Solo es trabajo
El sol golpeaba la carretera con furia, haciendo que el asfalto pareciera derretirse bajo las llantas del **Mustang Shelby del 67**. El motor rugía como un depredador hambriento, devorando kilómetros de asfalto sin rumbo fijo.
**Alex**, mercenario de oficio y hombre de pocas palabras, sostenía el volante con una mano mientras la otra acariciaba un viejo **reloj de bolsillo** en su chaqueta. No era un simple recuerdo, sino su juez y verdugo. Su mecanismo decidía el destino de aquellos que se cruzaban en su camino: **si la manecilla negra predominaba, la vida continuaba; si la dorada tomaba la delantera, no había escapatoria**.
Y aquella tarde, la carretera le presentaría tres pruebas.
---
El primer obstáculo lo encontró en un tramo desértico de la autopista. **Un hombre desesperado hacía señas al borde del camino, con el capó de su auto abierto y una nube de vapor escapando del motor**. Parecía un tipo común, con camisa remangada y un rostro marcado por la angustia.
Alex redujo la velocidad, pero no apagó el motor.
—¿Problemas? —preguntó sin bajarse.
El hombre se acercó, nervioso.
—Sí… mi esposa está embarazada, necesito llegar al hospital.
Desde el auto, una mujer pálida gimió de dolor. Sus manos temblaban sobre su vientre abultado.
Alex sacó el reloj. **Las manecillas giraron con su danza cruel**. El destino dudó, pero finalmente, **la negra ganó**.
—Suban al Mustang.
El hombre no lo pensó dos veces. Ayudó a su esposa y ambos se acomodaron en el asiento trasero. Alex **aceleró sin mirar atrás**, dejando aquel auto descompuesto como un cadáver abandonado.
---
Minutos después, mientras el Mustang devoraba la carretera, una patrulla apareció en el retrovisor. **Luces rojas y azules reflejándose en la carrocería negra del Shelby**.
Alex resopló.
—¿Ahora qué?
Encendió un cigarro y redujo la velocidad. La patrulla lo obligó a detenerse en el arcén. Un policía con cara de pocos amigos se acercó.
—Baje del vehículo —ordenó con la mano en su pistola.
Alex miró a la pareja en el asiento trasero. **No era por ellos, era por él**. Sabían quién era.
Sacó su reloj. **Las manecillas giraron, luchando con más intensidad que antes**. La negra y la dorada casi se sobrepusieron… pero al final, **la dorada se impuso**.
Suspiró.
El disparo fue seco y certero. **El oficial cayó sin siquiera tocar su arma**.
Alex pisó el acelerador y el Mustang rugió como un demonio liberado.
---
La ciudad apareció en el horizonte. Los neumáticos chillaron cuando entró en las calles iluminadas por neón, buscando el hospital.
Pero **el último obstáculo lo esperaba en la intersección principal**.
Una figura familiar se apoyaba contra una moto. **Jericho**, un viejo socio al que Alex había traicionado años atrás, sonreía con los brazos cruzados.
—Tienes una deuda conmigo —dijo.
Los ojos de Alex no mostraron sorpresa ni miedo. Solo **sacó el reloj una última vez**.
Las manecillas giraron… y se **detuvieron en un empate perfecto**.
Jericho lo vio y rió.
—Esta vez tendrás que decidir tú.
Alex guardó el reloj. Algunas decisiones **no las tomaba el destino**.
El Mustang rugió y **se lanzó a toda velocidad**.
Los disparos retumbaron en la ciudad.
Al final, en aquella noche sin justicia, **el Mustang salió tranquilamente de una clínica, hacia su destino original, la capital**.
**Alex**, mercenario de oficio y hombre de pocas palabras, sostenía el volante con una mano mientras la otra acariciaba un viejo **reloj de bolsillo** en su chaqueta. No era un simple recuerdo, sino su juez y verdugo. Su mecanismo decidía el destino de aquellos que se cruzaban en su camino: **si la manecilla negra predominaba, la vida continuaba; si la dorada tomaba la delantera, no había escapatoria**.
Y aquella tarde, la carretera le presentaría tres pruebas.
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El primer obstáculo lo encontró en un tramo desértico de la autopista. **Un hombre desesperado hacía señas al borde del camino, con el capó de su auto abierto y una nube de vapor escapando del motor**. Parecía un tipo común, con camisa remangada y un rostro marcado por la angustia.
Alex redujo la velocidad, pero no apagó el motor.
—¿Problemas? —preguntó sin bajarse.
El hombre se acercó, nervioso.
—Sí… mi esposa está embarazada, necesito llegar al hospital.
Desde el auto, una mujer pálida gimió de dolor. Sus manos temblaban sobre su vientre abultado.
Alex sacó el reloj. **Las manecillas giraron con su danza cruel**. El destino dudó, pero finalmente, **la negra ganó**.
—Suban al Mustang.
El hombre no lo pensó dos veces. Ayudó a su esposa y ambos se acomodaron en el asiento trasero. Alex **aceleró sin mirar atrás**, dejando aquel auto descompuesto como un cadáver abandonado.
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Minutos después, mientras el Mustang devoraba la carretera, una patrulla apareció en el retrovisor. **Luces rojas y azules reflejándose en la carrocería negra del Shelby**.
Alex resopló.
—¿Ahora qué?
Encendió un cigarro y redujo la velocidad. La patrulla lo obligó a detenerse en el arcén. Un policía con cara de pocos amigos se acercó.
—Baje del vehículo —ordenó con la mano en su pistola.
Alex miró a la pareja en el asiento trasero. **No era por ellos, era por él**. Sabían quién era.
Sacó su reloj. **Las manecillas giraron, luchando con más intensidad que antes**. La negra y la dorada casi se sobrepusieron… pero al final, **la dorada se impuso**.
Suspiró.
El disparo fue seco y certero. **El oficial cayó sin siquiera tocar su arma**.
Alex pisó el acelerador y el Mustang rugió como un demonio liberado.
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La ciudad apareció en el horizonte. Los neumáticos chillaron cuando entró en las calles iluminadas por neón, buscando el hospital.
Pero **el último obstáculo lo esperaba en la intersección principal**.
Una figura familiar se apoyaba contra una moto. **Jericho**, un viejo socio al que Alex había traicionado años atrás, sonreía con los brazos cruzados.
—Tienes una deuda conmigo —dijo.
Los ojos de Alex no mostraron sorpresa ni miedo. Solo **sacó el reloj una última vez**.
Las manecillas giraron… y se **detuvieron en un empate perfecto**.
Jericho lo vio y rió.
—Esta vez tendrás que decidir tú.
Alex guardó el reloj. Algunas decisiones **no las tomaba el destino**.
El Mustang rugió y **se lanzó a toda velocidad**.
Los disparos retumbaron en la ciudad.
Al final, en aquella noche sin justicia, **el Mustang salió tranquilamente de una clínica, hacia su destino original, la capital**.
El sol golpeaba la carretera con furia, haciendo que el asfalto pareciera derretirse bajo las llantas del **Mustang Shelby del 67**. El motor rugía como un depredador hambriento, devorando kilómetros de asfalto sin rumbo fijo.
**Alex**, mercenario de oficio y hombre de pocas palabras, sostenía el volante con una mano mientras la otra acariciaba un viejo **reloj de bolsillo** en su chaqueta. No era un simple recuerdo, sino su juez y verdugo. Su mecanismo decidía el destino de aquellos que se cruzaban en su camino: **si la manecilla negra predominaba, la vida continuaba; si la dorada tomaba la delantera, no había escapatoria**.
Y aquella tarde, la carretera le presentaría tres pruebas.
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El primer obstáculo lo encontró en un tramo desértico de la autopista. **Un hombre desesperado hacía señas al borde del camino, con el capó de su auto abierto y una nube de vapor escapando del motor**. Parecía un tipo común, con camisa remangada y un rostro marcado por la angustia.
Alex redujo la velocidad, pero no apagó el motor.
—¿Problemas? —preguntó sin bajarse.
El hombre se acercó, nervioso.
—Sí… mi esposa está embarazada, necesito llegar al hospital.
Desde el auto, una mujer pálida gimió de dolor. Sus manos temblaban sobre su vientre abultado.
Alex sacó el reloj. **Las manecillas giraron con su danza cruel**. El destino dudó, pero finalmente, **la negra ganó**.
—Suban al Mustang.
El hombre no lo pensó dos veces. Ayudó a su esposa y ambos se acomodaron en el asiento trasero. Alex **aceleró sin mirar atrás**, dejando aquel auto descompuesto como un cadáver abandonado.
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Minutos después, mientras el Mustang devoraba la carretera, una patrulla apareció en el retrovisor. **Luces rojas y azules reflejándose en la carrocería negra del Shelby**.
Alex resopló.
—¿Ahora qué?
Encendió un cigarro y redujo la velocidad. La patrulla lo obligó a detenerse en el arcén. Un policía con cara de pocos amigos se acercó.
—Baje del vehículo —ordenó con la mano en su pistola.
Alex miró a la pareja en el asiento trasero. **No era por ellos, era por él**. Sabían quién era.
Sacó su reloj. **Las manecillas giraron, luchando con más intensidad que antes**. La negra y la dorada casi se sobrepusieron… pero al final, **la dorada se impuso**.
Suspiró.
El disparo fue seco y certero. **El oficial cayó sin siquiera tocar su arma**.
Alex pisó el acelerador y el Mustang rugió como un demonio liberado.
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La ciudad apareció en el horizonte. Los neumáticos chillaron cuando entró en las calles iluminadas por neón, buscando el hospital.
Pero **el último obstáculo lo esperaba en la intersección principal**.
Una figura familiar se apoyaba contra una moto. **Jericho**, un viejo socio al que Alex había traicionado años atrás, sonreía con los brazos cruzados.
—Tienes una deuda conmigo —dijo.
Los ojos de Alex no mostraron sorpresa ni miedo. Solo **sacó el reloj una última vez**.
Las manecillas giraron… y se **detuvieron en un empate perfecto**.
Jericho lo vio y rió.
—Esta vez tendrás que decidir tú.
Alex guardó el reloj. Algunas decisiones **no las tomaba el destino**.
El Mustang rugió y **se lanzó a toda velocidad**.
Los disparos retumbaron en la ciudad.
Al final, en aquella noche sin justicia, **el Mustang salió tranquilamente de una clínica, hacia su destino original, la capital**.
Tipo
Individual
Líneas
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Estado
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