• Cita tensa y vigilada.
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    Categoría Otros
    El despacho era vasto, desproporcionado incluso para una sola persona. Los muros de madera oscura estaban cubiertos por estanterías repletas de libros que parecían observadores mudos de cada palabra pronunciada allí. Una alfombra persa extendía sus tonos rojizos bajo el escritorio de caoba maciza, tan pulido que reflejaba las luces cálidas del candelabro de cristal que colgaba del techo. La chimenea al fondo crepitaba con elegancia calculada, llenando la estancia de un calor que, paradójicamente, no alcanzaba a suavizar la frialdad que flotaba en el aire.

    Ella permanecía de pie junto al ventanal, una figura recortada contra la noche. El vestido negro que llevaba parecía devorar la luz, y el brillo de la copa de vino en su mano era el único punto de vulnerabilidad que dejaba entrever. Desde allí podía ver el jardín exterior: esculturas de mármol bañadas por faroles, y, más allá, sombras que se movían con disciplina. Vigilancia. Siempre vigilancia.

    Se giró despacio, sus tacones resonando con eco suave en el mármol del suelo. Frente a ella, sentado con una calma en apariencia imperturbable, estaba él. Sus manos entrelazadas descansaban sobre el escritorio, pero la rigidez de sus hombros lo traicionaba. Parecía esperar, medir, calcular.

    Ella dejó la copa sobre una mesa lateral sin probar una sola gota. El tintineo del cristal al tocar la superficie sonó como un campanazo que anunciaba el inicio de algo inevitable. Entonces habló. Su voz era baja, firme, impregnada de una ironía que no necesitaba adornos:

    —Nunca imaginé que terminaríamos aquí… en un despacho que ni siquiera nos pertenece, rodeados de ojos que no pestañean.

    Hizo una pausa, avanzando un par de pasos hacia él, lenta, deliberadamente.

    —Y sin embargo, aquí estamos. Tú sentado como si dominaras la situación… y yo preguntándome cuánto tiempo nos dejarán seguir hablando antes de que alguien decida interrumpir.
    El despacho era vasto, desproporcionado incluso para una sola persona. Los muros de madera oscura estaban cubiertos por estanterías repletas de libros que parecían observadores mudos de cada palabra pronunciada allí. Una alfombra persa extendía sus tonos rojizos bajo el escritorio de caoba maciza, tan pulido que reflejaba las luces cálidas del candelabro de cristal que colgaba del techo. La chimenea al fondo crepitaba con elegancia calculada, llenando la estancia de un calor que, paradójicamente, no alcanzaba a suavizar la frialdad que flotaba en el aire. Ella permanecía de pie junto al ventanal, una figura recortada contra la noche. El vestido negro que llevaba parecía devorar la luz, y el brillo de la copa de vino en su mano era el único punto de vulnerabilidad que dejaba entrever. Desde allí podía ver el jardín exterior: esculturas de mármol bañadas por faroles, y, más allá, sombras que se movían con disciplina. Vigilancia. Siempre vigilancia. Se giró despacio, sus tacones resonando con eco suave en el mármol del suelo. Frente a ella, sentado con una calma en apariencia imperturbable, estaba él. Sus manos entrelazadas descansaban sobre el escritorio, pero la rigidez de sus hombros lo traicionaba. Parecía esperar, medir, calcular. Ella dejó la copa sobre una mesa lateral sin probar una sola gota. El tintineo del cristal al tocar la superficie sonó como un campanazo que anunciaba el inicio de algo inevitable. Entonces habló. Su voz era baja, firme, impregnada de una ironía que no necesitaba adornos: —Nunca imaginé que terminaríamos aquí… en un despacho que ni siquiera nos pertenece, rodeados de ojos que no pestañean. Hizo una pausa, avanzando un par de pasos hacia él, lenta, deliberadamente. —Y sin embargo, aquí estamos. Tú sentado como si dominaras la situación… y yo preguntándome cuánto tiempo nos dejarán seguir hablando antes de que alguien decida interrumpir.
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  • La noche caía sobre la mansión de Yūrei, y las sombras se alargaban por los pasillos como si quisieran susurrarle secretos olvidados. Sentada frente a un antiguo escritorio de madera, sus dedos rozaban con delicadeza un pergamino amarillento, repasando los nombres y rostros de aquellos que, hace años, intentaron arrebatarle lo más sagrado que poseía: sus hijos.

    Nunca había buscado venganza, ni siquiera justicia en el sentido humano. Aquellos padres que alguna vez caminaron cerca de sus hijos pensaron que podrían manipularlos, controlarlos, o incluso destruirlos. No entendían que en Yūrei convergían fuerzas que ningún mortal podía comprender: demoníacas, celestiales, yokai y espirituales. Y cuando intentaron actuar… desaparecieron. No fue un castigo sádico, sino un acto de protección, silencioso y definitivo. Los ecos de su desaparición nunca alcanzaron la tierra humana; eran secretos que ella guardaba con el mismo cuidado con el que cuidaba los latidos de sus hijos.

    Su mirada se perdió en la ventana, donde la luz de la luna iluminaba los jardines congelados en el tiempo. Cada estrella parecía recordarle la eternidad de su existencia, y el precio que había pagado por permitir que sus hijos vivieran sin cargar con su peso completo. La furia contenida en su ser podía ser devastadora, pero siempre la contuvo, siempre la canalizó para proteger sin mostrarlo.

    —Nunca entenderán… —susurró, la voz apenas un eco en la sala—. Pero ellos… ellos viven. Y eso basta.

    El silencio de la mansión parecía responderle con complicidad. Sus hijos, lejos, seguramente dormían, ajenos a la tormenta que Yūrei había contenido por ellos desde las sombras. Y aun así, no sentía culpa, sino la certeza serena de que lo imposible podía ser protegido si uno estaba dispuesto a pagar el precio.

    Y en ese instante, la madre de lo imposible volvió a cerrar los ojos, dejando que la eternidad de su existencia se entrelazara con la seguridad silenciosa de quienes más amaba.
    La noche caía sobre la mansión de Yūrei, y las sombras se alargaban por los pasillos como si quisieran susurrarle secretos olvidados. Sentada frente a un antiguo escritorio de madera, sus dedos rozaban con delicadeza un pergamino amarillento, repasando los nombres y rostros de aquellos que, hace años, intentaron arrebatarle lo más sagrado que poseía: sus hijos. Nunca había buscado venganza, ni siquiera justicia en el sentido humano. Aquellos padres que alguna vez caminaron cerca de sus hijos pensaron que podrían manipularlos, controlarlos, o incluso destruirlos. No entendían que en Yūrei convergían fuerzas que ningún mortal podía comprender: demoníacas, celestiales, yokai y espirituales. Y cuando intentaron actuar… desaparecieron. No fue un castigo sádico, sino un acto de protección, silencioso y definitivo. Los ecos de su desaparición nunca alcanzaron la tierra humana; eran secretos que ella guardaba con el mismo cuidado con el que cuidaba los latidos de sus hijos. Su mirada se perdió en la ventana, donde la luz de la luna iluminaba los jardines congelados en el tiempo. Cada estrella parecía recordarle la eternidad de su existencia, y el precio que había pagado por permitir que sus hijos vivieran sin cargar con su peso completo. La furia contenida en su ser podía ser devastadora, pero siempre la contuvo, siempre la canalizó para proteger sin mostrarlo. —Nunca entenderán… —susurró, la voz apenas un eco en la sala—. Pero ellos… ellos viven. Y eso basta. El silencio de la mansión parecía responderle con complicidad. Sus hijos, lejos, seguramente dormían, ajenos a la tormenta que Yūrei había contenido por ellos desde las sombras. Y aun así, no sentía culpa, sino la certeza serena de que lo imposible podía ser protegido si uno estaba dispuesto a pagar el precio. Y en ese instante, la madre de lo imposible volvió a cerrar los ojos, dejando que la eternidad de su existencia se entrelazara con la seguridad silenciosa de quienes más amaba.
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  • Shhh el aire mañanero de Italia es el mejor

    -Me dispuse a extirarme, llendo a mi escritorio encendiendo mi computador, haciendo una videollamada con mi nueva socia.

    Cuando contesto saludé riendo levemente, ya que estaba sin camisa-

    Lamento mi presentación Ángela, jeje apenas me acabo de despertar

    Angela Di Trapani
    Shhh el aire mañanero de Italia es el mejor -Me dispuse a extirarme, llendo a mi escritorio encendiendo mi computador, haciendo una videollamada con mi nueva socia. Cuando contesto saludé riendo levemente, ya que estaba sin camisa- Lamento mi presentación Ángela, jeje apenas me acabo de despertar [haze_orange_shark_766]
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  • ༒𝐋𝐄𝐓 𝐌𝐄 𝐂𝐀𝐓𝐂𝐇 𝐘𝐎𝐔༒



    ── 𝐓ú 𝐭𝐢𝐞𝐦𝐩𝐨 𝐬𝐞 𝐞𝐬𝐭á 𝐚𝐜𝐚𝐛𝐚𝐧𝐝𝐨, 𝐩𝐞𝐪𝐮𝐞ñ𝐨 𝐩𝐞𝐫𝐫𝐨.


    Las puertas del bar se abrieron con violencia y la nieve irrumpió como un látigo gélido que apagó la música de golpe. El murmullo alegre se quebró en un silencio abrupto cuando cuatro hombres entraron. Altos, cubiertos por largos abrigos negros, botas que retumbaban sobre la madera vieja. No hacía falta que pronunciaran palabra: la multitud comprendió de inmediato a qué clase de depredadores estaba mirando.

    "Hay un bastardo que me debe algo."

    Los clientes se replegaron hacia las paredes, intentando desaparecer bajo la penumbra. El humo de los cigarrillos quedó suspendido en el aire, detenido como si el tiempo mismo se hubiera congelado. Solo una figura permaneció imperturbable, sentado con esa arrogancia propia de quienes creen que jamás podrán ser tocados.

    El Ministro de Defensa de Rusia.

    Canoso, con traje impecable y un vaso de vodka aún húmedo en la mano, alzó la mirada hacia los intrusos. No había miedo en sus ojos, sino fastidio, como si la escena fuera una ofensa menor a su autoridad.

    — Ministro. Vendrá con nosotros — anunció uno de los hombres, su voz grave, un eco oscuro que llenó la sala con un peso insoportable.

    "Se encuentra en San Petersburgo. Localícenlo y tráiganmelo aquí."

    Los guardaespaldas del político apenas tuvieron tiempo de reaccionar. Una mano buscó la chaqueta, pero el disparo llegó antes. Un estampido seco. Después otro, y otro. El aire se llenó de pólvora y sangre. Los cuerpos se desplomaron sin remedio, muñecos rotos que ya no respondían a nadie.

    El Ministro golpeó la mesa con furia, su voz retumbó entre las paredes cargadas de humo:

    — ¿Quién diablos son ustedes? ¿¡Saben quién soy?!

    Un puñetazo brutal lo arrancó de su asiento. Cayó al suelo como cualquier hombre, los brazos torcidos y sujetos por una fuerza que lo reducía a prisionero. La indignación lo ahogaba, pero sus palabras se perdían en gruñidos confusos, apenas reconocibles como ruso entre los golpes y el miedo.

    "Dejen limpio el lugar. Ningún cabo suelto. San Petersburgo no es un sitio que deba ser provocado… no todavía."

    La sentencia cayó como un cuchillo. Nadie dentro del bar tuvo oportunidad de escapar. Dos de los hombres bloquearon la salida, fríos y calculadores, mientras los otros arrojaban botellas incendiarias contra las vigas y cortinas. El fuego se expandió como una bestia hambrienta, devorando madera, vidrio y carne por igual. Los gritos se alzaron, desesperados, mientras las ventanas comenzaban a ennegrecerse.

    Arrastrado hacia la calle, el Ministro alcanzó a girar la cabeza. Sus ojos vidriosos reflejaron las siluetas atrapadas detrás de los cristales, los cuerpos forcejeando inútilmente contra un destino sellado. La nieve seguía cayendo con suavidad, indiferente al infierno que ardía a sus pies.

    . . .

    En Moscú, Kiev observaba un reloj antiguo en la palma de su mano. El metal ennegrecido llevaba la marca del tiempo, un recuerdo de su padre que cuando joven le parecía un tesoro inalcanzable. Ahora, sin embargo, lo contemplaba con frialdad, como si cada tic tac fuera simplemente un recordatorio de que el pasado no tiene valor en el presente.

    Lo dejó sobre el escritorio. Frente a él, los papeles estaban desplegados como piezas de ajedrez: informes, fotografías, nombres. Uno brillaba más que el resto: Ayla Klein.

    Su mirada recorrió con calma cada hoja, hasta que un detalle detuvo el movimiento de sus ojos. En una foto, un cruce de miradas. No era nada para la mayoría, pero para él era suficiente: Ryan. Esa cercanía con la alemana no era un accidente. Lo había encontrado, el error, la grieta. El talón de Aquiles.

    Una sonrisa lenta torció sus labios, apenas un gesto que nunca llegaba a suavizar su expresión. Isha había hecho bien su trabajo, aunque debía vigilarla para que no dejara más cenizas tras de sí.

    Al lado de esa carpeta, otra. El árbol completo de los Di Vincenzo: territorios, hermanos, aliados, hasta empleados insignificantes. El primer nombre resaltaba inevitable: Elisabetta. Curioso, irónico quizá, que dos mujeres tan distintas compartieran un destino tan contradictorio.

    ¿De qué le servían esas piezas? Mucho. No como aliadas, sino como puntos débiles. Todo dependía de cómo se moviera la partida, de qué tan cerca estuviera su hermano de convertirse en una molestia. Las mafias solo conocían un lenguaje: el interés propio. Y si alguien se interponía en el suyo, el problema sería inevitable.

    Un ruido lo sacó de su concentración. El cachorro mordía su pata, jugando como si el mundo no fuera más que un terreno blando para hincar los dientes. Kiev lo observó un instante.

    — Sigues siendo tan pequeño… — murmuró, ¿Cuántas veces había pisado su diminuta cola y recibido, a cambio, mordidas furiosas en el pantalón antes de que el animal huyera llorando? La cuenta lo había perdido, por eso mismo tuvo que colocarle ese "cosa" para cubrirla hasta buscar algo más viable.

    El reloj volvió a marcar el segundo, tic, tac. Fue cuando se dio cuenta que debía moverse. Se levantó, tomó la camisa que descansaba sobre la silla. Había asuntos que atender, y pronto, el hombre que le debía algo estaría frente a él.
    ༒𝐋𝐄𝐓 𝐌𝐄 𝐂𝐀𝐓𝐂𝐇 𝐘𝐎𝐔༒ ── 𝐓ú 𝐭𝐢𝐞𝐦𝐩𝐨 𝐬𝐞 𝐞𝐬𝐭á 𝐚𝐜𝐚𝐛𝐚𝐧𝐝𝐨, 𝐩𝐞𝐪𝐮𝐞ñ𝐨 𝐩𝐞𝐫𝐫𝐨. Las puertas del bar se abrieron con violencia y la nieve irrumpió como un látigo gélido que apagó la música de golpe. El murmullo alegre se quebró en un silencio abrupto cuando cuatro hombres entraron. Altos, cubiertos por largos abrigos negros, botas que retumbaban sobre la madera vieja. No hacía falta que pronunciaran palabra: la multitud comprendió de inmediato a qué clase de depredadores estaba mirando. "Hay un bastardo que me debe algo." Los clientes se replegaron hacia las paredes, intentando desaparecer bajo la penumbra. El humo de los cigarrillos quedó suspendido en el aire, detenido como si el tiempo mismo se hubiera congelado. Solo una figura permaneció imperturbable, sentado con esa arrogancia propia de quienes creen que jamás podrán ser tocados. El Ministro de Defensa de Rusia. Canoso, con traje impecable y un vaso de vodka aún húmedo en la mano, alzó la mirada hacia los intrusos. No había miedo en sus ojos, sino fastidio, como si la escena fuera una ofensa menor a su autoridad. — Ministro. Vendrá con nosotros — anunció uno de los hombres, su voz grave, un eco oscuro que llenó la sala con un peso insoportable. "Se encuentra en San Petersburgo. Localícenlo y tráiganmelo aquí." Los guardaespaldas del político apenas tuvieron tiempo de reaccionar. Una mano buscó la chaqueta, pero el disparo llegó antes. Un estampido seco. Después otro, y otro. El aire se llenó de pólvora y sangre. Los cuerpos se desplomaron sin remedio, muñecos rotos que ya no respondían a nadie. El Ministro golpeó la mesa con furia, su voz retumbó entre las paredes cargadas de humo: — ¿Quién diablos son ustedes? ¿¡Saben quién soy?! Un puñetazo brutal lo arrancó de su asiento. Cayó al suelo como cualquier hombre, los brazos torcidos y sujetos por una fuerza que lo reducía a prisionero. La indignación lo ahogaba, pero sus palabras se perdían en gruñidos confusos, apenas reconocibles como ruso entre los golpes y el miedo. "Dejen limpio el lugar. Ningún cabo suelto. San Petersburgo no es un sitio que deba ser provocado… no todavía." La sentencia cayó como un cuchillo. Nadie dentro del bar tuvo oportunidad de escapar. Dos de los hombres bloquearon la salida, fríos y calculadores, mientras los otros arrojaban botellas incendiarias contra las vigas y cortinas. El fuego se expandió como una bestia hambrienta, devorando madera, vidrio y carne por igual. Los gritos se alzaron, desesperados, mientras las ventanas comenzaban a ennegrecerse. Arrastrado hacia la calle, el Ministro alcanzó a girar la cabeza. Sus ojos vidriosos reflejaron las siluetas atrapadas detrás de los cristales, los cuerpos forcejeando inútilmente contra un destino sellado. La nieve seguía cayendo con suavidad, indiferente al infierno que ardía a sus pies. . . . En Moscú, Kiev observaba un reloj antiguo en la palma de su mano. El metal ennegrecido llevaba la marca del tiempo, un recuerdo de su padre que cuando joven le parecía un tesoro inalcanzable. Ahora, sin embargo, lo contemplaba con frialdad, como si cada tic tac fuera simplemente un recordatorio de que el pasado no tiene valor en el presente. Lo dejó sobre el escritorio. Frente a él, los papeles estaban desplegados como piezas de ajedrez: informes, fotografías, nombres. Uno brillaba más que el resto: Ayla Klein. Su mirada recorrió con calma cada hoja, hasta que un detalle detuvo el movimiento de sus ojos. En una foto, un cruce de miradas. No era nada para la mayoría, pero para él era suficiente: Ryan. Esa cercanía con la alemana no era un accidente. Lo había encontrado, el error, la grieta. El talón de Aquiles. Una sonrisa lenta torció sus labios, apenas un gesto que nunca llegaba a suavizar su expresión. Isha había hecho bien su trabajo, aunque debía vigilarla para que no dejara más cenizas tras de sí. Al lado de esa carpeta, otra. El árbol completo de los Di Vincenzo: territorios, hermanos, aliados, hasta empleados insignificantes. El primer nombre resaltaba inevitable: Elisabetta. Curioso, irónico quizá, que dos mujeres tan distintas compartieran un destino tan contradictorio. ¿De qué le servían esas piezas? Mucho. No como aliadas, sino como puntos débiles. Todo dependía de cómo se moviera la partida, de qué tan cerca estuviera su hermano de convertirse en una molestia. Las mafias solo conocían un lenguaje: el interés propio. Y si alguien se interponía en el suyo, el problema sería inevitable. Un ruido lo sacó de su concentración. El cachorro mordía su pata, jugando como si el mundo no fuera más que un terreno blando para hincar los dientes. Kiev lo observó un instante. — Sigues siendo tan pequeño… — murmuró, ¿Cuántas veces había pisado su diminuta cola y recibido, a cambio, mordidas furiosas en el pantalón antes de que el animal huyera llorando? La cuenta lo había perdido, por eso mismo tuvo que colocarle ese "cosa" para cubrirla hasta buscar algo más viable. El reloj volvió a marcar el segundo, tic, tac. Fue cuando se dio cuenta que debía moverse. Se levantó, tomó la camisa que descansaba sobre la silla. Había asuntos que atender, y pronto, el hombre que le debía algo estaría frente a él.
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  • ──── 𝐎𝐑𝐈𝐆𝐄𝐍 ────

    𝐘𝐎𝐔𝐑 𝐍𝐀𝐌𝐄 𝐖𝐈𝐋𝐋 𝐁𝐄 : 𝐒𝐚𝐧𝐭𝐢𝐚𝐠𝐨 | 𝕻𝖗𝖔𝖑𝖔𝖌𝖚𝖊 — 𝕮𝖍𝖆𝖕𝖙𝖊𝖗 [𝟓]

    Solo yacía allí, con la mirada cabizbaja, un dolor insoportable de cabeza y la sangre seca cubriendo gran parte de esta. Era un don nadie en ése entonces, un desconocido por esos lares pero curiosamente esa organización sabía quién era él realmente.

    Sentado; ahora en el despacho de la oficina de Sergei. Solo esperaba una sentencia más y que fuera esta la muerte. Cerró sus ojos unos momentos, sintiéndose en paz unos segundos hasta que escuchó unos pasos acercándose y un fuerte golpe contra el escritorio que lo hizo reaccionar de momento y verlo fijamente. Era el mismo Sergei, con una hoja en mano.

    Santiago no entendía nada, pero sabía que no debía estar en ese sitio ni entablando una conversación con aquél perpetrador cuál este solo se dignó a agarrar el pulgar de su mano cuál yacía cubierto de su propia sangre y colocarlo en la aquella hoja : Un contrato de terminos y condiciones. Donde ahora, yacía pactada con la sangre del ángel caído.

    𝘚𝘦𝘳𝘨𝘦𝘪 : ──── 𝘛𝘳𝘢𝘣𝘢𝘫𝘢𝘴 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘮í 𝘥𝘦𝘴𝘥𝘦 𝘢𝘩𝘰𝘳𝘢 𝘺 𝘦𝘴𝘵𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘳𝘢𝘵𝘰 𝘴𝘦𝘳á 𝘵𝘶 𝘴𝘦𝘯𝘵𝘦𝘯𝘤𝘪𝘢 𝘦𝘭 𝘥í𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘵𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘤𝘢𝘱𝘢𝘳 𝘺 𝘵𝘳𝘢𝘪𝘤𝘪𝘰𝘯𝘢𝘳𝘮𝘦. 𝘛𝘦 𝘭𝘭𝘢𝘮𝘢𝘳á𝘴 𝘚𝘢𝘯𝘵𝘪𝘢𝘨𝘰 𝘥𝘦𝘴𝘥𝘦 𝘢𝘩𝘰𝘳𝘢 𝘺 𝘭𝘭𝘦𝘷𝘢𝘳á𝘴 𝘦𝘴𝘦 𝘯𝘰𝘮𝘣𝘳𝘦 𝘵𝘰𝘥𝘢 𝘵𝘶 𝘦𝘵𝘦𝘳𝘯𝘪𝘥𝘢𝘥. ──── Volvió a sus pasos para colocar el papel en un portafolio y así guardarlo en su escritorio. Solo mantenía su mirada firme en el argentino para luego mostrar una sonrisa mostrando su carencia de empatía y bondad.

    𝘚𝘦𝘳𝘨𝘦𝘪 : ──── 𝘔𝘶𝘺 𝘣𝘪𝘦𝘯, 𝘚𝘢𝘯𝘵𝘪𝘢𝘨𝘰, 𝘢𝘩𝘰𝘳𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘵𝘳𝘢𝘵𝘰 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘪𝘤𝘵𝘢 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘱𝘶𝘯𝘵𝘰 𝟣 𝘥𝘦 𝘧𝘰𝘳𝘮𝘢 𝘦𝘴𝘱𝘦𝘤𝘪𝘧𝘪𝘤𝘢 : 𝘗𝘳𝘦𝘴𝘦𝘯𝘵𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘧𝘰𝘳𝘮𝘢 𝘢𝘥𝘦𝘤𝘶𝘢𝘥𝘢 𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘮í. 𝘘𝘶𝘪𝘦𝘳𝘰 𝘴𝘢𝘣𝘦𝘳 𝘵𝘶 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢 𝘺 𝘲𝘶𝘪é𝘯 𝘦𝘳𝘦𝘴 𝘳𝘦𝘢𝘭𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦. . . 𝘕𝘰 𝘮𝘦 𝘪𝘮𝘱𝘰𝘳𝘵𝘢 𝘭𝘢 𝘷𝘦𝘳𝘥𝘢𝘥, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘲𝘶𝘪𝘦𝘳𝘰 𝘵𝘦𝘯𝘦𝘳 𝘦𝘯 𝘤𝘶𝘦𝘯𝘵𝘢 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘶𝘯𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘥𝘦𝘵𝘢𝘭𝘭𝘦𝘴. ────

    El ángel caído, ahora renombrado Santiago, solo se mantuvo en silencio unos segundos. Ni había podido leer aquél contrato, ni sus condiciones ni términos. Solo fue obligado a hacer un pacto de sangre en su momento más vulnerable.

    Trato de recordar su pasado; el dolor las torturas, el miedo, el abuso, la tristeza, la soledad. Nunca conoció aquello que se llamaba : 𝐅𝐄𝐋𝐈𝐂𝐈𝐃𝐀𝐃.

    Un nudo en la garganta se le formó en aquél entonces hasta que pudo expresar palabras con las pocas fuerzas que aún le quedaban.

    ──── 𝘠𝘰. . . 𝘊𝘢í 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰, 𝘥𝘦𝘴𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘪𝘤𝘪𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰𝘴. 𝘍𝘶í 𝘦𝘹𝘱𝘶𝘭𝘴𝘢𝘥𝘰 𝘱𝘰𝘳 𝘮𝘪 𝘱𝘳𝘰𝘱𝘪𝘰 𝘱𝘢𝘥𝘳𝘦 𝘱𝘰𝘳 𝘴𝘦𝘳 𝘢𝘭𝘨𝘶𝘪𝘦𝘯 𝘥𝘪𝘧𝘦𝘳𝘦𝘯𝘵𝘦. 𝘔𝘦 𝘢𝘳𝘳𝘰𝘫ó 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘴𝘪 𝘥𝘦 𝘶𝘯𝘢 𝘣𝘢𝘴𝘶𝘳𝘢 𝘴𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘵𝘢𝘴𝘦 𝘺 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘵𝘳𝘢𝘯𝘴𝘤𝘶𝘳𝘴𝘰 𝘥𝘦 𝘮𝘪 𝘥𝘦𝘴𝘤𝘦𝘯𝘴𝘰 𝘮𝘪𝘴 𝘢𝘭𝘢𝘴 𝘴𝘦 𝘲𝘶𝘦𝘣𝘳𝘢𝘯𝘵𝘢𝘳𝘰𝘯. ──── Levantó su camisa mostrando una gran cicatriz superficial en el area superior de su hombro y costado abdominal.

    ──── 𝘔𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘮𝘱𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘳𝘢 𝘦𝘭 𝘴𝘶𝘦𝘭𝘰 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘵𝘦𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘯𝘢𝘥𝘪𝘦 𝘯𝘰𝘵𝘰 𝘮𝘪 𝘱𝘳𝘦𝘴𝘦𝘯𝘤𝘪𝘢. 𝘛𝘰𝘥𝘰𝘴 é𝘴𝘵𝘰𝘴 𝘢ñ𝘰𝘴 𝘴𝘰𝘭𝘰 𝘧𝘶𝘦 𝘢𝘭𝘨𝘶𝘪𝘦𝘯 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘦𝘴𝘤𝘰𝘯𝘥𝘪ó 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘴𝘰𝘤𝘪𝘦𝘥𝘢𝘥, 𝘶𝘯 𝘮𝘢𝘳𝘨𝘪𝘯𝘢𝘥𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘣𝘶𝘴𝘤𝘢𝘣𝘢 𝘢𝘭 𝘮𝘦𝘯𝘰𝘴 𝘱𝘰𝘥𝘦𝘳 𝘤𝘰𝘯𝘷𝘪𝘷𝘪𝘳 𝘦𝘯 𝘦𝘴𝘵𝘢 𝘴𝘰𝘤𝘪𝘦𝘥𝘢𝘥. . . 𝘔𝘦 𝘢𝘭𝘪𝘮𝘦𝘯𝘵𝘢𝘣𝘢 𝘤𝘰𝘯 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯𝘤𝘰𝘯𝘵𝘳𝘢𝘣𝘢, 𝘱𝘦𝘯𝘴é 𝘮𝘶𝘤𝘩𝘢𝘴 𝘷𝘦𝘤𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘲𝘶𝘪𝘵𝘢𝘳𝘮𝘦 𝘭𝘢 𝘷𝘪𝘥𝘢 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘴𝘰𝘺 𝘪𝘯𝘮𝘰𝘳𝘵𝘢𝘭. 𝘌𝘴𝘢 𝘦𝘴 𝘮𝘪 𝘮𝘢𝘭𝘥𝘪𝘤𝘪ó𝘯. ────

    ──── ❝ ¡𝐂ó𝐦𝐨 𝐜𝐚í𝐬𝐭𝐞 𝐝𝐞𝐥 𝐜𝐢𝐞𝐥𝐨, 𝐨𝐡 𝐋𝐮𝐜𝐞𝐫𝐨, 𝐡𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐦𝐚ñ𝐚𝐧𝐚! 𝐂𝐨𝐫𝐭𝐚𝐝𝐨 𝐟𝐮𝐢𝐬𝐭𝐞 𝐩𝐨𝐫 𝐭𝐢𝐞𝐫𝐫𝐚, 𝐭ú 𝐪𝐮𝐞 𝐝𝐞𝐛𝐢𝐥𝐢𝐭𝐚𝐛𝐚𝐬 𝐚 𝐥𝐚𝐬 𝐧𝐚𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬. ❞ ──── 𝐈𝐬𝐚í𝐚𝐬 (𝟏𝟒:𝟏𝟐)

    Refutó con estas últimas palabras mientras sus ojos carmesí se encontraban con los de Sergei cuál escuchaba atentamente su historia.

    ──── ¿𝘏𝘢𝘴 𝘭𝘦í𝘥𝘰 𝘭𝘢 𝘣𝘪𝘣𝘭𝘪𝘢? 𝘌𝘯 é𝘴𝘦 𝘷𝘦𝘳𝘴í𝘤𝘶𝘭𝘰, 𝘴𝘰𝘺 𝘺𝘰 𝘲𝘶𝘪é𝘯 𝘤𝘢𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰. 𝘚𝘰𝘭𝘰 𝘴𝘰𝘺 𝘶𝘯 𝘴𝘦𝘳 𝘥𝘦𝘴𝘵𝘦𝘳𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘴𝘪𝘯 𝘪𝘥𝘦𝘯𝘵𝘪𝘥𝘢𝘥 𝘦𝘯 𝘶𝘯𝘢 𝘴𝘰𝘤𝘪𝘦𝘥𝘢𝘥 𝘤𝘰𝘳𝘳𝘰𝘮𝘱𝘪𝘥𝘢. ────
    ──── 𝐎𝐑𝐈𝐆𝐄𝐍 ──── 𝐘𝐎𝐔𝐑 𝐍𝐀𝐌𝐄 𝐖𝐈𝐋𝐋 𝐁𝐄 : 𝐒𝐚𝐧𝐭𝐢𝐚𝐠𝐨 | 𝕻𝖗𝖔𝖑𝖔𝖌𝖚𝖊 — 𝕮𝖍𝖆𝖕𝖙𝖊𝖗 [𝟓] Solo yacía allí, con la mirada cabizbaja, un dolor insoportable de cabeza y la sangre seca cubriendo gran parte de esta. Era un don nadie en ése entonces, un desconocido por esos lares pero curiosamente esa organización sabía quién era él realmente. Sentado; ahora en el despacho de la oficina de Sergei. Solo esperaba una sentencia más y que fuera esta la muerte. Cerró sus ojos unos momentos, sintiéndose en paz unos segundos hasta que escuchó unos pasos acercándose y un fuerte golpe contra el escritorio que lo hizo reaccionar de momento y verlo fijamente. Era el mismo Sergei, con una hoja en mano. Santiago no entendía nada, pero sabía que no debía estar en ese sitio ni entablando una conversación con aquél perpetrador cuál este solo se dignó a agarrar el pulgar de su mano cuál yacía cubierto de su propia sangre y colocarlo en la aquella hoja : Un contrato de terminos y condiciones. Donde ahora, yacía pactada con la sangre del ángel caído. 𝘚𝘦𝘳𝘨𝘦𝘪 : ──── 𝘛𝘳𝘢𝘣𝘢𝘫𝘢𝘴 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘮í 𝘥𝘦𝘴𝘥𝘦 𝘢𝘩𝘰𝘳𝘢 𝘺 𝘦𝘴𝘵𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘳𝘢𝘵𝘰 𝘴𝘦𝘳á 𝘵𝘶 𝘴𝘦𝘯𝘵𝘦𝘯𝘤𝘪𝘢 𝘦𝘭 𝘥í𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘵𝘦𝘴 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘤𝘢𝘱𝘢𝘳 𝘺 𝘵𝘳𝘢𝘪𝘤𝘪𝘰𝘯𝘢𝘳𝘮𝘦. 𝘛𝘦 𝘭𝘭𝘢𝘮𝘢𝘳á𝘴 𝘚𝘢𝘯𝘵𝘪𝘢𝘨𝘰 𝘥𝘦𝘴𝘥𝘦 𝘢𝘩𝘰𝘳𝘢 𝘺 𝘭𝘭𝘦𝘷𝘢𝘳á𝘴 𝘦𝘴𝘦 𝘯𝘰𝘮𝘣𝘳𝘦 𝘵𝘰𝘥𝘢 𝘵𝘶 𝘦𝘵𝘦𝘳𝘯𝘪𝘥𝘢𝘥. ──── Volvió a sus pasos para colocar el papel en un portafolio y así guardarlo en su escritorio. Solo mantenía su mirada firme en el argentino para luego mostrar una sonrisa mostrando su carencia de empatía y bondad. 𝘚𝘦𝘳𝘨𝘦𝘪 : ──── 𝘔𝘶𝘺 𝘣𝘪𝘦𝘯, 𝘚𝘢𝘯𝘵𝘪𝘢𝘨𝘰, 𝘢𝘩𝘰𝘳𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘵𝘳𝘢𝘵𝘰 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘪𝘤𝘵𝘢 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘱𝘶𝘯𝘵𝘰 𝟣 𝘥𝘦 𝘧𝘰𝘳𝘮𝘢 𝘦𝘴𝘱𝘦𝘤𝘪𝘧𝘪𝘤𝘢 : 𝘗𝘳𝘦𝘴𝘦𝘯𝘵𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘧𝘰𝘳𝘮𝘢 𝘢𝘥𝘦𝘤𝘶𝘢𝘥𝘢 𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘮í. 𝘘𝘶𝘪𝘦𝘳𝘰 𝘴𝘢𝘣𝘦𝘳 𝘵𝘶 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢 𝘺 𝘲𝘶𝘪é𝘯 𝘦𝘳𝘦𝘴 𝘳𝘦𝘢𝘭𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦. . . 𝘕𝘰 𝘮𝘦 𝘪𝘮𝘱𝘰𝘳𝘵𝘢 𝘭𝘢 𝘷𝘦𝘳𝘥𝘢𝘥, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘲𝘶𝘪𝘦𝘳𝘰 𝘵𝘦𝘯𝘦𝘳 𝘦𝘯 𝘤𝘶𝘦𝘯𝘵𝘢 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘶𝘯𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘥𝘦𝘵𝘢𝘭𝘭𝘦𝘴. ──── El ángel caído, ahora renombrado Santiago, solo se mantuvo en silencio unos segundos. Ni había podido leer aquél contrato, ni sus condiciones ni términos. Solo fue obligado a hacer un pacto de sangre en su momento más vulnerable. Trato de recordar su pasado; el dolor las torturas, el miedo, el abuso, la tristeza, la soledad. Nunca conoció aquello que se llamaba : 𝐅𝐄𝐋𝐈𝐂𝐈𝐃𝐀𝐃. Un nudo en la garganta se le formó en aquél entonces hasta que pudo expresar palabras con las pocas fuerzas que aún le quedaban. ──── 𝘠𝘰. . . 𝘊𝘢í 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰, 𝘥𝘦𝘴𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘪𝘯𝘪𝘤𝘪𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰𝘴. 𝘍𝘶í 𝘦𝘹𝘱𝘶𝘭𝘴𝘢𝘥𝘰 𝘱𝘰𝘳 𝘮𝘪 𝘱𝘳𝘰𝘱𝘪𝘰 𝘱𝘢𝘥𝘳𝘦 𝘱𝘰𝘳 𝘴𝘦𝘳 𝘢𝘭𝘨𝘶𝘪𝘦𝘯 𝘥𝘪𝘧𝘦𝘳𝘦𝘯𝘵𝘦. 𝘔𝘦 𝘢𝘳𝘳𝘰𝘫ó 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘴𝘪 𝘥𝘦 𝘶𝘯𝘢 𝘣𝘢𝘴𝘶𝘳𝘢 𝘴𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘵𝘢𝘴𝘦 𝘺 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘵𝘳𝘢𝘯𝘴𝘤𝘶𝘳𝘴𝘰 𝘥𝘦 𝘮𝘪 𝘥𝘦𝘴𝘤𝘦𝘯𝘴𝘰 𝘮𝘪𝘴 𝘢𝘭𝘢𝘴 𝘴𝘦 𝘲𝘶𝘦𝘣𝘳𝘢𝘯𝘵𝘢𝘳𝘰𝘯. ──── Levantó su camisa mostrando una gran cicatriz superficial en el area superior de su hombro y costado abdominal. ──── 𝘔𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘮𝘱𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘳𝘢 𝘦𝘭 𝘴𝘶𝘦𝘭𝘰 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘵𝘦𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘯𝘢𝘥𝘪𝘦 𝘯𝘰𝘵𝘰 𝘮𝘪 𝘱𝘳𝘦𝘴𝘦𝘯𝘤𝘪𝘢. 𝘛𝘰𝘥𝘰𝘴 é𝘴𝘵𝘰𝘴 𝘢ñ𝘰𝘴 𝘴𝘰𝘭𝘰 𝘧𝘶𝘦 𝘢𝘭𝘨𝘶𝘪𝘦𝘯 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘦𝘴𝘤𝘰𝘯𝘥𝘪ó 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘴𝘰𝘤𝘪𝘦𝘥𝘢𝘥, 𝘶𝘯 𝘮𝘢𝘳𝘨𝘪𝘯𝘢𝘥𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘣𝘶𝘴𝘤𝘢𝘣𝘢 𝘢𝘭 𝘮𝘦𝘯𝘰𝘴 𝘱𝘰𝘥𝘦𝘳 𝘤𝘰𝘯𝘷𝘪𝘷𝘪𝘳 𝘦𝘯 𝘦𝘴𝘵𝘢 𝘴𝘰𝘤𝘪𝘦𝘥𝘢𝘥. . . 𝘔𝘦 𝘢𝘭𝘪𝘮𝘦𝘯𝘵𝘢𝘣𝘢 𝘤𝘰𝘯 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯𝘤𝘰𝘯𝘵𝘳𝘢𝘣𝘢, 𝘱𝘦𝘯𝘴é 𝘮𝘶𝘤𝘩𝘢𝘴 𝘷𝘦𝘤𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘲𝘶𝘪𝘵𝘢𝘳𝘮𝘦 𝘭𝘢 𝘷𝘪𝘥𝘢 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘴𝘰𝘺 𝘪𝘯𝘮𝘰𝘳𝘵𝘢𝘭. 𝘌𝘴𝘢 𝘦𝘴 𝘮𝘪 𝘮𝘢𝘭𝘥𝘪𝘤𝘪ó𝘯. ──── ──── ❝ ¡𝐂ó𝐦𝐨 𝐜𝐚í𝐬𝐭𝐞 𝐝𝐞𝐥 𝐜𝐢𝐞𝐥𝐨, 𝐨𝐡 𝐋𝐮𝐜𝐞𝐫𝐨, 𝐡𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐦𝐚ñ𝐚𝐧𝐚! 𝐂𝐨𝐫𝐭𝐚𝐝𝐨 𝐟𝐮𝐢𝐬𝐭𝐞 𝐩𝐨𝐫 𝐭𝐢𝐞𝐫𝐫𝐚, 𝐭ú 𝐪𝐮𝐞 𝐝𝐞𝐛𝐢𝐥𝐢𝐭𝐚𝐛𝐚𝐬 𝐚 𝐥𝐚𝐬 𝐧𝐚𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬. ❞ ──── 𝐈𝐬𝐚í𝐚𝐬 (𝟏𝟒:𝟏𝟐) Refutó con estas últimas palabras mientras sus ojos carmesí se encontraban con los de Sergei cuál escuchaba atentamente su historia. ──── ¿𝘏𝘢𝘴 𝘭𝘦í𝘥𝘰 𝘭𝘢 𝘣𝘪𝘣𝘭𝘪𝘢? 𝘌𝘯 é𝘴𝘦 𝘷𝘦𝘳𝘴í𝘤𝘶𝘭𝘰, 𝘴𝘰𝘺 𝘺𝘰 𝘲𝘶𝘪é𝘯 𝘤𝘢𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰. 𝘚𝘰𝘭𝘰 𝘴𝘰𝘺 𝘶𝘯 𝘴𝘦𝘳 𝘥𝘦𝘴𝘵𝘦𝘳𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘴𝘪𝘯 𝘪𝘥𝘦𝘯𝘵𝘪𝘥𝘢𝘥 𝘦𝘯 𝘶𝘯𝘢 𝘴𝘰𝘤𝘪𝘦𝘥𝘢𝘥 𝘤𝘰𝘳𝘳𝘰𝘮𝘱𝘪𝘥𝘢. ────
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    Fandom Game Of Thrones
    Categoría Romance
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    La entrada a la Torre de la Mano estaba flanqueada por más guardias. El interior olía a papiro viejo, a cera derretida y a madera encerada. Pero su vista no se posó en los estantes, ni en la mesa central, ni siquiera en la figura menuda que la esperaba allí.
    Aquel lugar le traía demasiados recuerdos. Recuerdos dolorosos. ¿Cuánto tiempo hacía que la había castigado con su ausencia? Ahora, estar allí solo le hacía sentir una cosa: que lo necesitaba más de lo que quería admitir. No solo era el olor de los libros o los muebles, era el suyo, el de él. Ahí dentro olía demasiado al hombre que tanto deseaba, y aquello solo hizo que desestabilizarla.
    Serenna cerró los ojos un segundo, como si el aroma le trajera de vuelta no solo los recuerdos en su mente, sino en su cuerpo. Podía sentirlo: sus manos, sujetándola, incitándola a seguir leyendo. Deteniéndola, manejándola a su antojo.
    Tyrion, que la observaba desde el centro de la estancia, no dijo nada al principio. Se limitó a mirarla. Sus ojos, pequeños y astutos, leyeron cada gesto. Sabía a quién buscaba. Y también por qué.
    —Él no está aquí —dijo finalmente, rompiendo el silencio—. Se ha marchado antes del amanecer. Supongo que también os habéis preguntado dónde está vuestro sabueso. No irán lejos, pero no volverán hasta bien entrada la noche.
    —Él no es mi sabueso —lo corrigió ella, avanzando hacia la mesa—. Pero sí, me lo he preguntado —tomó asiento—. ¿Dónde han ido?
    Tyrion la miró con un deje de ternura, incluso de lástima.
    —Volverán. Sanos y salvos —Tyrion enarcó una ceja, y entonces, se corrigió—: O eso espero.
    Serenna lo miró con advertencia.
    —Es lo habitual —continuó Tyrion—. Ya conocéis a mi padre. Lo ha sido también para vos. Aunque de una forma muy distinta... —dijo, más para sí mismo que para ella—. Estáis acostumbrada a esto.
    La mesa estaba cubierta de mapas, libros abiertos, pergaminos que olían a sal y tinta seca. Tyrion había reunido todo lo necesario para una lección completa sobre las casas del Mar Angosto, y en especial, sobre los Velaryon.
    —¿Dónde concluisteis vuestras lecciones la última vez? —preguntó. Pero la mirada que le dedicó Serenna no fue del todo afable.
    Recordarle a Tywin solo hacía que tensarla más. Como si estuviera riéndose del castigo que él mismo le había impuesto, recordándoselo, restregándoselo.
    —Ya... —dijo entonces, apretando los labios, enarcando una ceja—. Creo que lo mejor será tomar un nuevo rumbo. ¿Qué tal vuestra descendencia?
    Serenna no respondió, su mirada se paseó por la estancia, como si ver algo en distinto lugar pudiera hacerle verle ahí: reubicando, tocando, manipulando.
    Cuánto lo echaba de menos... Cuánto deseaba volver a verle, volver a… sentirle.
    —Vuestra sangre es antigua —comenzó, al ver que ella no parecía querer colaborar—. Noble. Rica. Terriblemente incómoda de llevar, imagino.
    Ahora sí, lo miró. Pero una vez más, no parecía estar en la misma conversación que él, ni querer continuar.
    Tyrion no dijo nada al respecto. En lugar de eso, desenrolló un pergamino con el escudo de su casa: el hipocampo plateado sobre el verde marino.
    —Los Velaryon fueron navegantes antes de que muchas casas aprendieran a flotar. Antes de que los dragones surcaran el cielo, ellos surcaban el agua. Hicieron fortuna, guerra, alianzas, y leyendas.
    Serenna inclinó la cabeza.
    —¿Y por qué debería importarme una historia hecha de sal y hombres muertos?
    —Porque sois el final de esa historia —respondió él sin perder el ritmo—. Porque cuando seáis Reina de Marcaderiva, y os digan que sois una bastarda con suerte, tendréis que recordarles que vuestro linaje hunde raíces más profundas que sus espadas. Y más viejas que sus prejuicios.
    Ella lo miró. Por primera vez desde que había entrado, lo miró de verdad.
    Y entonces, un espasmo. Fuerte, sordo, implacable.
    Serenna se tensó. Sus hombros se recogieron, su vientre se contrajo, y un leve gesto crispó su rostro antes de que pudiera evitarlo. Cerró los ojos un instante. Su mano derecha se apoyó sobre el borde del banco. Respiró por la nariz.
    Tyrion dejó de hablar al instante.
    No hizo preguntas. Solo la observó. Un parpadeo lento, un leve cambio en su postura.
    —¿Mi Lady?… —preguntó, alzando ambas cejas.
    —Estoy bien —respondió con la voz contenida, pero firme.
    Él por supuesto no insistió. Solo se reclinó un poco en el asiento y bajó la mirada hacia los pergaminos, carraspeando la garganta.
    —Como decía, vuestra familia está acostumbrada al mar. No sois la primera Velaryon en detestar la tierra firme. Vuestros antepasados tenían tanto de pez como de hombre. Dormían en cubiertas abiertas, comían lo que pescaban, y según algunos poetas... respiraban sal.
    Serenna volvió a mirar el escudo de su casa.
    —¿Y vos creéis en esas cosas? —preguntó—. ¿En las leyendas?
    Tyrion tomó un sorbo de su copa, luego giró uno de los pergaminos, mostrando una línea de tiempo pintada con esmero.
    —La historia es una suma de mentiras que el tiempo ha vuelto útiles. Pero algunas leyendas... tienen raíces demasiado profundas como para ignorarlas.
    Ella lo miró un segundo más, como evaluando algo. Luego bajó la vista.
    —He oído que los Velaryon se relacionaron con los Targaryen —murmuró—. Que… engendraron hijos, juntos.
    Tyrion arqueó una ceja. El tono había cambiado. Ya no hablaba solo por curiosidad. Había algo en su voz… algo más íntimo, más personal.
    —Lo hicieron —admitió con un tono más grave—. En más de una ocasión, de hecho. No era extraño que las casas valyrias entrelazaran su sangre… sobre todo cuando esa sangre era considerada sagrada.
    Silencio.
    Tyrion la observó sin disimulo, con una perspicacia que rara vez se permitía mostrar tan abiertamente.
    —¿Y vos? —preguntó entonces—. ¿Creéis que en vuestras venas hay algo más que sal y tormentas?
    Serenna no respondió de inmediato. Su mirada se perdió un momento en la superficie de la mesa, donde la tinta trazaba rutas marítimas. Luego alzó los ojos, y los clavó en él.
    —Creo que si en mis venas corriera sangre Targaryen vuestro padre ya hubiera acabado conmigo. ¿Me equivoco?
    Tyrion no parpadeó, pero su expresión cambió, como si aquella frase hubiera hendido una capa más profunda.
    —No os equivocáis —dijo al fin, con calma—. Pero tampoco estáis del todo en lo cierto.
    Se inclinó hacia delante, despacio, con el ceño levemente fruncido.
    —Mi padre no mata a alguien porque sí. No si puede usaros primero. No si puede exprimiros hasta dejaros seca… y convertiros en un estandarte útil.
    —¿Entonces por qué me permite seguir aquí?
    —Porque, de momento, lo que sois… le conviene.
    —¿De verdad creéis que es por la relación que tuvo con mi padre?...
    —Creo que eso ayudó —admitió—. Pero no es la razón —Se echó hacia atrás, con un suspiro que arrastró parte de la tensión, pero no la disipó del todo—. Tywin Lannister no mantiene a alguien a su lado por afecto, Serenna. Guarda todo lo que pueda usar a su favor cuando llegue el momento. Vuestro padre fue útil, sí. Pero vos también lo sois. Ahora.
    —No se me ocurre por qué podría resultarle útil… Él mismo lo dijo: que era una idiota, una necia por lo que había hecho. Por eso llevo todo este tiempo encerrada. Porque no me… considera útil.
    —El error que cometisteis —prosiguió Tyrion—, no fue escapar al mar. Fue recordarle que no puede controlarlo todo. Ni siquiera a vos. Y eso… eso enfurece a mi padre más de lo que podríais imaginar.
    —¿Y qué debo hacer para que me perdone? ¿Para poder… volver al mar?...
    Tyrion suspiró despacio, apoyando los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y la miró.
    —Nada —dijo al fin—. No hay gesto o palabra que os garantice su perdón.
    —¿Entonces?...
    —Saldréis cuando él vea que encerraros le cuesta más que teneros suelta. Cuando vuestra ausencia pese más que vuestra desobediencia —Hizo una pausa—. Y eso solo lo lograréis convirtiendo vuestra jaula en un trono. No llorando tras los barrotes… sino aprendiendo a gobernar desde ellos.
    —No os entiendo...
    —¿Conocéis la diferencia entre un peón y una reina?
    Serenna negó.
    —El peón se lanza hacia delante. La reina espera, se mueve cuando quiere… y cuando lo hace, nadie puede detenerla.
    —Pero yo no soy ninguna reina. Ni pretendo serlo. Y está claro que él nunca me verá como tal.
    Tyrion sostuvo su mirada con una intensidad insólita. Por un instante, sus ojos dejaron de ser los de un Lannister y se tornaron los de un hombre que conocía de cerca lo que era ser menospreciado.
    —Eso es lo que os convierte en una amenaza aún mayor —dijo, con voz baja pero firme—. Las reinas que nacen para reinar son previsibles. Las que no lo hacen… son impredecibles. Y las impredecibles hacen temblar los cimientos.
    Serenna apretó los labios. Sus manos se cerraron sobre el faldón de su vestido, como si contuviera en los puños algo que no sabía cómo liberar.
    —No quiero hacer temblar nada. Solo quiero volver a ser libre.
    —Exacto —Tyrion alzó una ceja, casi con ternura—. Esa es precisamente la diferencia. Él os encerró creyendo que rompería vuestra voluntad. Pero seguís deseando lo único que él no puede daros. La libertad no se otorga, Serenna, se escoge. Se toma.
    Ella bajó la mirada, despacio, frunciendo el ceño, con aquellos pensamientos tomando forma en su mente.
    —Mi Lord… —dijo, y Tyrion sonrió, como si no estuviese acostumbrado a que lo trataran… bien—. Antes hablasteis sobre los Targaryens y los Velaryon. Sé que ellos tenían dragones. Los Velaryon… ¿qué teníamos que pudiera interesar a alguien como… los Targaryen?
    Tyrion dejó la copa a un lado, despacio. La sonrisa se desvaneció con suavidad, no por desagrado, sino porque aquella pregunta le intrigaba.
    —Los Targaryen eran fuego —dijo en un too reverente—. Los Velaryon… eran el mar. —Hizo una pausa—. No teníais dragones —continuó—. Pero navegasteis antes que nadie. Surcasteis las rutas entre islas cuando otros apenas sabían mirar más allá de la costa. Había quien decía que los Targaryen eran los conquistadores… pero sin los Velaryon, su conquista no habría cruzado jamás el mar Angosto.
    —Creo que no me estáis…
    —Y hay más —la interrumpió—. Leyendas apenas susurradas. Antiguas incluso para Valyria. En lo profundo, en lo oscuro, criaturas que no vuelan, pero que se deslizan entre corrientes y ruinas olvidadas. Serpientes, leviatanes. Sombras con ojos.
    Ella no se movió, pero sus labios se entreabrieron apenas, como si algo dentro de sí reconociera aquella idea.
    —¿Habláis de… monstruos… marinos?
    —Algunos los llaman monstruos —dijo Tyrion, inclinándose apenas hacia adelante—. Otros, dioses. Depende de a quién preguntéis… y de cuánto haya visto.
    Serenna contuvo la respiración.
    —Mi madre solía hablar de eso —dijo, con un hilo de voz—. Decía que algunas líneas de sangre podían despertar a esas criaturas. Que no respondían al hierro… sino a la llamada de su linaje.
    Tyrion frunció el ceño apenas.
    —Una vez oí hablar de una criatura en las Islas del Verano —continuó—. Dicen que emergía solo cuando los niños desaparecían. Que tenía alas membranosas y una cabeza tan alargada como la vela mayor de un barco. Se movía sin romper la superficie, deslizándose. Como una sombra bajo el mundo.
    —¿Y creéis que son reales? Esas... criaturas... Mi Lord...
    —No lo sé. Pero cuando un marinero vive más de sesenta años y aún no ha tocado fondo...
    Serenna se quedó en silencio un momento más. Miró el mapa, luego el mar pintado con tinta azul, y el hipocampo de su escudo.
    —Tal vez no todos los dragones vuelen —susurró.
    Tyrion la observó en silencio.
    —Los que caen y sobreviven, Lady Serenna —dijo al fin—, suelen ser los más peligrosos.
    Y por fin, Tyrion pudo ver el atisbo de una sonrisa.
    —Lord Tyrion… De… existir esas criaturas… ¿Creéis que alguna de ellas habría vivido aquí? ¿En Poniente?… En… el mar que nos rodea.
    Tyrion entrecerró los ojos.
    —En Poniente… —repitió, con lentitud—. Hay quienes creen que las profundidades del Mar del Ocaso no tienen fin. Que hay grietas tan hondas que ni la luz ni el tiempo las alcanzan. Que en las aguas al sur de Rocadragón, a veces los barcos desaparecen sin dejar rastro.
    —Mi padre hablaba del estrecho de Marcaderiva —dijo de pronto—. Decía que había zonas donde las redes salían rasgadas. Donde los peces no volvían.
    Tyrion la contempló en silencio, atento.
    —Pero también hablaba de estas aguas… —continuó, casi para sí misma—. Decía que el mar de aquí no se parece a ningún otro. Que parece manso, seguro. Pero que en realidad…
    Tyrion frunció el ceño, ladeando la cabeza, curioso.
    —¿En realidad…?
    —…es el más inseguro —Levantó la mirada—. Contaba historias de reyes y de príncipes que dormían tranquilos en sus fortalezas, convencidos de que el poder les pertenecía solo por ocupar un trono. —Sus dedos rozaron el borde del mapa, distraídos—. Creían que el peligro venía del norte, de los campos de batalla, de la traición de los hombres. Pero bajo sus castillos, Mi Lord… bajo sus torres de piedra, bajo su orgullo… dormían criaturas que no conocen de leyes, ni coronas. Criaturas que podrían reducir un reino entero a ruinas con el solo batir de su cola. Y ellos ni siquiera tendrían tiempo de mirar hacia abajo.
    Tyrion la observó durante unos segundos más. En el rostro de Serenna no quedaba rastro de duda. Lo que antes era tristeza o resignación se había tornado en algo más sutil y mucho más difícil de controlar: determinación.
    Y aquello, lo inquietó.
    Desvió la mirada con un suspiro casi imperceptible. Apoyó las manos en el borde de la mesa, como si de pronto el peso de la conversación lo reclamara de vuelta a tierra firme.
    —Bien —dijo, en voz baja, con una leve sacudida de cabeza—. Creo que hemos hablado suficiente por hoy.
    Intentó sonreír, pero la mueca apenas alcanzó a suavizar el gesto. No era cinismo lo que temblaba en sus labios, sino cautela.
    —Mi intención era distraeros un poco, no… daros alas —añadió con tono más ligero, aunque no del todo convincente—. O branquias, en este caso.
    Ella no respondió. Seguía absorta, los ojos clavados en el mapa como si, de repente, lo viera por primera vez.
    —Mi Lady... —la llamó Tyrion, más serio esta vez—. Escuchad... Solo son... leyendas. No os dejéis arrastrar por lo que podría ser. No ahora. Lo último que necesitáis es otro motivo para desafiarlo.
    Ella alzó la vista con lentitud.
    Tyrion se enderezó con suavidad y recogió un par de papeles del escritorio. Luego, al pasar junto a ella, se detuvo brevemente.
    —Mañana hablaremos de comercio marítimo y alianzas entre casas. Algo… menos poético, y mucho menos propenso a tentaros a nadar hasta la ruina —le dedicó una última mirada, casi a modo de advertencia—. No le deis a mi padre más razones para manteneros encerrada...
    Colocó su mano sobre la de ella, un ligero apretón. Y es que, realmente la apreciaba. Él no era Cersei, él quería a esa chica por quien era, no por lo que su hermana creía que les había arrebatado. Ella no tenía la culpa de que su padre la hubiera elegido.
    Él ya hacía tiempo que se había resignado, y la envidia no formaba parte de sí.
    Tyrion se marchó. La puerta se cerró con suavidad, dejándola sola con el mapa y el escudo.

    La noche caía sobre Desembarco del Rey con lentitud propia. Las torres de la Fortaleza Roja, recortadas contra un cielo encapotado, comenzaban a encender sus antorchas mientras la ciudad se sumía en su habitual murmullo nocturno. La brisa del mar traía consigo el olor del puerto y el rumor constante de los navíos meciéndose en los muelles.
    Una tropa de hombres montados a caballo, atravesaban la Puerta del Río sin ceremonia. Sus capas polvorientas y el barro seco en los flancos de los caballos hablaban de un viaje largo.
    Habían cabalgado hasta Rosby aquella mañana, tras una carta urgente llegada al amanecer. Un asunto de recursos, según Tywin: un cargamento de suministros que se retrasaba, una deuda que debía cobrarse con presencia, y una amenaza velada de deslealtad por parte de un vasallo menor. Rosby no quedaba lejos, apenas una jornada de ida y vuelta si se apresuraban.
    No necesitaba a Sandor para negociar, pero sí para recordar que la disuasión podía ir más allá de las palabras. Su sola presencia bastaba para sembrar el respeto.
    El camino de regreso fue tranquilo, pero no silencioso del todo. Tywin encabezaba al grupo de hombres, siempre reflexivo tras cerrar un trato. Cabalgaba con el entrecejo fruncido, ordenando pensamientos y estrategias. Sandor lo seguía, casi a su misma altura.
    —Tenéis algo en la mente, Clegane —dijo Tywin, sin mirarlo.
    STARTER PARA [THEH0UND] La entrada a la Torre de la Mano estaba flanqueada por más guardias. El interior olía a papiro viejo, a cera derretida y a madera encerada. Pero su vista no se posó en los estantes, ni en la mesa central, ni siquiera en la figura menuda que la esperaba allí. Aquel lugar le traía demasiados recuerdos. Recuerdos dolorosos. ¿Cuánto tiempo hacía que la había castigado con su ausencia? Ahora, estar allí solo le hacía sentir una cosa: que lo necesitaba más de lo que quería admitir. No solo era el olor de los libros o los muebles, era el suyo, el de él. Ahí dentro olía demasiado al hombre que tanto deseaba, y aquello solo hizo que desestabilizarla. Serenna cerró los ojos un segundo, como si el aroma le trajera de vuelta no solo los recuerdos en su mente, sino en su cuerpo. Podía sentirlo: sus manos, sujetándola, incitándola a seguir leyendo. Deteniéndola, manejándola a su antojo. Tyrion, que la observaba desde el centro de la estancia, no dijo nada al principio. Se limitó a mirarla. Sus ojos, pequeños y astutos, leyeron cada gesto. Sabía a quién buscaba. Y también por qué. —Él no está aquí —dijo finalmente, rompiendo el silencio—. Se ha marchado antes del amanecer. Supongo que también os habéis preguntado dónde está vuestro sabueso. No irán lejos, pero no volverán hasta bien entrada la noche. —Él no es mi sabueso —lo corrigió ella, avanzando hacia la mesa—. Pero sí, me lo he preguntado —tomó asiento—. ¿Dónde han ido? Tyrion la miró con un deje de ternura, incluso de lástima. —Volverán. Sanos y salvos —Tyrion enarcó una ceja, y entonces, se corrigió—: O eso espero. Serenna lo miró con advertencia. —Es lo habitual —continuó Tyrion—. Ya conocéis a mi padre. Lo ha sido también para vos. Aunque de una forma muy distinta... —dijo, más para sí mismo que para ella—. Estáis acostumbrada a esto. La mesa estaba cubierta de mapas, libros abiertos, pergaminos que olían a sal y tinta seca. Tyrion había reunido todo lo necesario para una lección completa sobre las casas del Mar Angosto, y en especial, sobre los Velaryon. —¿Dónde concluisteis vuestras lecciones la última vez? —preguntó. Pero la mirada que le dedicó Serenna no fue del todo afable. Recordarle a Tywin solo hacía que tensarla más. Como si estuviera riéndose del castigo que él mismo le había impuesto, recordándoselo, restregándoselo. —Ya... —dijo entonces, apretando los labios, enarcando una ceja—. Creo que lo mejor será tomar un nuevo rumbo. ¿Qué tal vuestra descendencia? Serenna no respondió, su mirada se paseó por la estancia, como si ver algo en distinto lugar pudiera hacerle verle ahí: reubicando, tocando, manipulando. Cuánto lo echaba de menos... Cuánto deseaba volver a verle, volver a… sentirle. —Vuestra sangre es antigua —comenzó, al ver que ella no parecía querer colaborar—. Noble. Rica. Terriblemente incómoda de llevar, imagino. Ahora sí, lo miró. Pero una vez más, no parecía estar en la misma conversación que él, ni querer continuar. Tyrion no dijo nada al respecto. En lugar de eso, desenrolló un pergamino con el escudo de su casa: el hipocampo plateado sobre el verde marino. —Los Velaryon fueron navegantes antes de que muchas casas aprendieran a flotar. Antes de que los dragones surcaran el cielo, ellos surcaban el agua. Hicieron fortuna, guerra, alianzas, y leyendas. Serenna inclinó la cabeza. —¿Y por qué debería importarme una historia hecha de sal y hombres muertos? —Porque sois el final de esa historia —respondió él sin perder el ritmo—. Porque cuando seáis Reina de Marcaderiva, y os digan que sois una bastarda con suerte, tendréis que recordarles que vuestro linaje hunde raíces más profundas que sus espadas. Y más viejas que sus prejuicios. Ella lo miró. Por primera vez desde que había entrado, lo miró de verdad. Y entonces, un espasmo. Fuerte, sordo, implacable. Serenna se tensó. Sus hombros se recogieron, su vientre se contrajo, y un leve gesto crispó su rostro antes de que pudiera evitarlo. Cerró los ojos un instante. Su mano derecha se apoyó sobre el borde del banco. Respiró por la nariz. Tyrion dejó de hablar al instante. No hizo preguntas. Solo la observó. Un parpadeo lento, un leve cambio en su postura. —¿Mi Lady?… —preguntó, alzando ambas cejas. —Estoy bien —respondió con la voz contenida, pero firme. Él por supuesto no insistió. Solo se reclinó un poco en el asiento y bajó la mirada hacia los pergaminos, carraspeando la garganta. —Como decía, vuestra familia está acostumbrada al mar. No sois la primera Velaryon en detestar la tierra firme. Vuestros antepasados tenían tanto de pez como de hombre. Dormían en cubiertas abiertas, comían lo que pescaban, y según algunos poetas... respiraban sal. Serenna volvió a mirar el escudo de su casa. —¿Y vos creéis en esas cosas? —preguntó—. ¿En las leyendas? Tyrion tomó un sorbo de su copa, luego giró uno de los pergaminos, mostrando una línea de tiempo pintada con esmero. —La historia es una suma de mentiras que el tiempo ha vuelto útiles. Pero algunas leyendas... tienen raíces demasiado profundas como para ignorarlas. Ella lo miró un segundo más, como evaluando algo. Luego bajó la vista. —He oído que los Velaryon se relacionaron con los Targaryen —murmuró—. Que… engendraron hijos, juntos. Tyrion arqueó una ceja. El tono había cambiado. Ya no hablaba solo por curiosidad. Había algo en su voz… algo más íntimo, más personal. —Lo hicieron —admitió con un tono más grave—. En más de una ocasión, de hecho. No era extraño que las casas valyrias entrelazaran su sangre… sobre todo cuando esa sangre era considerada sagrada. Silencio. Tyrion la observó sin disimulo, con una perspicacia que rara vez se permitía mostrar tan abiertamente. —¿Y vos? —preguntó entonces—. ¿Creéis que en vuestras venas hay algo más que sal y tormentas? Serenna no respondió de inmediato. Su mirada se perdió un momento en la superficie de la mesa, donde la tinta trazaba rutas marítimas. Luego alzó los ojos, y los clavó en él. —Creo que si en mis venas corriera sangre Targaryen vuestro padre ya hubiera acabado conmigo. ¿Me equivoco? Tyrion no parpadeó, pero su expresión cambió, como si aquella frase hubiera hendido una capa más profunda. —No os equivocáis —dijo al fin, con calma—. Pero tampoco estáis del todo en lo cierto. Se inclinó hacia delante, despacio, con el ceño levemente fruncido. —Mi padre no mata a alguien porque sí. No si puede usaros primero. No si puede exprimiros hasta dejaros seca… y convertiros en un estandarte útil. —¿Entonces por qué me permite seguir aquí? —Porque, de momento, lo que sois… le conviene. —¿De verdad creéis que es por la relación que tuvo con mi padre?... —Creo que eso ayudó —admitió—. Pero no es la razón —Se echó hacia atrás, con un suspiro que arrastró parte de la tensión, pero no la disipó del todo—. Tywin Lannister no mantiene a alguien a su lado por afecto, Serenna. Guarda todo lo que pueda usar a su favor cuando llegue el momento. Vuestro padre fue útil, sí. Pero vos también lo sois. Ahora. —No se me ocurre por qué podría resultarle útil… Él mismo lo dijo: que era una idiota, una necia por lo que había hecho. Por eso llevo todo este tiempo encerrada. Porque no me… considera útil. —El error que cometisteis —prosiguió Tyrion—, no fue escapar al mar. Fue recordarle que no puede controlarlo todo. Ni siquiera a vos. Y eso… eso enfurece a mi padre más de lo que podríais imaginar. —¿Y qué debo hacer para que me perdone? ¿Para poder… volver al mar?... Tyrion suspiró despacio, apoyando los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y la miró. —Nada —dijo al fin—. No hay gesto o palabra que os garantice su perdón. —¿Entonces?... —Saldréis cuando él vea que encerraros le cuesta más que teneros suelta. Cuando vuestra ausencia pese más que vuestra desobediencia —Hizo una pausa—. Y eso solo lo lograréis convirtiendo vuestra jaula en un trono. No llorando tras los barrotes… sino aprendiendo a gobernar desde ellos. —No os entiendo... —¿Conocéis la diferencia entre un peón y una reina? Serenna negó. —El peón se lanza hacia delante. La reina espera, se mueve cuando quiere… y cuando lo hace, nadie puede detenerla. —Pero yo no soy ninguna reina. Ni pretendo serlo. Y está claro que él nunca me verá como tal. Tyrion sostuvo su mirada con una intensidad insólita. Por un instante, sus ojos dejaron de ser los de un Lannister y se tornaron los de un hombre que conocía de cerca lo que era ser menospreciado. —Eso es lo que os convierte en una amenaza aún mayor —dijo, con voz baja pero firme—. Las reinas que nacen para reinar son previsibles. Las que no lo hacen… son impredecibles. Y las impredecibles hacen temblar los cimientos. Serenna apretó los labios. Sus manos se cerraron sobre el faldón de su vestido, como si contuviera en los puños algo que no sabía cómo liberar. —No quiero hacer temblar nada. Solo quiero volver a ser libre. —Exacto —Tyrion alzó una ceja, casi con ternura—. Esa es precisamente la diferencia. Él os encerró creyendo que rompería vuestra voluntad. Pero seguís deseando lo único que él no puede daros. La libertad no se otorga, Serenna, se escoge. Se toma. Ella bajó la mirada, despacio, frunciendo el ceño, con aquellos pensamientos tomando forma en su mente. —Mi Lord… —dijo, y Tyrion sonrió, como si no estuviese acostumbrado a que lo trataran… bien—. Antes hablasteis sobre los Targaryens y los Velaryon. Sé que ellos tenían dragones. Los Velaryon… ¿qué teníamos que pudiera interesar a alguien como… los Targaryen? Tyrion dejó la copa a un lado, despacio. La sonrisa se desvaneció con suavidad, no por desagrado, sino porque aquella pregunta le intrigaba. —Los Targaryen eran fuego —dijo en un too reverente—. Los Velaryon… eran el mar. —Hizo una pausa—. No teníais dragones —continuó—. Pero navegasteis antes que nadie. Surcasteis las rutas entre islas cuando otros apenas sabían mirar más allá de la costa. Había quien decía que los Targaryen eran los conquistadores… pero sin los Velaryon, su conquista no habría cruzado jamás el mar Angosto. —Creo que no me estáis… —Y hay más —la interrumpió—. Leyendas apenas susurradas. Antiguas incluso para Valyria. En lo profundo, en lo oscuro, criaturas que no vuelan, pero que se deslizan entre corrientes y ruinas olvidadas. Serpientes, leviatanes. Sombras con ojos. Ella no se movió, pero sus labios se entreabrieron apenas, como si algo dentro de sí reconociera aquella idea. —¿Habláis de… monstruos… marinos? —Algunos los llaman monstruos —dijo Tyrion, inclinándose apenas hacia adelante—. Otros, dioses. Depende de a quién preguntéis… y de cuánto haya visto. Serenna contuvo la respiración. —Mi madre solía hablar de eso —dijo, con un hilo de voz—. Decía que algunas líneas de sangre podían despertar a esas criaturas. Que no respondían al hierro… sino a la llamada de su linaje. Tyrion frunció el ceño apenas. —Una vez oí hablar de una criatura en las Islas del Verano —continuó—. Dicen que emergía solo cuando los niños desaparecían. Que tenía alas membranosas y una cabeza tan alargada como la vela mayor de un barco. Se movía sin romper la superficie, deslizándose. Como una sombra bajo el mundo. —¿Y creéis que son reales? Esas... criaturas... Mi Lord... —No lo sé. Pero cuando un marinero vive más de sesenta años y aún no ha tocado fondo... Serenna se quedó en silencio un momento más. Miró el mapa, luego el mar pintado con tinta azul, y el hipocampo de su escudo. —Tal vez no todos los dragones vuelen —susurró. Tyrion la observó en silencio. —Los que caen y sobreviven, Lady Serenna —dijo al fin—, suelen ser los más peligrosos. Y por fin, Tyrion pudo ver el atisbo de una sonrisa. —Lord Tyrion… De… existir esas criaturas… ¿Creéis que alguna de ellas habría vivido aquí? ¿En Poniente?… En… el mar que nos rodea. Tyrion entrecerró los ojos. —En Poniente… —repitió, con lentitud—. Hay quienes creen que las profundidades del Mar del Ocaso no tienen fin. Que hay grietas tan hondas que ni la luz ni el tiempo las alcanzan. Que en las aguas al sur de Rocadragón, a veces los barcos desaparecen sin dejar rastro. —Mi padre hablaba del estrecho de Marcaderiva —dijo de pronto—. Decía que había zonas donde las redes salían rasgadas. Donde los peces no volvían. Tyrion la contempló en silencio, atento. —Pero también hablaba de estas aguas… —continuó, casi para sí misma—. Decía que el mar de aquí no se parece a ningún otro. Que parece manso, seguro. Pero que en realidad… Tyrion frunció el ceño, ladeando la cabeza, curioso. —¿En realidad…? —…es el más inseguro —Levantó la mirada—. Contaba historias de reyes y de príncipes que dormían tranquilos en sus fortalezas, convencidos de que el poder les pertenecía solo por ocupar un trono. —Sus dedos rozaron el borde del mapa, distraídos—. Creían que el peligro venía del norte, de los campos de batalla, de la traición de los hombres. Pero bajo sus castillos, Mi Lord… bajo sus torres de piedra, bajo su orgullo… dormían criaturas que no conocen de leyes, ni coronas. Criaturas que podrían reducir un reino entero a ruinas con el solo batir de su cola. Y ellos ni siquiera tendrían tiempo de mirar hacia abajo. Tyrion la observó durante unos segundos más. En el rostro de Serenna no quedaba rastro de duda. Lo que antes era tristeza o resignación se había tornado en algo más sutil y mucho más difícil de controlar: determinación. Y aquello, lo inquietó. Desvió la mirada con un suspiro casi imperceptible. Apoyó las manos en el borde de la mesa, como si de pronto el peso de la conversación lo reclamara de vuelta a tierra firme. —Bien —dijo, en voz baja, con una leve sacudida de cabeza—. Creo que hemos hablado suficiente por hoy. Intentó sonreír, pero la mueca apenas alcanzó a suavizar el gesto. No era cinismo lo que temblaba en sus labios, sino cautela. —Mi intención era distraeros un poco, no… daros alas —añadió con tono más ligero, aunque no del todo convincente—. O branquias, en este caso. Ella no respondió. Seguía absorta, los ojos clavados en el mapa como si, de repente, lo viera por primera vez. —Mi Lady... —la llamó Tyrion, más serio esta vez—. Escuchad... Solo son... leyendas. No os dejéis arrastrar por lo que podría ser. No ahora. Lo último que necesitáis es otro motivo para desafiarlo. Ella alzó la vista con lentitud. Tyrion se enderezó con suavidad y recogió un par de papeles del escritorio. Luego, al pasar junto a ella, se detuvo brevemente. —Mañana hablaremos de comercio marítimo y alianzas entre casas. Algo… menos poético, y mucho menos propenso a tentaros a nadar hasta la ruina —le dedicó una última mirada, casi a modo de advertencia—. No le deis a mi padre más razones para manteneros encerrada... Colocó su mano sobre la de ella, un ligero apretón. Y es que, realmente la apreciaba. Él no era Cersei, él quería a esa chica por quien era, no por lo que su hermana creía que les había arrebatado. Ella no tenía la culpa de que su padre la hubiera elegido. Él ya hacía tiempo que se había resignado, y la envidia no formaba parte de sí. Tyrion se marchó. La puerta se cerró con suavidad, dejándola sola con el mapa y el escudo. La noche caía sobre Desembarco del Rey con lentitud propia. Las torres de la Fortaleza Roja, recortadas contra un cielo encapotado, comenzaban a encender sus antorchas mientras la ciudad se sumía en su habitual murmullo nocturno. La brisa del mar traía consigo el olor del puerto y el rumor constante de los navíos meciéndose en los muelles. Una tropa de hombres montados a caballo, atravesaban la Puerta del Río sin ceremonia. Sus capas polvorientas y el barro seco en los flancos de los caballos hablaban de un viaje largo. Habían cabalgado hasta Rosby aquella mañana, tras una carta urgente llegada al amanecer. Un asunto de recursos, según Tywin: un cargamento de suministros que se retrasaba, una deuda que debía cobrarse con presencia, y una amenaza velada de deslealtad por parte de un vasallo menor. Rosby no quedaba lejos, apenas una jornada de ida y vuelta si se apresuraban. No necesitaba a Sandor para negociar, pero sí para recordar que la disuasión podía ir más allá de las palabras. Su sola presencia bastaba para sembrar el respeto. El camino de regreso fue tranquilo, pero no silencioso del todo. Tywin encabezaba al grupo de hombres, siempre reflexivo tras cerrar un trato. Cabalgaba con el entrecejo fruncido, ordenando pensamientos y estrategias. Sandor lo seguía, casi a su misma altura. —Tenéis algo en la mente, Clegane —dijo Tywin, sin mirarlo.
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  • La aguja se desliza por la tela con precisión.
    El hilo negro atraviesa el borde del patrón como si supiera exactamente donde debe ir.
    Alaska no piensa en lo que cose, al menos no del todo.
    Sus manos lo hacen solas, como si estuvieran en automático.
    El cuerpo recuerda lo que la mente no necesita repetir.

    El apartamento está en silencio.
    No hay música.
    No hay televisor ni radio.
    Solo el zumbido del refrigerador, el sonido constante de la máquina de coser, el goteo de la cafetera eléctrica y el 'tic-tac' del reloj que ella misma desarmó y volvió a armar la semana pasada.

    Se levanta.
    Las cerraduras dobles están aseguradas.
    El aire huele a tela nueva y a café.
    Todo está en su sitio.
    Las tijeras sobre el escritorio.
    Las agujas alineadas por tamaño.
    Los hilos organizados por degradé de colores.

    Camina hacia la ventana. Las cortinas gruesas están cerradas, pero hay una rendija. Por ella se filtra la luz de la calle. Ve sombras, movimiento, vida.

    Ella no forma parte de eso.

    Camina hacia el salón. Se sienta en el suelo, junto a un mueble donde guarda retazos.
    El apartamento no exige respuestas.
    No interpreta gestos.
    No espera sonrisas.
    No la mira como si tuviera que justificarse.

    Aqui, no hay que fingir.
    No hay que calcular si una frase fue demasiado fría o si un silencio fue demasiado largo.

    Se recuesta contra la pared.
    El concreto está frío. Eso sí lo entiende.
    El frío no miente.
    No cambia de opinión.
    No se ofende.
    Solo es una constante que no necesita interpretación.

    Piensa en los días en que vivía con Harold.
    En los espacios que no eran suyos.
    En los rincones donde se escondía para no ser vista.
    Este apartamento no tiene rincones. Tiene límites claros.

    Se levanta.
    Vuelve a su espacio de costura.
    Toma asiento.
    Cose otra línea.
    El patrón está mal trazado.
    Lo sabe. Lo sabía desde antes.
    Pero no lo corrige. Lo deja así, como experimento.

    Aquí, puede hablar sola sin que nadie la corrija.
    O puede no hablar en absoluto.
    Puede coser durante horas.
    Puede comer lo mismo todos los días.

    Aquí, no es la chica rara.
    No es la hija del monstruo.
    No es la prófuga.
    Aquí, es solo Alaska.
    O Danna.
    O ninguna.
    O ambas.

    Y eso, aunque no sepa cómo se llama esa sensación, se parece mucho a estar. . . bien.
    La aguja se desliza por la tela con precisión. El hilo negro atraviesa el borde del patrón como si supiera exactamente donde debe ir. Alaska no piensa en lo que cose, al menos no del todo. Sus manos lo hacen solas, como si estuvieran en automático. El cuerpo recuerda lo que la mente no necesita repetir. El apartamento está en silencio. No hay música. No hay televisor ni radio. Solo el zumbido del refrigerador, el sonido constante de la máquina de coser, el goteo de la cafetera eléctrica y el 'tic-tac' del reloj que ella misma desarmó y volvió a armar la semana pasada. Se levanta. Las cerraduras dobles están aseguradas. El aire huele a tela nueva y a café. Todo está en su sitio. Las tijeras sobre el escritorio. Las agujas alineadas por tamaño. Los hilos organizados por degradé de colores. Camina hacia la ventana. Las cortinas gruesas están cerradas, pero hay una rendija. Por ella se filtra la luz de la calle. Ve sombras, movimiento, vida. Ella no forma parte de eso. Camina hacia el salón. Se sienta en el suelo, junto a un mueble donde guarda retazos. El apartamento no exige respuestas. No interpreta gestos. No espera sonrisas. No la mira como si tuviera que justificarse. Aqui, no hay que fingir. No hay que calcular si una frase fue demasiado fría o si un silencio fue demasiado largo. Se recuesta contra la pared. El concreto está frío. Eso sí lo entiende. El frío no miente. No cambia de opinión. No se ofende. Solo es una constante que no necesita interpretación. Piensa en los días en que vivía con Harold. En los espacios que no eran suyos. En los rincones donde se escondía para no ser vista. Este apartamento no tiene rincones. Tiene límites claros. Se levanta. Vuelve a su espacio de costura. Toma asiento. Cose otra línea. El patrón está mal trazado. Lo sabe. Lo sabía desde antes. Pero no lo corrige. Lo deja así, como experimento. Aquí, puede hablar sola sin que nadie la corrija. O puede no hablar en absoluto. Puede coser durante horas. Puede comer lo mismo todos los días. Aquí, no es la chica rara. No es la hija del monstruo. No es la prófuga. Aquí, es solo Alaska. O Danna. O ninguna. O ambas. Y eso, aunque no sepa cómo se llama esa sensación, se parece mucho a estar. . . bien.
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  • Coloco el estuche sobre el escritorio de su despacho, acabo de terminar de arreglarme.
    No celebramos ningún aniversario y tampoco es su cumpleaños, no hace falta para tener cuando lo deseo un detalle especial con el hombre de mi vida 𝐆𝐑𝐀𝐘𝐒𝐎𝐍 𝐀𝐑𝐆𝐄𝐍𝐓
    Coloco el estuche sobre el escritorio de su despacho, acabo de terminar de arreglarme. No celebramos ningún aniversario y tampoco es su cumpleaños, no hace falta para tener cuando lo deseo un detalle especial con el hombre de mi vida [ThxArgent91]
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
    Esto se ha publicado como Out Of Character.
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    "2025 será el año del escritorio de Linux"

    Lo he estado leyendo desde 2016 y al menos con la estadísticas de steam y otras fuentes, ocupan en promedio el 5% de los equipos considerados personales o laptops.

    -Slow and Ironic claps-

    "2025 será el año del escritorio de Linux" Lo he estado leyendo desde 2016 y al menos con la estadísticas de steam y otras fuentes, ocupan en promedio el 5% de los equipos considerados personales o laptops. -Slow and Ironic claps-
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  • -Me mire en el espejo ya había recuperado su figura por completo solo faltaba un poco cosa que se podía arreglar si salgo de caza unas cuántas veces la elección de usar faja ayudo bastante de repente escuche el timbre y mis sombras me rodearon apareciendo ya vestido me dirigí ala puerta notando que un diablillo me traía más papeleo de trabajo suspirando lo hice pasar -

    Déjalo en mi escritorio Pero en orden ok ?

    -El diablillo se rió burlesco asíntiendo con la cabeza -

    -Me mire en el espejo ya había recuperado su figura por completo solo faltaba un poco cosa que se podía arreglar si salgo de caza unas cuántas veces la elección de usar faja ayudo bastante de repente escuche el timbre y mis sombras me rodearon apareciendo ya vestido me dirigí ala puerta notando que un diablillo me traía más papeleo de trabajo suspirando lo hice pasar - Déjalo en mi escritorio Pero en orden ok ? -El diablillo se rió burlesco asíntiendo con la cabeza -
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