El primer encuentro de dos mundos — El extraño del bosque.
Earthrealm — Fangjiang.
(Autoconclusivo)
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La brisa suave de la mañana acariciaba los campos de Fangjiang, llevando consigo el dulce aroma de las frambuesas recién cortadas. Mei, arrodillada junto a un arbusto, apartó un mechón oscuro de su rostro mientras llenaba un cesto de mimbre con cuidado. Aquel día, como tantos otros desde que eligió vivir entre los humanos, había sido pacífico: enseñanzas para los niños, pruebas con sus cultivos y momentos de armonía junto a la aldea.
Pero entonces, el viento cambió.
No era el anuncio de una tormenta ni una simple alteración del clima. Era el olor. Un aroma metálico, denso, inconfundible: sangre.
Su corazón se aceleró. Algo —o alguien— la observaba desde el bosque.
Mei se incorporó de inmediato, cesto en brazos, y sin voltear, comenzó a caminar de regreso. El aire vibraba con una tensión invisible que solo ella podía percibir. Apenas alcanzó el umbral de su casa, un golpe repentino la derribó.
Las frambuesas se esparcieron como gotas dulces sobre la madera, y un cuerpo cayó a sus pies. Un hombre, cubierto de sangre y suciedad, vestido con una armadura extraña de un verde ajeno a ese mundo. Estaba gravemente herido. Su aliento era pesado y su piel surcada de cicatrices.
Antes de que pudiera reaccionar, tres hombres armados irrumpieron en la casa. Sus miradas se posaron sobre Mei con intenciones claras. Ella retrocedió, el cuerpo temblando, no por su propia vida, sino por los niños que en cualquier momento podrían llegar.
Entonces, el extraño se levantó.
Con un rugido gutural, se lanzó contra los intrusos. Uno cayó con un zarpazo seco. Otro fue alzado por el cuello y estrellado contra una columna. Al último… lo deshizo con ácido.
Brutal. Implacable. Letal.
El silencio volvió a instalarse, roto solo por sus jadeos. El extraño —Syzoth, aunque Mei aún no lo supiera— se volvió hacia ella. Sus ojos dorados se clavaron en los suyos. Ella quiso correr, pero él fue más rápido. La empujó contra la pared y le sostuvo la mandíbula con fuerza.
—Silencio —ordenó, con voz ronca y acento extranjero. Mei asintió sin emitir palabra, el miedo clavado en los huesos.
Syzoth tambaleaba por las heridas, pero su mirada ardía con desconfianza.
—Cúrame. Ahora.
Un golpeteo en la puerta interrumpió la escena. Una vocecita infantil preguntó por ella, inocente y ajena al peligro. Mei, temblando, rogó a Syzoth que no hiciera daño. Él accedió, solo para evitar alboroto, aunque dejó claro que si no los despachaba, no dudaría en acabar con todos.
Mei respiró hondo y los despidió con voz serena. Cuando la puerta se cerró, él la tomó del brazo y la arrastró sin miramientos al interior.
En la sala, Syzoth se desplomó sobre un sofá. Mei se arrodilló frente a él. Con una mirada rápida a sus heridas, identificó ciertos rasgos descritos en textos antiguos: era un zaterrano. Usando tomos que había conservado en secreto, comenzó a tratarlo. Durante horas limpió heridas, cerró laceraciones y reguló su temperatura con infusiones de hierbas.
Cuando finalmente cayó dormido por el agotamiento, Mei pensó que podría descansar. Pero se equivocaba.
Al despertar, Syzoth apareció a sus espaldas. La inmovilizó con una llave brusca.
—¿Qué cocinas? —gruñó, olfateándola con sospecha.
Ella, temblando, respondió con nerviosismo. Solo al probar la comida y constatar que no era veneno, la soltó. Aún así, no cesaron las amenazas.
Al terminar de comer, lanzó otra orden:
—Dormiré aquí. Contigo.
Mei negó, horrorizada. Él no aceptó discusión.
La noche fue larga. Ninguno de los dos durmió en verdad. Mei apenas se atrevía a respirar. Syzoth la vigilaba con una mezcla de recelo y agotamiento.
Al amanecer, los primeros rayos se colaron por la ventana. Mei se incorporó lentamente, el pecho oprimido, preguntándose si su vida cambiaría para siempre con ese día.
—¿A dónde vas? —gruñó la voz áspera detrás de ella.
—A limpiar… a preparar la casa para los niños… —susurró.
—No.
La palabra fue una sentencia.
Ella explicó con voz quebrada que si no hacía su rutina, los ancianos de la aldea vendrían a buscarla. Y lo descubrirían. Él bufó, pero accedió con reticencia.
Ella no lo sabía aún… pero ese fue el comienzo.
El inicio de una historia marcada por la furia, la desconfianza, el amor…
Y la redención.
El primer encuentro de dos mundos — El extraño del bosque.
Earthrealm — Fangjiang.
(Autoconclusivo)
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La brisa suave de la mañana acariciaba los campos de Fangjiang, llevando consigo el dulce aroma de las frambuesas recién cortadas. Mei, arrodillada junto a un arbusto, apartó un mechón oscuro de su rostro mientras llenaba un cesto de mimbre con cuidado. Aquel día, como tantos otros desde que eligió vivir entre los humanos, había sido pacífico: enseñanzas para los niños, pruebas con sus cultivos y momentos de armonía junto a la aldea.
Pero entonces, el viento cambió.
No era el anuncio de una tormenta ni una simple alteración del clima. Era el olor. Un aroma metálico, denso, inconfundible: sangre.
Su corazón se aceleró. Algo —o alguien— la observaba desde el bosque.
Mei se incorporó de inmediato, cesto en brazos, y sin voltear, comenzó a caminar de regreso. El aire vibraba con una tensión invisible que solo ella podía percibir. Apenas alcanzó el umbral de su casa, un golpe repentino la derribó.
Las frambuesas se esparcieron como gotas dulces sobre la madera, y un cuerpo cayó a sus pies. Un hombre, cubierto de sangre y suciedad, vestido con una armadura extraña de un verde ajeno a ese mundo. Estaba gravemente herido. Su aliento era pesado y su piel surcada de cicatrices.
Antes de que pudiera reaccionar, tres hombres armados irrumpieron en la casa. Sus miradas se posaron sobre Mei con intenciones claras. Ella retrocedió, el cuerpo temblando, no por su propia vida, sino por los niños que en cualquier momento podrían llegar.
Entonces, el extraño se levantó.
Con un rugido gutural, se lanzó contra los intrusos. Uno cayó con un zarpazo seco. Otro fue alzado por el cuello y estrellado contra una columna. Al último… lo deshizo con ácido.
Brutal. Implacable. Letal.
El silencio volvió a instalarse, roto solo por sus jadeos. El extraño —Syzoth, aunque Mei aún no lo supiera— se volvió hacia ella. Sus ojos dorados se clavaron en los suyos. Ella quiso correr, pero él fue más rápido. La empujó contra la pared y le sostuvo la mandíbula con fuerza.
—Silencio —ordenó, con voz ronca y acento extranjero. Mei asintió sin emitir palabra, el miedo clavado en los huesos.
Syzoth tambaleaba por las heridas, pero su mirada ardía con desconfianza.
—Cúrame. Ahora.
Un golpeteo en la puerta interrumpió la escena. Una vocecita infantil preguntó por ella, inocente y ajena al peligro. Mei, temblando, rogó a Syzoth que no hiciera daño. Él accedió, solo para evitar alboroto, aunque dejó claro que si no los despachaba, no dudaría en acabar con todos.
Mei respiró hondo y los despidió con voz serena. Cuando la puerta se cerró, él la tomó del brazo y la arrastró sin miramientos al interior.
En la sala, Syzoth se desplomó sobre un sofá. Mei se arrodilló frente a él. Con una mirada rápida a sus heridas, identificó ciertos rasgos descritos en textos antiguos: era un zaterrano. Usando tomos que había conservado en secreto, comenzó a tratarlo. Durante horas limpió heridas, cerró laceraciones y reguló su temperatura con infusiones de hierbas.
Cuando finalmente cayó dormido por el agotamiento, Mei pensó que podría descansar. Pero se equivocaba.
Al despertar, Syzoth apareció a sus espaldas. La inmovilizó con una llave brusca.
—¿Qué cocinas? —gruñó, olfateándola con sospecha.
Ella, temblando, respondió con nerviosismo. Solo al probar la comida y constatar que no era veneno, la soltó. Aún así, no cesaron las amenazas.
Al terminar de comer, lanzó otra orden:
—Dormiré aquí. Contigo.
Mei negó, horrorizada. Él no aceptó discusión.
La noche fue larga. Ninguno de los dos durmió en verdad. Mei apenas se atrevía a respirar. Syzoth la vigilaba con una mezcla de recelo y agotamiento.
Al amanecer, los primeros rayos se colaron por la ventana. Mei se incorporó lentamente, el pecho oprimido, preguntándose si su vida cambiaría para siempre con ese día.
—¿A dónde vas? —gruñó la voz áspera detrás de ella.
—A limpiar… a preparar la casa para los niños… —susurró.
—No.
La palabra fue una sentencia.
Ella explicó con voz quebrada que si no hacía su rutina, los ancianos de la aldea vendrían a buscarla. Y lo descubrirían. Él bufó, pero accedió con reticencia.
Ella no lo sabía aún… pero ese fue el comienzo.
El inicio de una historia marcada por la furia, la desconfianza, el amor…
Y la redención.