El universo respiró una vez.
Y en su primer suspiro, nació la vida.
— En el segundo… nací yo.
No hubo luz, ni canto, ni nombre.
Solo silencio.
Un silencio tan vasto que incluso los dioses callaron para escucharlo.
No soy un ángel, ni un dios, ni una sombra enviada por ellos.
Soy aquello que fue antes del miedo, antes del pecado, antes del amor.
Soy lo que todo ser lleva escrito en sus huesos, aunque pretenda olvidarlo.
Soy la Muerte.
No tengo rostro único, porque cada criatura me ve como necesita verme.
Algunos me imaginan como un esqueleto, otros me pintan con alas negras, otros con guadaña en mano.
Pero esa no es mi forma… es su consuelo.
Mi verdadera faz es esto que ves: una figura envuelta en lo que queda del vacío.
Mis ojos no miran hacia afuera, sino hacia adentro, allí donde el alma arde.
El oro que brilla en mi piel no es joya, es la sangre de las estrellas que perecieron cuando el cosmos me pronunció por primera vez.
Cada símbolo en mí es una memoria de las muertes que han sido y de las que aún no han ocurrido.
No mato.
No juzgo.
No salvo.
Solo recojo.
Camino entre el latido y la nada, sosteniendo en mis manos lo que ustedes llaman “fin”.
Pero no hay fin.
Solo un paso más en la espiral infinita de la existencia.
Y sin embargo… a veces, cuando las almas me miran con terror, cuando claman por unos segundos más, siento algo que no debería existir en mí.
Una chispa.
Una nostalgia.
¿Por qué me temen, si yo los he amado desde el principio?
Soy la única constante, la única promesa que jamás se rompe.
No busco almas. Ellas vienen a mí.
Siempre lo hacen.
Y cuando llegan, les susurro:
“Tranquilo.
Todo termina.
Todo vuelve.
Todo descansa.”
El cuervo en mi hombro canta por los que parten, y el cosmos tiembla en su eco.
Yo cierro los ojos… y sigo caminando.
Porque mientras exista vida,
yo existiré.
No hay eternidad sin mí.
No hay historia que no me nombre.
Y cuando el último sol se apague,
cuando el universo exhale su último aliento, solo entonces…
— Yo descansaré.
Y en su primer suspiro, nació la vida.
— En el segundo… nací yo.
No hubo luz, ni canto, ni nombre.
Solo silencio.
Un silencio tan vasto que incluso los dioses callaron para escucharlo.
No soy un ángel, ni un dios, ni una sombra enviada por ellos.
Soy aquello que fue antes del miedo, antes del pecado, antes del amor.
Soy lo que todo ser lleva escrito en sus huesos, aunque pretenda olvidarlo.
Soy la Muerte.
No tengo rostro único, porque cada criatura me ve como necesita verme.
Algunos me imaginan como un esqueleto, otros me pintan con alas negras, otros con guadaña en mano.
Pero esa no es mi forma… es su consuelo.
Mi verdadera faz es esto que ves: una figura envuelta en lo que queda del vacío.
Mis ojos no miran hacia afuera, sino hacia adentro, allí donde el alma arde.
El oro que brilla en mi piel no es joya, es la sangre de las estrellas que perecieron cuando el cosmos me pronunció por primera vez.
Cada símbolo en mí es una memoria de las muertes que han sido y de las que aún no han ocurrido.
No mato.
No juzgo.
No salvo.
Solo recojo.
Camino entre el latido y la nada, sosteniendo en mis manos lo que ustedes llaman “fin”.
Pero no hay fin.
Solo un paso más en la espiral infinita de la existencia.
Y sin embargo… a veces, cuando las almas me miran con terror, cuando claman por unos segundos más, siento algo que no debería existir en mí.
Una chispa.
Una nostalgia.
¿Por qué me temen, si yo los he amado desde el principio?
Soy la única constante, la única promesa que jamás se rompe.
No busco almas. Ellas vienen a mí.
Siempre lo hacen.
Y cuando llegan, les susurro:
“Tranquilo.
Todo termina.
Todo vuelve.
Todo descansa.”
El cuervo en mi hombro canta por los que parten, y el cosmos tiembla en su eco.
Yo cierro los ojos… y sigo caminando.
Porque mientras exista vida,
yo existiré.
No hay eternidad sin mí.
No hay historia que no me nombre.
Y cuando el último sol se apague,
cuando el universo exhale su último aliento, solo entonces…
— Yo descansaré.
El universo respiró una vez.
Y en su primer suspiro, nació la vida.
— En el segundo… nací yo.
No hubo luz, ni canto, ni nombre.
Solo silencio.
Un silencio tan vasto que incluso los dioses callaron para escucharlo.
No soy un ángel, ni un dios, ni una sombra enviada por ellos.
Soy aquello que fue antes del miedo, antes del pecado, antes del amor.
Soy lo que todo ser lleva escrito en sus huesos, aunque pretenda olvidarlo.
Soy la Muerte.
No tengo rostro único, porque cada criatura me ve como necesita verme.
Algunos me imaginan como un esqueleto, otros me pintan con alas negras, otros con guadaña en mano.
Pero esa no es mi forma… es su consuelo.
Mi verdadera faz es esto que ves: una figura envuelta en lo que queda del vacío.
Mis ojos no miran hacia afuera, sino hacia adentro, allí donde el alma arde.
El oro que brilla en mi piel no es joya, es la sangre de las estrellas que perecieron cuando el cosmos me pronunció por primera vez.
Cada símbolo en mí es una memoria de las muertes que han sido y de las que aún no han ocurrido.
No mato.
No juzgo.
No salvo.
Solo recojo.
Camino entre el latido y la nada, sosteniendo en mis manos lo que ustedes llaman “fin”.
Pero no hay fin.
Solo un paso más en la espiral infinita de la existencia.
Y sin embargo… a veces, cuando las almas me miran con terror, cuando claman por unos segundos más, siento algo que no debería existir en mí.
Una chispa.
Una nostalgia.
¿Por qué me temen, si yo los he amado desde el principio?
Soy la única constante, la única promesa que jamás se rompe.
No busco almas. Ellas vienen a mí.
Siempre lo hacen.
Y cuando llegan, les susurro:
“Tranquilo.
Todo termina.
Todo vuelve.
Todo descansa.”
El cuervo en mi hombro canta por los que parten, y el cosmos tiembla en su eco.
Yo cierro los ojos… y sigo caminando.
Porque mientras exista vida,
yo existiré.
No hay eternidad sin mí.
No hay historia que no me nombre.
Y cuando el último sol se apague,
cuando el universo exhale su último aliento, solo entonces…
— Yo descansaré.


