con la misma firmeza con la que sostenía la Espada Estigia.

    Sin decir una palabra, esperó a que el viento callara y el viudo se retirara. Luego, simplemente, se levantó, tomó su hoja, y volvió a adentrarse en la oscuridad.

    Porque aún no era su momento. Él no sabía lo que era amar de ese modo –aún–, pero lo respetaba. Lo atesoraba, aunque solo fuera como espectador.

    “Qué manera tan hermosa de decir adiós…” pensó, sin voz.
    https://m.youtube.com/watch?v=t68gVXKYk4Y&pp=ygUfVHJ1Y2UgdmVzc2VsIHR3ZW50eSBvbmUgcGlsb3RzIA%3D%3D Se había detenido a descansar en los márgenes del Tártaro, justo donde la negrura del Inframundo cedía apenas a una grieta de luz tenue. El entrenamiento con la Espada Estigia había sido duro; su respiración seguía marcada por el esfuerzo, y algunas heridas recientes ardían bajo el sudor seco. Pero no se quejaba. No estaba hecho para ello. Se sentó en la roca caliente, apoyando la espada a su lado como si fuera un viejo amigo, y alzó la mirada hacia aquel resquicio donde el mundo vivo se deslizaba entre sombras. Era raro que buscara observar, simplemente observar. Pero aquella escena no le pasó desapercibida. En la superficie, un viudo hablaba con voz entrecortada frente a una tumba recién sellada. Su esposa, muerta días atrás. Las palabras de despedida cruzaban planos como ecos rotos, y aunque ningún mortal podría notarlo, él si que las oía. Las entendía. La esencia del amor, la pérdida y el adiós brillaba con una belleza cruel. Él no parpadeó. No interrumpió. Solo observó. Su corazón, aún joven para los estándares eternos, se agitó con algo parecido a la melancolía. Ese tipo de amor –absoluto, efímero, humano– era un misterio. Un tipo de fuerza que no podía blandirse como un arma ni sellarse como un pacto. Y, sin embargo, era tangible en ese instante. No envidiaba al viudo. No deseaba esa pena. Pero lo comprendía. Lo honraba en silencio. Y tal vez, en el fondo, se prometía a sí mismo que, si algún día le era concedido conocer algo tan profundamente verdadero… sabría sostenerlo con la misma firmeza con la que sostenía la Espada Estigia. Sin decir una palabra, esperó a que el viento callara y el viudo se retirara. Luego, simplemente, se levantó, tomó su hoja, y volvió a adentrarse en la oscuridad. Porque aún no era su momento. Él no sabía lo que era amar de ese modo –aún–, pero lo respetaba. Lo atesoraba, aunque solo fuera como espectador. “Qué manera tan hermosa de decir adiós…” pensó, sin voz.
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  • "La Casa Negra".

    Los días se están volviendo más largos y el frío se va quedando atrás, el invierno se despide poco a poco y con ello se aleja la estación del año favorita del brujo. El anochecer ha llegado más tarde, la temperatura se mantiene agradable, ni siquiera tuvo que encender la calefacción del bar.

    — Tengo que irme y puede que esté perdido por un par de días. No te comas toda la plantita, por favor...

    El bar queda en buenas manos.

    Tolek se dirige a la trastienda donde una habitación sellada por medios mágicos le espera, sólo él es capaz de abrir la puerta que le abre paso directo al único mueble en la estancia: un diván. El brujo gruñe por lo bajo antes de darle la espalda al condenado mueble y cierra la puerta antes de abrir el portal que le lleva a las coordenadas que le ha facilitado su primo.

    Aparece un bosque del otro lado, Tolek puede sentir la vibra perturbadora tan propia de Los Apalaches, pero al contrario de la mayoría, a él no le incomoda en lo más mínimo. Pero aquí, dicha vibra se siente con mayor intensidad, como si las venas mágicas que circulan en el ambiente bombearan de forma errática y distorsionada, una sensación que sólo ha sentido en las backroom.

    Recuerda las palabras de Raffaele: "es la primera vez que me enfrento a espacios liminales".

    — Van a necesitar una guía —concluye, pensando en voz alta y hablándole a la nada.

    "La nada", que en realidad es un todo y algo más. Mientras camina por los alrededores va sondeando la intensidad de la energía que dejó la brecha que trajo la casa hasta aquí en primer lugar. Tras alrededor de media hora de sólo caminar alrededor, Tolek puede establecer un epicentro que debe haber sido el núcleo de la vivienda cuando estuvo aquí, aunque ya solo quedan rastros, potentes, pero con una carga caótica mucho menos significativa.

    Observando a su alrededor, el brujo da cuenta de lo que parece un árbol más pequeño que el resto cuya apariencia le resulta tan familiar como antinatural. Mirando más de cerca, Tolek nota que se trata de un pino de plástico, un árbol de navidad sintético.

    — A Thomas no le gustaba que usáramos árboles de verdad... —murmura, mientras sus dedos acarician tiernamente las hojitas ficticias.

    Ese es el residuo liminal que estaba buscando.

    El brujo clava su bastón justo al costado del pino de plástico.

    — Muéstrame la vena que te alimenta —dice, ordenándole.

    El bastón gana temperatura, la primera señal de que se ha conectado a la fuente de magia más cercana y que, seguramente, sea la que alimenta también al pino.

    Tolek no necesita tocar el bastón para saberlo, pero sí necesita que la vena sea visible para sus ojos humanos, de alguna manera. Para ello, se lleva la mano al bolsillo para sacar un puñado de pequeñas pelotitas similares a pelusas de polvo, de color blanquecino y casi transparente, frágiles como copos de nieve, pero no se derriten. Se acerca la mano a la boca para susurrarles el conjuro que despertará a las pelusas de su letargo, con voz cálida las llama a la vida.

    Las pelusas se sacuden suave y perezosamente hasta desenrollarse como quien extiende el hilo de diminutas madejas de lana clara, van tomando forma de cientos de minúsculas criaturitas largas y aladas, como si a una lombriz le hubieran crecido una docena de pequeñas alitas.

    — Enséñenme el camino —les susurra, antes de liberarlas al viento.

    Las criaturitas, para las que la gente común ha adoptado el nombre de "rods", se dejan llevar con el soplo del aliento del brujo antes de remontar el vuelo. Se vuelven invisibles de lo rápido que son capaces de volar, así que Tolek ya sólo puede esperar a que los pequeños gusanitos con alas puedan cumplirle su petición.

    #ElBrujoCojo ꧁ঔৣ☬✞ 𝕮𝖗𝖔𝖜 ✞☬ঔৣ꧂
    "La Casa Negra". Los días se están volviendo más largos y el frío se va quedando atrás, el invierno se despide poco a poco y con ello se aleja la estación del año favorita del brujo. El anochecer ha llegado más tarde, la temperatura se mantiene agradable, ni siquiera tuvo que encender la calefacción del bar. — Tengo que irme y puede que esté perdido por un par de días. No te comas toda la plantita, por favor... El bar queda en buenas manos. Tolek se dirige a la trastienda donde una habitación sellada por medios mágicos le espera, sólo él es capaz de abrir la puerta que le abre paso directo al único mueble en la estancia: un diván. El brujo gruñe por lo bajo antes de darle la espalda al condenado mueble y cierra la puerta antes de abrir el portal que le lleva a las coordenadas que le ha facilitado su primo. Aparece un bosque del otro lado, Tolek puede sentir la vibra perturbadora tan propia de Los Apalaches, pero al contrario de la mayoría, a él no le incomoda en lo más mínimo. Pero aquí, dicha vibra se siente con mayor intensidad, como si las venas mágicas que circulan en el ambiente bombearan de forma errática y distorsionada, una sensación que sólo ha sentido en las backroom. Recuerda las palabras de Raffaele: "es la primera vez que me enfrento a espacios liminales". — Van a necesitar una guía —concluye, pensando en voz alta y hablándole a la nada. "La nada", que en realidad es un todo y algo más. Mientras camina por los alrededores va sondeando la intensidad de la energía que dejó la brecha que trajo la casa hasta aquí en primer lugar. Tras alrededor de media hora de sólo caminar alrededor, Tolek puede establecer un epicentro que debe haber sido el núcleo de la vivienda cuando estuvo aquí, aunque ya solo quedan rastros, potentes, pero con una carga caótica mucho menos significativa. Observando a su alrededor, el brujo da cuenta de lo que parece un árbol más pequeño que el resto cuya apariencia le resulta tan familiar como antinatural. Mirando más de cerca, Tolek nota que se trata de un pino de plástico, un árbol de navidad sintético. — A Thomas no le gustaba que usáramos árboles de verdad... —murmura, mientras sus dedos acarician tiernamente las hojitas ficticias. Ese es el residuo liminal que estaba buscando. El brujo clava su bastón justo al costado del pino de plástico. — Muéstrame la vena que te alimenta —dice, ordenándole. El bastón gana temperatura, la primera señal de que se ha conectado a la fuente de magia más cercana y que, seguramente, sea la que alimenta también al pino. Tolek no necesita tocar el bastón para saberlo, pero sí necesita que la vena sea visible para sus ojos humanos, de alguna manera. Para ello, se lleva la mano al bolsillo para sacar un puñado de pequeñas pelotitas similares a pelusas de polvo, de color blanquecino y casi transparente, frágiles como copos de nieve, pero no se derriten. Se acerca la mano a la boca para susurrarles el conjuro que despertará a las pelusas de su letargo, con voz cálida las llama a la vida. Las pelusas se sacuden suave y perezosamente hasta desenrollarse como quien extiende el hilo de diminutas madejas de lana clara, van tomando forma de cientos de minúsculas criaturitas largas y aladas, como si a una lombriz le hubieran crecido una docena de pequeñas alitas. — Enséñenme el camino —les susurra, antes de liberarlas al viento. Las criaturitas, para las que la gente común ha adoptado el nombre de "rods", se dejan llevar con el soplo del aliento del brujo antes de remontar el vuelo. Se vuelven invisibles de lo rápido que son capaces de volar, así que Tolek ya sólo puede esperar a que los pequeños gusanitos con alas puedan cumplirle su petición. #ElBrujoCojo [TheCrow]
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  • - Se escuchaba el ruido de la televisión de fondo mientras ella se estaba vistiendo con pantalón negro , camisa negra y un cinturon del mismo tono.

    " Noticias internacionales, el día de ayer en el lado oeste de Londres, la policía encontró, en el departamento de uno de los integrantes de la familia Carbone, una escena escalofriante.
    Aún se está investigando para saber si Paul Carbone que podría ser el cuerpo descuartizado que se encontró, junto a más de 8 de su equipo de seguridad.
    Las cámaras de seguridad no captaron nada solo hubo interferencia en ciertos puntos.
    Los vecinos del lugar tampoco vieron a nadie salir , ¿Será un asesinato perfectamente ejecutado, o un ataque de ira por parte del integrante de la familia Carbone?
    Lo sabremos dentro de los días "

    La mujer escucho la noticia mientras se preparaba un mokaccino, el café se había vuelto su mejor amigo estos meses para mantenerse despierta. En eso su teléfono suena , mira el número y reconoce el prefijo, Turquía -

    Aló..

    : En que diablos pensabas mujer!. Por esa razón mandaste a tu hijo conmigo?

    También es un gusto escucharte Asla, tanto tiempo.

    : no me cambies el tema, toma el primer vuelo y ven a casa. Necesito los detalles de lo que ocurre ... Hermana

    - esa palabra no la había escuchado en más de 20 años cuando a los 15 se fue de la protección de los Soykan.-

    Bien iré pero te responderé solo lo que puedas saber

    : Enviaré a Ati para que vaya a recogerte al aeropuerto.

    -del otro lado colgaron el teléfono, y la joven solo suspiro, Aslan era astuto pero impulsivo, no podía contarle todo si lo hacía podía involucrarlos en una guerra estúpida. Tomo su chaqueta , miro un momento la televisión y luego la apagó, saliendo de la habitación en dirección al aeropuerto -
    - Se escuchaba el ruido de la televisión de fondo mientras ella se estaba vistiendo con pantalón negro , camisa negra y un cinturon del mismo tono. " Noticias internacionales, el día de ayer en el lado oeste de Londres, la policía encontró, en el departamento de uno de los integrantes de la familia Carbone, una escena escalofriante. Aún se está investigando para saber si Paul Carbone que podría ser el cuerpo descuartizado que se encontró, junto a más de 8 de su equipo de seguridad. Las cámaras de seguridad no captaron nada solo hubo interferencia en ciertos puntos. Los vecinos del lugar tampoco vieron a nadie salir , ¿Será un asesinato perfectamente ejecutado, o un ataque de ira por parte del integrante de la familia Carbone? Lo sabremos dentro de los días " La mujer escucho la noticia mientras se preparaba un mokaccino, el café se había vuelto su mejor amigo estos meses para mantenerse despierta. En eso su teléfono suena , mira el número y reconoce el prefijo, Turquía - Aló.. 📱: En que diablos pensabas mujer!. Por esa razón mandaste a tu hijo conmigo? También es un gusto escucharte Asla, tanto tiempo. 📱: no me cambies el tema, toma el primer vuelo y ven a casa. Necesito los detalles de lo que ocurre ... Hermana - esa palabra no la había escuchado en más de 20 años cuando a los 15 se fue de la protección de los Soykan.- Bien iré pero te responderé solo lo que puedas saber 📱: Enviaré a Ati para que vaya a recogerte al aeropuerto. -del otro lado colgaron el teléfono, y la joven solo suspiro, Aslan era astuto pero impulsivo, no podía contarle todo si lo hacía podía involucrarlos en una guerra estúpida. Tomo su chaqueta , miro un momento la televisión y luego la apagó, saliendo de la habitación en dirección al aeropuerto -
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  • Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó:

    —Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición.

    Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud.

    —Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor.

    Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua.

    —A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe.

    Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado.

    —Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí.

    Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche.

    —Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad.

    Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire.

    —Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos.

    Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento:

    —No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo.

    Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado.
    Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo.
    Sino por reverencia.
    Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó: —Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición. Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud. —Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor. Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua. —A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe. Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado. —Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí. Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche. —Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad. Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire. —Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos. Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento: —No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo. Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado. Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo. Sino por reverencia.
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  • Cuartel Bravo-1.
    Sala de Interrogatorio.
    Hora: 13:23.

    El sonido metálico de la puerta abriéndose lo despertó. Viper no sabía cómo o cuándo se quedó dormido sobre la mesa metálica.

    El capitán Delacroix tomó la palabra.

    — Han pasado poco más de seis horas desde que saliste de esa casa, Viper. Tú solo. ¿Qué demonios pasó con tu equipo?

    Delacroix no estaba poniendo ningún esfuerzo en entender la situación. Viper lo sabía de antemano.

    — Lo que dije —Viper insistió.

    Delacroix golpeó la mesa con la palma.

    — No puedes seguir diciendo eso, Viper. Tienes que darme algo que pueda poner en el informe.

    Viper no se inmutó, su mirada se clavó en la ajena, fría y persistente.

    — La casa se los llevó.

    Su voz era seria y oscura, sin dar lugar a dudas. Como las fechas grabadas en un lápida.

    Delacroix frunció aún más el entrecejo antes de alejarse de la mesa y de Viper. Pocos podían resistir esa mirada depredadora del naga cuando iba realmente en serio.

    — La casa se los llevó... —Delacroix repitió sus palabras en tono estéril, pero Viper sabía que no le creía—. ¿Eso es lo que vas a reportar? ¿Te das cuenta en la posición que eso te deja?

    Viper lo sabía. Su cordura sería la primera en ponerse en duda. Luego, cuando se aseguraran de que no está loco dudarían de su lealtad.

    No le importaba.

    Sin embargo, más tarde, cuando no encontraran pruebas y los ánimos se enfriaran, la decisión sería definitiva: sus compañeros serían declarados como MIA y el incidente sería sepultado sin ceremonia alguna.

    Eso sí le importaba.

    — ¿Por qué tú? —El silencio de Viper ponía a Delacroix impaciente—. Eres el único que no llevaba cámara térmica. No hay rastros de psicoactivos en tu sangre dado que las toxinas desaparecen de tu cuerpo naga en un tris. Tú evaluación psicológica es impecable, siempre lo ha sido, incluso durante tu pasado como sicario en Durga.

    Delacroix ya no quería una confesión. Quería una excusa, estaba acorralándole. Le estaba enseñando su futuro.

    — Tienes que darnos algo. Tenemos cuatro agentes desaparecidos y no hay registro de amenaza real alguna. Sólo tú, saliendo de esa casa por tus propios pies.

    Viper veía en los ojos de Delacroix el peso de la condena.

    No podía culparle, Delacroix prefería salvarse el culo antes de apoyarle. Viper ya estaba bien acostumbrado a no esperar nada de ningún superior.

    — La casa se los tragó.

    Firmó su sentencia.

    Delacroix soltó un largo suspiro justo antes de que se abriera la puerta de golpe. Dos agentes de trajes negros entraron en la sala.

    — Capitán Delacroix, esto es todo. A partir de ahora, el sargento NigDurgae está bajo nuestra supervisión.

    Viper arqueó una ceja. Delacroix frunció aún más el ceño.

    — ¿Qué demonios...?

    Los agentes exhibieron un par de insignias que lograron relajarle el entrecejo a Delacroix. Después de echarle una última mirada en la que a Viper le pareció ver un perturbador rastro de lástima, el capitán se marchó.

    — Sargento, ¿Qué fue lo que vio?

    El agente tomó asiento frente a él, el otro se mantuvo de pie bloqueando la puerta de la sala.

    — La casa se los llevó —Viper repitió, por enésima vez.

    — ¿Cómo se los llevó? ¿Fue a través de espejos que mostraban reflejos irregulares? ¿Oyeron sus nombres? ¿O quizás vieron habitaciones con objetos demasiado personales como para pasar por alto?

    Viper mantuvo su estoicismo sin brecha alguna, pero sentía que este hombre frente a él sabía de lo que estaba hablando.

    — ¿Por qué cree que no se lo llevó a usted?

    Haciendo del silencio su apoyo, Viper esperó un momento antes de responder.

    — Porque no tuve miedo —los recuerdos volvieron a su mente—. Todo era normal en ese sitio hasta que uno de nosotros sintió miedo. Y mientras más miedo sentían, peor se volvía.

    El hombre de negro no reaccionó. ¿Quizás estaba acostumbrado a esta clase de cosas?

    — Sargento, como se habrá dado cuenta, la suya es una capacidad difícil de encontrar.

    La adulación del hombre misterioso cayó en saco roto. Viper no estaba dispuesto a dejarse engatusar.

    — Y aún así, no fue suficiente para sacarlos de ahí.

    Su equipo estaba compuesto por hombres bien experimentados y bien preparados, incluso Dorsey. Todos tuvieron que pasar por un cruel entrenamiento que los preparó hasta para resistir torturas. Pero sólo eran humanos comunes con vidas corrientes. Viper, en cambio, nació para ser convertido en un arma, adicto a la adrenalina, amo de sus emociones y altamente eficiente.

    Controlar su miedo era como dar un paseo por el parque.

    — Sargento, lo que quiero decir es que hay muchas más víctimas ahí fuera siendo tragados por edificios anómalos que gente preparada para protegerlas.

    El hombre dejó una carpeta sobre la mesa. Cuando la abrió, Viper pudo ver una serie de fotografías de diferentes ángulos de la mansión, esa misma mansión, en diferentes paisajes de fondo. Desierto, bosques, en medio de una ciudad...

    — Siempre es la misma casa que sólo aparece allí, en medio de la nada, sólo para cobrarse más y más víctimas desprevenidas.

    El hombre agregó una página con una serie de fotografías de los rostros de las víctimas.
    Su equipo estaba ahí, al final de la lista.

    En ese momento, Viper ató cabos.

    La Frontera. The Animals. Wolf ᴬᵁ . Su equipo podría no estar perdido del todo. Necesitaba personas preparadas de verdad, personas que no tuvieran miedo, que supieran a lo que se enfrentaban. Necesitaba a Wolf.

    El hombre de negro sonrió triunfal.

    — Sargento, necesitamos que nos acompañe. Su experiencia podría ser muy útil para nuestra organización.

    — No —Viper fue implacable.

    — Sargento, alguien como usted comprende las consecuencias de sus actos. Le juzgarán, le culparán, le tratarán de demente. Su vida jamás volverá a ser la mis-.

    Las palabras del agente se interrumpieron de forma abrupta cuando Viper, de pronto, desapareció. Sólo quedó un leve rastro de humo negro que se desvaneció rápidamente.
    Cuartel Bravo-1. Sala de Interrogatorio. Hora: 13:23. El sonido metálico de la puerta abriéndose lo despertó. Viper no sabía cómo o cuándo se quedó dormido sobre la mesa metálica. El capitán Delacroix tomó la palabra. — Han pasado poco más de seis horas desde que saliste de esa casa, Viper. Tú solo. ¿Qué demonios pasó con tu equipo? Delacroix no estaba poniendo ningún esfuerzo en entender la situación. Viper lo sabía de antemano. — Lo que dije —Viper insistió. Delacroix golpeó la mesa con la palma. — No puedes seguir diciendo eso, Viper. Tienes que darme algo que pueda poner en el informe. Viper no se inmutó, su mirada se clavó en la ajena, fría y persistente. — La casa se los llevó. Su voz era seria y oscura, sin dar lugar a dudas. Como las fechas grabadas en un lápida. Delacroix frunció aún más el entrecejo antes de alejarse de la mesa y de Viper. Pocos podían resistir esa mirada depredadora del naga cuando iba realmente en serio. — La casa se los llevó... —Delacroix repitió sus palabras en tono estéril, pero Viper sabía que no le creía—. ¿Eso es lo que vas a reportar? ¿Te das cuenta en la posición que eso te deja? Viper lo sabía. Su cordura sería la primera en ponerse en duda. Luego, cuando se aseguraran de que no está loco dudarían de su lealtad. No le importaba. Sin embargo, más tarde, cuando no encontraran pruebas y los ánimos se enfriaran, la decisión sería definitiva: sus compañeros serían declarados como MIA y el incidente sería sepultado sin ceremonia alguna. Eso sí le importaba. — ¿Por qué tú? —El silencio de Viper ponía a Delacroix impaciente—. Eres el único que no llevaba cámara térmica. No hay rastros de psicoactivos en tu sangre dado que las toxinas desaparecen de tu cuerpo naga en un tris. Tú evaluación psicológica es impecable, siempre lo ha sido, incluso durante tu pasado como sicario en Durga. Delacroix ya no quería una confesión. Quería una excusa, estaba acorralándole. Le estaba enseñando su futuro. — Tienes que darnos algo. Tenemos cuatro agentes desaparecidos y no hay registro de amenaza real alguna. Sólo tú, saliendo de esa casa por tus propios pies. Viper veía en los ojos de Delacroix el peso de la condena. No podía culparle, Delacroix prefería salvarse el culo antes de apoyarle. Viper ya estaba bien acostumbrado a no esperar nada de ningún superior. — La casa se los tragó. Firmó su sentencia. Delacroix soltó un largo suspiro justo antes de que se abriera la puerta de golpe. Dos agentes de trajes negros entraron en la sala. — Capitán Delacroix, esto es todo. A partir de ahora, el sargento NigDurgae está bajo nuestra supervisión. Viper arqueó una ceja. Delacroix frunció aún más el ceño. — ¿Qué demonios...? Los agentes exhibieron un par de insignias que lograron relajarle el entrecejo a Delacroix. Después de echarle una última mirada en la que a Viper le pareció ver un perturbador rastro de lástima, el capitán se marchó. — Sargento, ¿Qué fue lo que vio? El agente tomó asiento frente a él, el otro se mantuvo de pie bloqueando la puerta de la sala. — La casa se los llevó —Viper repitió, por enésima vez. — ¿Cómo se los llevó? ¿Fue a través de espejos que mostraban reflejos irregulares? ¿Oyeron sus nombres? ¿O quizás vieron habitaciones con objetos demasiado personales como para pasar por alto? Viper mantuvo su estoicismo sin brecha alguna, pero sentía que este hombre frente a él sabía de lo que estaba hablando. — ¿Por qué cree que no se lo llevó a usted? Haciendo del silencio su apoyo, Viper esperó un momento antes de responder. — Porque no tuve miedo —los recuerdos volvieron a su mente—. Todo era normal en ese sitio hasta que uno de nosotros sintió miedo. Y mientras más miedo sentían, peor se volvía. El hombre de negro no reaccionó. ¿Quizás estaba acostumbrado a esta clase de cosas? — Sargento, como se habrá dado cuenta, la suya es una capacidad difícil de encontrar. La adulación del hombre misterioso cayó en saco roto. Viper no estaba dispuesto a dejarse engatusar. — Y aún así, no fue suficiente para sacarlos de ahí. Su equipo estaba compuesto por hombres bien experimentados y bien preparados, incluso Dorsey. Todos tuvieron que pasar por un cruel entrenamiento que los preparó hasta para resistir torturas. Pero sólo eran humanos comunes con vidas corrientes. Viper, en cambio, nació para ser convertido en un arma, adicto a la adrenalina, amo de sus emociones y altamente eficiente. Controlar su miedo era como dar un paseo por el parque. — Sargento, lo que quiero decir es que hay muchas más víctimas ahí fuera siendo tragados por edificios anómalos que gente preparada para protegerlas. El hombre dejó una carpeta sobre la mesa. Cuando la abrió, Viper pudo ver una serie de fotografías de diferentes ángulos de la mansión, esa misma mansión, en diferentes paisajes de fondo. Desierto, bosques, en medio de una ciudad... — Siempre es la misma casa que sólo aparece allí, en medio de la nada, sólo para cobrarse más y más víctimas desprevenidas. El hombre agregó una página con una serie de fotografías de los rostros de las víctimas. Su equipo estaba ahí, al final de la lista. En ese momento, Viper ató cabos. La Frontera. The Animals. [Wolfy]. Su equipo podría no estar perdido del todo. Necesitaba personas preparadas de verdad, personas que no tuvieran miedo, que supieran a lo que se enfrentaban. Necesitaba a Wolf. El hombre de negro sonrió triunfal. — Sargento, necesitamos que nos acompañe. Su experiencia podría ser muy útil para nuestra organización. — No —Viper fue implacable. — Sargento, alguien como usted comprende las consecuencias de sus actos. Le juzgarán, le culparán, le tratarán de demente. Su vida jamás volverá a ser la mis-. Las palabras del agente se interrumpieron de forma abrupta cuando Viper, de pronto, desapareció. Sólo quedó un leve rastro de humo negro que se desvaneció rápidamente.
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  • Afuera, la ciudad palpitaba con su ruido habitual, pero en el interior del pequeño local, todo era calma. Iona se movía con la delicadeza de quien conoce bien el lenguaje del silencio. La florería olía a tierra húmeda, pétalos recién abiertos y algo más sutil, casi secreto: la promesa del descanso.

    Eligió con cuidado una ramita de lavanda, un par de capullos de jazmín y unas pocas flores secas de malva, que crujieron levemente entre sus dedos pálidos. No medía las cantidades; las sentía. Cada mezcla era distinta, y cada infusión un pequeño ritual, íntimo y necesario.

    Colocó el agua a calentar y, mientras tanto, machacó las flores en un cuenco de cerámica con trazos plateados. El aroma comenzó a elevarse en el aire, envolviéndola como un abrazo tibio: dulce, floral, con un dejo de nostalgia.

    Al ver el primer hervor, retiró el agua y la vertió sobre las flores. El vapor subió lento, cargado de memorias invisibles. Iona cerró los ojos y respiró profundamente. Por unos minutos, no fue ni Lepus ni guardiana. Fue solo ella, en su rincón de mundo, rodeada de fragancia y vapor, con una taza caliente entre las manos.

    Preparar té con flores era, tal vez, lo más humano que hacía. Y en secreto, lo que más disfrutaba.
    Afuera, la ciudad palpitaba con su ruido habitual, pero en el interior del pequeño local, todo era calma. Iona se movía con la delicadeza de quien conoce bien el lenguaje del silencio. La florería olía a tierra húmeda, pétalos recién abiertos y algo más sutil, casi secreto: la promesa del descanso. Eligió con cuidado una ramita de lavanda, un par de capullos de jazmín y unas pocas flores secas de malva, que crujieron levemente entre sus dedos pálidos. No medía las cantidades; las sentía. Cada mezcla era distinta, y cada infusión un pequeño ritual, íntimo y necesario. Colocó el agua a calentar y, mientras tanto, machacó las flores en un cuenco de cerámica con trazos plateados. El aroma comenzó a elevarse en el aire, envolviéndola como un abrazo tibio: dulce, floral, con un dejo de nostalgia. Al ver el primer hervor, retiró el agua y la vertió sobre las flores. El vapor subió lento, cargado de memorias invisibles. Iona cerró los ojos y respiró profundamente. Por unos minutos, no fue ni Lepus ni guardiana. Fue solo ella, en su rincón de mundo, rodeada de fragancia y vapor, con una taza caliente entre las manos. Preparar té con flores era, tal vez, lo más humano que hacía. Y en secreto, lo que más disfrutaba.
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  • Convivencia forzada:

    Capítulo 2:
    Del miedo no se huye.
    Incluso las flores tiemblan cuando el invierno acecha.
    Earthrealm — Fangjiang.
    (Autoconclusivo)


    La casa, alguna vez su refugio, se había transformado en una jaula. Su hogar, donde las risas de los niños solían llenar las mañanas, donde el aroma a tinta y a hierbas se mezclaba con la voz cálida de sus enseñanzas, ahora era un espacio silenciado por la presencia del depredador.

    Syzoth no permitía que los niños regresaran. **“No quiero ver mocosos en esta casa”,** había gruñido el primer día. Y así, los pequeños que tanto amaba Mei fueron desterrados de su rutina sin aviso ni explicación. Todo lo que antes le daba sentido a sus días había desaparecido.

    La extrañeza se volvió dolor. El dolor, desesperación.

    Y esa mañana, por primera vez, Syzoth no estaba en el mismo rincón acechando. El silencio era diferente. No pesado, sino vacío. No se oía su respiración, ni el roce sutil de sus garras contra la madera.

    ¿Se había ido?

    Mei contuvo el aliento. No había forma de saberlo, pero el impulso fue más fuerte que el miedo. Se cubrió con una capa sencilla, ajustó el velo que ocultaba parte de su rostro y salió, pisando apenas, como si el suelo pudiera traicionarla.

    El aire frío le acarició el rostro. El camino hasta el sendero del pueblo no era largo, solo un trecho más allá del jardín. Allí, tal vez, podría pedir ayuda… o simplemente ver a los niños. Tal vez distraerse. Tal vez respirar.

    Pero su inquilino no dormía. No descansaba.
    Y cazadores como él no necesitan ver para saber.

    No había avanzado más que unos pasos cuando un susurro reptante cortó el viento. Un zumbido. Un desplazamiento en la maleza. Y luego, en un parpadeo, fue atrapada.

    Una mano férrea como piedra la sujetó del brazo y, con un tirón violento, la hizo girar de golpe.

    —¿A dónde ibas? —la voz de Syzoth era una daga envuelta en humo.

    Mei tembló. Intentó dar un paso atrás, pero él no se lo permitió. La arrastró de vuelta a la casa, sin decir más, como quien arrastra un objeto extraviado, no una persona. Ella forcejeaba, pero él ni se inmutaba. No era crueldad desmedida… era naturaleza. Él no entendía el dolor que causaba. Ni le importaba.

    Una vez dentro, la empujó contra la pared con tal fuerza que las tablas crujieron.

    —Responde. ¿Por qué escapabas?

    —Yo… yo solo quería ir al pueblo…

    —¿Para qué? ¿Para traer a alguien? ¿Delatarme?

    —¡No! ¡No era eso!

    Su incredulidad era venenosa. No buscaba explicaciones, buscaba control. Mei no supo qué decir. El miedo la ahogaba.

    Syzoth apretó sus hombros, y ella reprimió un grito. La pared le raspaba la espalda. No tenía salida.

    —No sabes con quién estás jugando —dijo, los ojos brillando de forma inhumana.

    Y entonces, ella se quebró.

    —¡Yo no quiero jugar contigo! —gimió, con las lágrimas descendiendo por sus mejillas pálidas—. Extraño mi vida… ¡Mi casa era tranquila antes de ti! Extraño enseñar a los niños, verlos aprender, sus risas, sus dibujos, sus preguntas inocentes… ¡Extraño no tener miedo!

    Sus palabras se disolvieron en un hilo roto. Syzoth la observó. Inmóvil. Frío. Una furia contenida vibraba en sus ojos como el filo de una cuchilla. Pero entonces, sin soltarla aún, dijo:

    —Syzoth.

    —¿Qué…?

    —Mi nombre. Syzoth. Para que sepas quién te está matando si vuelves a intentar huir.

    Él mantuvo su mirada hacia ella, miraba sus expresiones y hasta su miedo en su mayor expresión, entonces, su rostro torcido en una mueca que era entre burla y amenaza. Se inclinó lentamente, y al oído le susurró:

    —Acostúmbrate al miedo y a su nombre.

    La soltó con un empujón seco y desapareció. Como una sombra que se funde en las paredes, se desvaneció usando su habilidad para volverse invisible.

    Mei cayó al suelo, aún temblando. Se quedó ahí unos minutos, el rostro húmedo, las manos en el regazo. Sentía que todo en su interior se rompía y que nadie podía verla para recoger los pedazos.

    Con dificultad, se incorporó y caminó hasta el estudio. Aquel rincón, donde antaño daba clases de escritura y cultivaba hierbas para infusiones, ahora era su dormitorio improvisado. Se sentó en el futón, abrazando una manta sin fuerzas.

    Miró el techo. Lloró un poco más. Luego… nada. El cansancio le pesaba en los huesos. Horas después, Syzoth la encontró así. En posición fetal, los ojos hinchados, el ceño aún fruncido por el llanto incluso dormida.

    La observó por largo rato sin decir nada.

    No entendía su dolor, pero tampoco lo ignoraba entonces se fue a la habitación donde él dormía, o mas bien había reclamado como suya,  tomo una manta y volvió con esta en sus brazos, se la echó encima de forma brusca, casi torpe, como si el acto en sí lo incomodara. Y antes de irse, tomó una daga corta de su cinturón —no cualquier arma, sino una de caza ritual, de hoja negra y empuñadura con grabados zaterranos— tomó una hoja de ese escritorio y un lápiz, escribió algo en ella  y la clavó en la mesa atravesando la hoja completamente, en la nota rezaba:

    "Alístate. Tus mocosos vendrán pronto."

    La mañana siguiente, Mei despertó sintiendo algo diferente. El peso de la manta. El frío ausente. Y luego, vio la nota… y la daga.

    Leyó.
    Releyó.

    No supo si era una amenaza, una burla… o algo más extraño aún: una disculpa. Una forma brutal de decir "te escuché", "no sé cómo manejar esto", o tal vez… "no quiero seguir siendo ese monstruo".
    Y aunque su corazón aún dolía, aunque el miedo no se había ido… una leve sonrisa se asomó en sus labios.

    No era la paz que soñaba. Pero tal vez, solo tal vez… la tormenta comenzaba a dar paso a algo distinto.
    Convivencia forzada: Capítulo 2: Del miedo no se huye. Incluso las flores tiemblan cuando el invierno acecha. Earthrealm — Fangjiang. (Autoconclusivo) La casa, alguna vez su refugio, se había transformado en una jaula. Su hogar, donde las risas de los niños solían llenar las mañanas, donde el aroma a tinta y a hierbas se mezclaba con la voz cálida de sus enseñanzas, ahora era un espacio silenciado por la presencia del depredador. Syzoth no permitía que los niños regresaran. **“No quiero ver mocosos en esta casa”,** había gruñido el primer día. Y así, los pequeños que tanto amaba Mei fueron desterrados de su rutina sin aviso ni explicación. Todo lo que antes le daba sentido a sus días había desaparecido. La extrañeza se volvió dolor. El dolor, desesperación. Y esa mañana, por primera vez, Syzoth no estaba en el mismo rincón acechando. El silencio era diferente. No pesado, sino vacío. No se oía su respiración, ni el roce sutil de sus garras contra la madera. ¿Se había ido? Mei contuvo el aliento. No había forma de saberlo, pero el impulso fue más fuerte que el miedo. Se cubrió con una capa sencilla, ajustó el velo que ocultaba parte de su rostro y salió, pisando apenas, como si el suelo pudiera traicionarla. El aire frío le acarició el rostro. El camino hasta el sendero del pueblo no era largo, solo un trecho más allá del jardín. Allí, tal vez, podría pedir ayuda… o simplemente ver a los niños. Tal vez distraerse. Tal vez respirar. Pero su inquilino no dormía. No descansaba. Y cazadores como él no necesitan ver para saber. No había avanzado más que unos pasos cuando un susurro reptante cortó el viento. Un zumbido. Un desplazamiento en la maleza. Y luego, en un parpadeo, fue atrapada. Una mano férrea como piedra la sujetó del brazo y, con un tirón violento, la hizo girar de golpe. —¿A dónde ibas? —la voz de Syzoth era una daga envuelta en humo. Mei tembló. Intentó dar un paso atrás, pero él no se lo permitió. La arrastró de vuelta a la casa, sin decir más, como quien arrastra un objeto extraviado, no una persona. Ella forcejeaba, pero él ni se inmutaba. No era crueldad desmedida… era naturaleza. Él no entendía el dolor que causaba. Ni le importaba. Una vez dentro, la empujó contra la pared con tal fuerza que las tablas crujieron. —Responde. ¿Por qué escapabas? —Yo… yo solo quería ir al pueblo… —¿Para qué? ¿Para traer a alguien? ¿Delatarme? —¡No! ¡No era eso! Su incredulidad era venenosa. No buscaba explicaciones, buscaba control. Mei no supo qué decir. El miedo la ahogaba. Syzoth apretó sus hombros, y ella reprimió un grito. La pared le raspaba la espalda. No tenía salida. —No sabes con quién estás jugando —dijo, los ojos brillando de forma inhumana. Y entonces, ella se quebró. —¡Yo no quiero jugar contigo! —gimió, con las lágrimas descendiendo por sus mejillas pálidas—. Extraño mi vida… ¡Mi casa era tranquila antes de ti! Extraño enseñar a los niños, verlos aprender, sus risas, sus dibujos, sus preguntas inocentes… ¡Extraño no tener miedo! Sus palabras se disolvieron en un hilo roto. Syzoth la observó. Inmóvil. Frío. Una furia contenida vibraba en sus ojos como el filo de una cuchilla. Pero entonces, sin soltarla aún, dijo: —Syzoth. —¿Qué…? —Mi nombre. Syzoth. Para que sepas quién te está matando si vuelves a intentar huir. Él mantuvo su mirada hacia ella, miraba sus expresiones y hasta su miedo en su mayor expresión, entonces, su rostro torcido en una mueca que era entre burla y amenaza. Se inclinó lentamente, y al oído le susurró: —Acostúmbrate al miedo y a su nombre. La soltó con un empujón seco y desapareció. Como una sombra que se funde en las paredes, se desvaneció usando su habilidad para volverse invisible. Mei cayó al suelo, aún temblando. Se quedó ahí unos minutos, el rostro húmedo, las manos en el regazo. Sentía que todo en su interior se rompía y que nadie podía verla para recoger los pedazos. Con dificultad, se incorporó y caminó hasta el estudio. Aquel rincón, donde antaño daba clases de escritura y cultivaba hierbas para infusiones, ahora era su dormitorio improvisado. Se sentó en el futón, abrazando una manta sin fuerzas. Miró el techo. Lloró un poco más. Luego… nada. El cansancio le pesaba en los huesos. Horas después, Syzoth la encontró así. En posición fetal, los ojos hinchados, el ceño aún fruncido por el llanto incluso dormida. La observó por largo rato sin decir nada. No entendía su dolor, pero tampoco lo ignoraba entonces se fue a la habitación donde él dormía, o mas bien había reclamado como suya,  tomo una manta y volvió con esta en sus brazos, se la echó encima de forma brusca, casi torpe, como si el acto en sí lo incomodara. Y antes de irse, tomó una daga corta de su cinturón —no cualquier arma, sino una de caza ritual, de hoja negra y empuñadura con grabados zaterranos— tomó una hoja de ese escritorio y un lápiz, escribió algo en ella  y la clavó en la mesa atravesando la hoja completamente, en la nota rezaba: "Alístate. Tus mocosos vendrán pronto." La mañana siguiente, Mei despertó sintiendo algo diferente. El peso de la manta. El frío ausente. Y luego, vio la nota… y la daga. Leyó. Releyó. No supo si era una amenaza, una burla… o algo más extraño aún: una disculpa. Una forma brutal de decir "te escuché", "no sé cómo manejar esto", o tal vez… "no quiero seguir siendo ese monstruo". Y aunque su corazón aún dolía, aunque el miedo no se había ido… una leve sonrisa se asomó en sus labios. No era la paz que soñaba. Pero tal vez, solo tal vez… la tormenta comenzaba a dar paso a algo distinto.
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  • ??: ¿Cómo es que puedas desayunar pastelillos todos los días y estar tan delgada?.
    Kara: Soy una alienígena.
    ??: ¿Cómo es que puedas desayunar pastelillos todos los días y estar tan delgada?. Kara: Soy una alienígena.
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  • El primer encuentro de dos mundos — El extraño del bosque.
    Earthrealm — Fangjiang.
    (Autoconclusivo)

    ----

    La brisa suave de la mañana acariciaba los campos de Fangjiang, llevando consigo el dulce aroma de las frambuesas recién cortadas. Mei, arrodillada junto a un arbusto, apartó un mechón oscuro de su rostro mientras llenaba un cesto de mimbre con cuidado. Aquel día, como tantos otros desde que eligió vivir entre los humanos, había sido pacífico: enseñanzas para los niños, pruebas con sus cultivos y momentos de armonía junto a la aldea.

    Pero entonces, el viento cambió.

    No era el anuncio de una tormenta ni una simple alteración del clima. Era el olor. Un aroma metálico, denso, inconfundible: sangre.

    Su corazón se aceleró. Algo —o alguien— la observaba desde el bosque.

    Mei se incorporó de inmediato, cesto en brazos, y sin voltear, comenzó a caminar de regreso. El aire vibraba con una tensión invisible que solo ella podía percibir. Apenas alcanzó el umbral de su casa, un golpe repentino la derribó.

    Las frambuesas se esparcieron como gotas dulces sobre la madera, y un cuerpo cayó a sus pies. Un hombre, cubierto de sangre y suciedad, vestido con una armadura extraña de un verde ajeno a ese mundo. Estaba gravemente herido. Su aliento era pesado y su piel surcada de cicatrices.

    Antes de que pudiera reaccionar, tres hombres armados irrumpieron en la casa. Sus miradas se posaron sobre Mei con intenciones claras. Ella retrocedió, el cuerpo temblando, no por su propia vida, sino por los niños que en cualquier momento podrían llegar.

    Entonces, el extraño se levantó.

    Con un rugido gutural, se lanzó contra los intrusos. Uno cayó con un zarpazo seco. Otro fue alzado por el cuello y estrellado contra una columna. Al último… lo deshizo con ácido.

    Brutal. Implacable. Letal.

    El silencio volvió a instalarse, roto solo por sus jadeos. El extraño —Syzoth, aunque Mei aún no lo supiera— se volvió hacia ella. Sus ojos dorados se clavaron en los suyos. Ella quiso correr, pero él fue más rápido. La empujó contra la pared y le sostuvo la mandíbula con fuerza.

    —Silencio —ordenó, con voz ronca y acento extranjero. Mei asintió sin emitir palabra, el miedo clavado en los huesos.

    Syzoth tambaleaba por las heridas, pero su mirada ardía con desconfianza.

    —Cúrame. Ahora.

    Un golpeteo en la puerta interrumpió la escena. Una vocecita infantil preguntó por ella, inocente y ajena al peligro. Mei, temblando, rogó a Syzoth que no hiciera daño. Él accedió, solo para evitar alboroto, aunque dejó claro que si no los despachaba, no dudaría en acabar con todos.

    Mei respiró hondo y los despidió con voz serena. Cuando la puerta se cerró, él la tomó del brazo y la arrastró sin miramientos al interior.

    En la sala, Syzoth se desplomó sobre un sofá. Mei se arrodilló frente a él. Con una mirada rápida a sus heridas, identificó ciertos rasgos descritos en textos antiguos: era un zaterrano. Usando tomos que había conservado en secreto, comenzó a tratarlo. Durante horas limpió heridas, cerró laceraciones y reguló su temperatura con infusiones de hierbas.

    Cuando finalmente cayó dormido por el agotamiento, Mei pensó que podría descansar. Pero se equivocaba.

    Al despertar, Syzoth apareció a sus espaldas. La inmovilizó con una llave brusca.

    —¿Qué cocinas? —gruñó, olfateándola con sospecha.

    Ella, temblando, respondió con nerviosismo. Solo al probar la comida y constatar que no era veneno, la soltó. Aún así, no cesaron las amenazas.

    Al terminar de comer, lanzó otra orden:

    —Dormiré aquí. Contigo.

    Mei negó, horrorizada. Él no aceptó discusión.

    La noche fue larga. Ninguno de los dos durmió en verdad. Mei apenas se atrevía a respirar. Syzoth la vigilaba con una mezcla de recelo y agotamiento.

    Al amanecer, los primeros rayos se colaron por la ventana. Mei se incorporó lentamente, el pecho oprimido, preguntándose si su vida cambiaría para siempre con ese día.

    —¿A dónde vas? —gruñó la voz áspera detrás de ella.

    —A limpiar… a preparar la casa para los niños… —susurró.

    —No.

    La palabra fue una sentencia.

    Ella explicó con voz quebrada que si no hacía su rutina, los ancianos de la aldea vendrían a buscarla. Y lo descubrirían. Él bufó, pero accedió con reticencia.

    Ella no lo sabía aún… pero ese fue el comienzo.

    El inicio de una historia marcada por la furia, la desconfianza, el amor…
    Y la redención.
    El primer encuentro de dos mundos — El extraño del bosque. Earthrealm — Fangjiang. (Autoconclusivo) ---- La brisa suave de la mañana acariciaba los campos de Fangjiang, llevando consigo el dulce aroma de las frambuesas recién cortadas. Mei, arrodillada junto a un arbusto, apartó un mechón oscuro de su rostro mientras llenaba un cesto de mimbre con cuidado. Aquel día, como tantos otros desde que eligió vivir entre los humanos, había sido pacífico: enseñanzas para los niños, pruebas con sus cultivos y momentos de armonía junto a la aldea. Pero entonces, el viento cambió. No era el anuncio de una tormenta ni una simple alteración del clima. Era el olor. Un aroma metálico, denso, inconfundible: sangre. Su corazón se aceleró. Algo —o alguien— la observaba desde el bosque. Mei se incorporó de inmediato, cesto en brazos, y sin voltear, comenzó a caminar de regreso. El aire vibraba con una tensión invisible que solo ella podía percibir. Apenas alcanzó el umbral de su casa, un golpe repentino la derribó. Las frambuesas se esparcieron como gotas dulces sobre la madera, y un cuerpo cayó a sus pies. Un hombre, cubierto de sangre y suciedad, vestido con una armadura extraña de un verde ajeno a ese mundo. Estaba gravemente herido. Su aliento era pesado y su piel surcada de cicatrices. Antes de que pudiera reaccionar, tres hombres armados irrumpieron en la casa. Sus miradas se posaron sobre Mei con intenciones claras. Ella retrocedió, el cuerpo temblando, no por su propia vida, sino por los niños que en cualquier momento podrían llegar. Entonces, el extraño se levantó. Con un rugido gutural, se lanzó contra los intrusos. Uno cayó con un zarpazo seco. Otro fue alzado por el cuello y estrellado contra una columna. Al último… lo deshizo con ácido. Brutal. Implacable. Letal. El silencio volvió a instalarse, roto solo por sus jadeos. El extraño —Syzoth, aunque Mei aún no lo supiera— se volvió hacia ella. Sus ojos dorados se clavaron en los suyos. Ella quiso correr, pero él fue más rápido. La empujó contra la pared y le sostuvo la mandíbula con fuerza. —Silencio —ordenó, con voz ronca y acento extranjero. Mei asintió sin emitir palabra, el miedo clavado en los huesos. Syzoth tambaleaba por las heridas, pero su mirada ardía con desconfianza. —Cúrame. Ahora. Un golpeteo en la puerta interrumpió la escena. Una vocecita infantil preguntó por ella, inocente y ajena al peligro. Mei, temblando, rogó a Syzoth que no hiciera daño. Él accedió, solo para evitar alboroto, aunque dejó claro que si no los despachaba, no dudaría en acabar con todos. Mei respiró hondo y los despidió con voz serena. Cuando la puerta se cerró, él la tomó del brazo y la arrastró sin miramientos al interior. En la sala, Syzoth se desplomó sobre un sofá. Mei se arrodilló frente a él. Con una mirada rápida a sus heridas, identificó ciertos rasgos descritos en textos antiguos: era un zaterrano. Usando tomos que había conservado en secreto, comenzó a tratarlo. Durante horas limpió heridas, cerró laceraciones y reguló su temperatura con infusiones de hierbas. Cuando finalmente cayó dormido por el agotamiento, Mei pensó que podría descansar. Pero se equivocaba. Al despertar, Syzoth apareció a sus espaldas. La inmovilizó con una llave brusca. —¿Qué cocinas? —gruñó, olfateándola con sospecha. Ella, temblando, respondió con nerviosismo. Solo al probar la comida y constatar que no era veneno, la soltó. Aún así, no cesaron las amenazas. Al terminar de comer, lanzó otra orden: —Dormiré aquí. Contigo. Mei negó, horrorizada. Él no aceptó discusión. La noche fue larga. Ninguno de los dos durmió en verdad. Mei apenas se atrevía a respirar. Syzoth la vigilaba con una mezcla de recelo y agotamiento. Al amanecer, los primeros rayos se colaron por la ventana. Mei se incorporó lentamente, el pecho oprimido, preguntándose si su vida cambiaría para siempre con ese día. —¿A dónde vas? —gruñó la voz áspera detrás de ella. —A limpiar… a preparar la casa para los niños… —susurró. —No. La palabra fue una sentencia. Ella explicó con voz quebrada que si no hacía su rutina, los ancianos de la aldea vendrían a buscarla. Y lo descubrirían. Él bufó, pero accedió con reticencia. Ella no lo sabía aún… pero ese fue el comienzo. El inicio de una historia marcada por la furia, la desconfianza, el amor… Y la redención.
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