• Elisabetta caminaba por las calles de Trastevere con un leve cosquilleo en el estómago. No era una sensación que conociera bien; el nerviosismo no solía tener cabida en su vida. Y sin embargo, ahí estaba: apretando suavemente las correas de su mochila de mezclilla mientras recorría el adoquinado con sus botines negros resonando suavemente en cada paso. Vestía de manera sorprendentemente casual para ser ella: jeans ajustados, una blusa de algodón de manga tres cuartos y cuello ligeramente alto que abrazaba su figura con discreción, y el cabello rubio cayendo suelto sobre su espalda.

    Esa noche no era la Farfalla della Morte, líder implacable de una de las organizaciones más temidas de Italia. Esa noche, era solo Elisabetta. Una mujer que esperaba una cita.

    Eligió un pequeño restaurante que había visitado años atrás, cuando la vida era más sencilla. La Lanterna Verde, un rincón discreto en una calle estrecha, adornado con faroles de hierro forjado y parras trepando por la fachada. Afuera, las mesas se acomodaban bajo una pérgola cubierta de luces cálidas que titilaban como luciérnagas suspendidas en el aire. El aroma a albahaca fresca y pan recién horneado impregnaba el ambiente.

    Se sentó en una mesa cerca de la esquina, desde donde podía ver claramente la entrada, y sacó su celular. Sus dedos dudaron un instante antes de escribirle a Ryan:

    "Buonasera, Ryan . Estoy en un lugar encantador en Trastevere que se llama La Lanterna Verde. Es tranquilo, acogedor… pensé que podríamos conversar sin prisas. Estoy en la terraza, en una mesa hacia la esquina. Te estaré esperando."

    Le dio a enviar y apoyó el teléfono sobre la mesa con un leve suspiro. Sus ojos violetas recorrían distraídamente el entorno, sin dejar de lanzar miradas hacia la entrada cada tanto. Había algo casi adolescente en esa espera, una inquietud que no lograba calmar ni siquiera con la familiaridad del entorno.

    Cuando lo viera llegar, pensó, lo recibiría con una sonrisa serena. No fingida, no forzada. Cordial, sí, pero también honesta. Porque esa noche, por muy extraño que le pareciera, quería compartir un pedacito de su mundo con alguien… sin necesidad de protegerse. Solo ella. Solo Elisabetta.

    Elisabetta caminaba por las calles de Trastevere con un leve cosquilleo en el estómago. No era una sensación que conociera bien; el nerviosismo no solía tener cabida en su vida. Y sin embargo, ahí estaba: apretando suavemente las correas de su mochila de mezclilla mientras recorría el adoquinado con sus botines negros resonando suavemente en cada paso. Vestía de manera sorprendentemente casual para ser ella: jeans ajustados, una blusa de algodón de manga tres cuartos y cuello ligeramente alto que abrazaba su figura con discreción, y el cabello rubio cayendo suelto sobre su espalda. Esa noche no era la Farfalla della Morte, líder implacable de una de las organizaciones más temidas de Italia. Esa noche, era solo Elisabetta. Una mujer que esperaba una cita. Eligió un pequeño restaurante que había visitado años atrás, cuando la vida era más sencilla. La Lanterna Verde, un rincón discreto en una calle estrecha, adornado con faroles de hierro forjado y parras trepando por la fachada. Afuera, las mesas se acomodaban bajo una pérgola cubierta de luces cálidas que titilaban como luciérnagas suspendidas en el aire. El aroma a albahaca fresca y pan recién horneado impregnaba el ambiente. Se sentó en una mesa cerca de la esquina, desde donde podía ver claramente la entrada, y sacó su celular. Sus dedos dudaron un instante antes de escribirle a Ryan: "Buonasera, [Ryan_Al_72]. Estoy en un lugar encantador en Trastevere que se llama La Lanterna Verde. Es tranquilo, acogedor… pensé que podríamos conversar sin prisas. Estoy en la terraza, en una mesa hacia la esquina. Te estaré esperando." Le dio a enviar y apoyó el teléfono sobre la mesa con un leve suspiro. Sus ojos violetas recorrían distraídamente el entorno, sin dejar de lanzar miradas hacia la entrada cada tanto. Había algo casi adolescente en esa espera, una inquietud que no lograba calmar ni siquiera con la familiaridad del entorno. Cuando lo viera llegar, pensó, lo recibiría con una sonrisa serena. No fingida, no forzada. Cordial, sí, pero también honesta. Porque esa noche, por muy extraño que le pareciera, quería compartir un pedacito de su mundo con alguien… sin necesidad de protegerse. Solo ella. Solo Elisabetta.
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    𝐊𝐡𝐚𝐥𝐞𝐛
    𝗕𝗼𝘂𝗻𝘁𝘆 𝗛𝘂𝗻𝘁𝗲𝗿 (3)

    Para ser precisos, Khaleb es una letanía de vicios y actos reprensibles, una colección de atrocidades que desafían la comprensión de la cordura. Esta oscuridad, en parte forjada por los turbulentos procesos posteriores a la inyección del suero que alteró su mente, se entrelaza con las brutales lecciones aprendidas en el submundo al que se adentró siendo tan joven.

    A día de hoy, su psique fracturada se manifiesta en una personalidad inquietante, marcada por la intimidación, la provocación y una inclinación hacia la violencia.

    Paradójicamente, en medio de su caos interno, Khaleb se erige como un ejecutor selectivo, aceptando trabajos que no involucren inocentes, en ningún sentido, entendiéndose como un código autoimpuesto.

    Las solicitudes de dañar a quienes no lo merecen no sólo son rechazadas, sino que desatan una ira particular en el árabe. Para él, aquellos que abusan de su poder para oprimir a otros por cualquier motivo merecen un castigo, y él se asegura personalmente de impartirlo.

    No es un justiciero, pero no desaprovecha la oportunidad de descargar su furia en quienes se lo buscan.
    𝐊𝐡𝐚𝐥𝐞𝐛 𝗕𝗼𝘂𝗻𝘁𝘆 𝗛𝘂𝗻𝘁𝗲𝗿 (3) Para ser precisos, Khaleb es una letanía de vicios y actos reprensibles, una colección de atrocidades que desafían la comprensión de la cordura. Esta oscuridad, en parte forjada por los turbulentos procesos posteriores a la inyección del suero que alteró su mente, se entrelaza con las brutales lecciones aprendidas en el submundo al que se adentró siendo tan joven. A día de hoy, su psique fracturada se manifiesta en una personalidad inquietante, marcada por la intimidación, la provocación y una inclinación hacia la violencia. Paradójicamente, en medio de su caos interno, Khaleb se erige como un ejecutor selectivo, aceptando trabajos que no involucren inocentes, en ningún sentido, entendiéndose como un código autoimpuesto. Las solicitudes de dañar a quienes no lo merecen no sólo son rechazadas, sino que desatan una ira particular en el árabe. Para él, aquellos que abusan de su poder para oprimir a otros por cualquier motivo merecen un castigo, y él se asegura personalmente de impartirlo. No es un justiciero, pero no desaprovecha la oportunidad de descargar su furia en quienes se lo buscan.
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  • ❝ 𝐋𝐎𝐒𝐓 𝐌𝐄𝐌𝐎𝐑𝐘 ❞

    ──── Entonces ¿Esta es como mi tarjeta de presentación por si olvido mi nombre y quién soy realmente? Mierda. Estar muerto te deja tan jodido que hasta te hace olvidar quién eres. ¿Mh? Ñam. ──── Juguetea un poco con su tarjeta mientras mira al cielo.
    ❝ 𝐋𝐎𝐒𝐓 𝐌𝐄𝐌𝐎𝐑𝐘 ❞ ──── Entonces ¿Esta es como mi tarjeta de presentación por si olvido mi nombre y quién soy realmente? Mierda. Estar muerto te deja tan jodido que hasta te hace olvidar quién eres. ¿Mh? Ñam. ──── Juguetea un poco con su tarjeta mientras mira al cielo.
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  • Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó:

    —Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición.

    Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud.

    —Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor.

    Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua.

    —A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe.

    Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado.

    —Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí.

    Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche.

    —Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad.

    Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire.

    —Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos.

    Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento:

    —No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo.

    Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado.
    Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo.
    Sino por reverencia.
    Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó: —Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición. Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud. —Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor. Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua. —A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe. Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado. —Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí. Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche. —Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad. Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire. —Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos. Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento: —No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo. Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado. Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo. Sino por reverencia.
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  • El palacio de Hades se alzaba en silencio, envuelto por la oscuridad del inframundo, como una fortaleza impenetrable construida en la roca misma del abismo. Las paredes de piedra negra reflejaban apenas una luz tenue, filtrada por las antorchas que ardían sin cesar, dando una suave luminosidad al espacio. Los pasillos eran largos y fríos, y aunque en cada rincón habitaba la quietud, una presencia inconfundible recorría el aire. La figura de Perséfone, la Reina del Inframundo, caminaba en solitario por el vasto salón, su figura elegante y serena contrastando con la dureza de las sombras a su alrededor.

    El palacio, que antes le resultaba ajeno, ahora era su hogar, un lugar que había llegado a conocer profundamente. A pesar de que el eco de su llegada había sido marcado por el rapto y el dolor de su separación, con el paso del tiempo había encontrado en ese reino de sombras un propósito. El lugar ahora resonaba con su presencia, como si cada rincón hubiera sido testigo de su transformación. Su hijo, Zagreus, ya no era un niño. Había crecido, forjado en las luchas y desafíos del inframundo, un hombre que, aunque nacido en este reino de muerte, representaba la esperanza de una vida nueva. Su existencia, como la de Perséfone, era un puente entre dos mundos.

    Hoy, ella se encontraba de nuevo en uno de esos momentos de reflexión, sentada cerca del umbral de la gran sala del trono, mirando hacia el vacío, donde las sombras parecían no tener fin. La presencia de Zagreus, aunque no visible, siempre estaba con ella, en sus pensamientos, en el eco de cada paso que daba. No era necesario que él estuviera presente para sentir su conexión; el lazo que los unía era más allá de lo físico, más allá de lo que las palabras podían explicar.

    Así, en este refugio de sombras, en este palacio que ya era suyo tanto como lo había sido del mismísimo Hades, Perséfone pensaba en su hijo. En su destino. En la vida que había nacido en un lugar tan oscuro, pero que siempre llevaría en sí la luz de la primavera. Y mientras las sombras del palacio danzaban al ritmo de la brisa fría, la Reina del Inframundo sentía que su corazón, aunque atrapado en este reino de muerte, seguía latiendo con la promesa eterna de vida.

    —Zagreus... —susurró, como si su nombre fuera un hechizo, un susurro que viajaba entre las paredes del palacio, hacia dondequiera que él estuviera—. Hoy, más que nunca, siento que estamos conectados. Y aunque tú no puedas oírme, te hablo, hijo mío.

    El aire a su alrededor se espesó con las palabras que siguieron, una historia que era suya y de él, una historia tejida entre las sombras y la luz, una historia de amor que ni el inframundo podría borrar.


    Zᴀɢʀᴇᴜs
    El palacio de Hades se alzaba en silencio, envuelto por la oscuridad del inframundo, como una fortaleza impenetrable construida en la roca misma del abismo. Las paredes de piedra negra reflejaban apenas una luz tenue, filtrada por las antorchas que ardían sin cesar, dando una suave luminosidad al espacio. Los pasillos eran largos y fríos, y aunque en cada rincón habitaba la quietud, una presencia inconfundible recorría el aire. La figura de Perséfone, la Reina del Inframundo, caminaba en solitario por el vasto salón, su figura elegante y serena contrastando con la dureza de las sombras a su alrededor. El palacio, que antes le resultaba ajeno, ahora era su hogar, un lugar que había llegado a conocer profundamente. A pesar de que el eco de su llegada había sido marcado por el rapto y el dolor de su separación, con el paso del tiempo había encontrado en ese reino de sombras un propósito. El lugar ahora resonaba con su presencia, como si cada rincón hubiera sido testigo de su transformación. Su hijo, Zagreus, ya no era un niño. Había crecido, forjado en las luchas y desafíos del inframundo, un hombre que, aunque nacido en este reino de muerte, representaba la esperanza de una vida nueva. Su existencia, como la de Perséfone, era un puente entre dos mundos. Hoy, ella se encontraba de nuevo en uno de esos momentos de reflexión, sentada cerca del umbral de la gran sala del trono, mirando hacia el vacío, donde las sombras parecían no tener fin. La presencia de Zagreus, aunque no visible, siempre estaba con ella, en sus pensamientos, en el eco de cada paso que daba. No era necesario que él estuviera presente para sentir su conexión; el lazo que los unía era más allá de lo físico, más allá de lo que las palabras podían explicar. Así, en este refugio de sombras, en este palacio que ya era suyo tanto como lo había sido del mismísimo Hades, Perséfone pensaba en su hijo. En su destino. En la vida que había nacido en un lugar tan oscuro, pero que siempre llevaría en sí la luz de la primavera. Y mientras las sombras del palacio danzaban al ritmo de la brisa fría, la Reina del Inframundo sentía que su corazón, aunque atrapado en este reino de muerte, seguía latiendo con la promesa eterna de vida. —Zagreus... —susurró, como si su nombre fuera un hechizo, un susurro que viajaba entre las paredes del palacio, hacia dondequiera que él estuviera—. Hoy, más que nunca, siento que estamos conectados. Y aunque tú no puedas oírme, te hablo, hijo mío. El aire a su alrededor se espesó con las palabras que siguieron, una historia que era suya y de él, una historia tejida entre las sombras y la luz, una historia de amor que ni el inframundo podría borrar. [InferZ96]
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  • — Tengo una tarjeta de presentación y no dudaré en usarla... ah, ¿tenía que decir eso sobre el arma no? Bueno, ya entendiste. De rodillas. ♥
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  • Ubicación: Bosque estatal de ██████.
    Misión: Reconocimiento.
    Equipo: Bravo-1.
    Hora: 04:47 AM.

    Llovía. La unidad avanzaba a través del bosque, cubriéndose mutuamente en silencio. Las linternas IR proyectaban conos estrechos de luz que temblaban al ritmo de los pasos.

    La estructura no figuraba en ningún mapa o registro. Simplemente… estaba ahí. Una mansión victoriana de dos pisos, rodeada por un jardín marchito que parecía no haber conocido el sol en décadas. No había camino de acceso ni señales de ocupación. Sólo una verja oxidada que crujía con el viento y una entrada principal.

    — Tenemos visual del objetivo —susurró Rourke.

    Viper iba al frente, se detuvo para alzar el puño en señal de alto. Fueron sólo unos segundos en contemplativa quietud los que lo delataron, su silueta parcialmente oculta entre los árboles. El equipo lo conocía por su eficiencia y su silencio. Pero había algo más ahora. Algo en su postura. Algo no estaba bien.

    — Vamos a entrar. Cuiden sus sectores —ordenó al fin, con su habitual tono suave, pero seco.

    El interior estaba en un estado de conservación anormal. No había polvo ni telarañas. Las chimeneas parecían usadas recientemente, pero el aire estaba frío. No había olor a humo ni a humedad.

    El equipo comenzó el avance.

    En el comedor encontraron una mesa con cubiertos dispuestos para una cena. Había platos servidos con carne aún jugosa y humeante.

    Una mosca flotaba inmóvil en el aire.

    — ¿Qué... carajos es esto? —Susurró Mason.

    El sistema de comunicaciones crujió con estática durante unos segundos. Luego, una voz infantil, apenas audible, dijo una sola palabra: "Fuera."

    — Eso no viene de nuestro canal —aclaró Rourke.

    Los visores térmicos -y la visión térmica natural de Viper que no los necesitaba- mostraban siluetas humanas sentadas a la mesa… pero no había nadie allí.

    Viper se detuvo una vez más. Se giró un instante hacia el grupo enseñando el ceño fruncido. Sabía que algo así podía pasar.

    Pero no dijo nada al respecto.

    — Planta baja despejada. Subimos.

    Subieron por la escalera cubierta de alfombra roja. Una de las lámparas se encendió sola.

    Nadie creía ya que estaban en una operación estándar.

    Viper mantuvo la delantera, su rifle apuntando hacia el pasillo. Al avanzar, notó que las puertas a ambos lados estaban cerradas, salvo una al fondo, entreabierta. Desde ahí emergía una luz blanca y pulsante, como de tubo fluorescente moribundo.

    — Rourke, toma la izquierda. Mason, toma la derecha.

    Dorsey, el más joven del equipo, se colocó detrás de Rourke. Respiraba de forma, pero trataba de disimularlo. Cada pocos segundos, lanzaba miradas alrededor como si esperara ver algo salir de las paredes.

    — Despejado —Rourke.

    — Limpio —Mason.

    Tras reagruparse, se acercaron a la habitación iluminada. Viper empujó la puerta suavemente con una mano.

    La luz provenía de una lámpara colgando del techo. La habitación, un dormitorio, había sido modificada: las paredes estaban cubiertas de lonas plásticas, la cama no era más que un armazón sin colchón en el centro y con correas desgastadas. Nadie necesitaba el resultado de un análisis para saber qué eran las manchas oscuras en el piso.

    Sobre el catre no había nadie, Pero las correas vibraban, tensas, como si alguien invisible se debatiera aún allí.

    —¿Esto es parte de... algún experimento militar? —murmuró Dorsey, visiblemente afectado.

    Nadie respondió.

    Viper tenía la mirada clavada en un espejo que colgaba frente a la cama. En él, su reflejo no era del todo suyo. Su imagen de naga estaba ahí, pero sus ojos eran humanos... llenos de terror.

    Se giró sin inmutarse.

    — Regresemos —esa era la última habitación.

    Mientras salían, Rourke llamó por el intercomunicador:

    — Viper, tenemos un problema.

    El grupo respondió avanzando en su dirección. En la puerta de una de las habitaciones del ala izquierda, una de las que acababan de revisar hacía un momento, Rourke sostenía su arma con fuerza sin quitar la vista del interior.

    Pronto, Viper se asomó.

    La habitación era una réplica exacta del cuartel donde el equipo había dormido la noche anterior. Los catres, las mantas, hasta las fotos personales, todo los detalles estaban ahí. Incluso ellos. Copias de cada uno.

    — Eso es un espejo, ¿Verdad? —Spider tenía la voz quebrada.

    El silencio se apoderó del equipo.

    — No toquen nada. Nos vamos.

    — ¿Qué es esto, Viper? Esto no es normal. Esto es... —Mason parecía cada vez más asustado.

    — Ya no es asunto nuestro.

    Pero las escaleras ya no estaban ahí. El pasillo detrás de ellos era ahora un corredor infinito. La casa había cambiado.
    Dorsey murmuró una maldición. Spider gruñó. Rourke revisó su munición por cuarta vez. Viper no mostró emoción alguna. Apretó los labios. Sabía que había una regla en estos casos: la anomalía te observa, y si sabe que la temes, se alimenta. Así que avanzó.
    Ubicación: Bosque estatal de ██████. Misión: Reconocimiento. Equipo: Bravo-1. Hora: 04:47 AM. Llovía. La unidad avanzaba a través del bosque, cubriéndose mutuamente en silencio. Las linternas IR proyectaban conos estrechos de luz que temblaban al ritmo de los pasos. La estructura no figuraba en ningún mapa o registro. Simplemente… estaba ahí. Una mansión victoriana de dos pisos, rodeada por un jardín marchito que parecía no haber conocido el sol en décadas. No había camino de acceso ni señales de ocupación. Sólo una verja oxidada que crujía con el viento y una entrada principal. — Tenemos visual del objetivo —susurró Rourke. Viper iba al frente, se detuvo para alzar el puño en señal de alto. Fueron sólo unos segundos en contemplativa quietud los que lo delataron, su silueta parcialmente oculta entre los árboles. El equipo lo conocía por su eficiencia y su silencio. Pero había algo más ahora. Algo en su postura. Algo no estaba bien. — Vamos a entrar. Cuiden sus sectores —ordenó al fin, con su habitual tono suave, pero seco. El interior estaba en un estado de conservación anormal. No había polvo ni telarañas. Las chimeneas parecían usadas recientemente, pero el aire estaba frío. No había olor a humo ni a humedad. El equipo comenzó el avance. En el comedor encontraron una mesa con cubiertos dispuestos para una cena. Había platos servidos con carne aún jugosa y humeante. Una mosca flotaba inmóvil en el aire. — ¿Qué... carajos es esto? —Susurró Mason. El sistema de comunicaciones crujió con estática durante unos segundos. Luego, una voz infantil, apenas audible, dijo una sola palabra: "Fuera." — Eso no viene de nuestro canal —aclaró Rourke. Los visores térmicos -y la visión térmica natural de Viper que no los necesitaba- mostraban siluetas humanas sentadas a la mesa… pero no había nadie allí. Viper se detuvo una vez más. Se giró un instante hacia el grupo enseñando el ceño fruncido. Sabía que algo así podía pasar. Pero no dijo nada al respecto. — Planta baja despejada. Subimos. Subieron por la escalera cubierta de alfombra roja. Una de las lámparas se encendió sola. Nadie creía ya que estaban en una operación estándar. Viper mantuvo la delantera, su rifle apuntando hacia el pasillo. Al avanzar, notó que las puertas a ambos lados estaban cerradas, salvo una al fondo, entreabierta. Desde ahí emergía una luz blanca y pulsante, como de tubo fluorescente moribundo. — Rourke, toma la izquierda. Mason, toma la derecha. Dorsey, el más joven del equipo, se colocó detrás de Rourke. Respiraba de forma, pero trataba de disimularlo. Cada pocos segundos, lanzaba miradas alrededor como si esperara ver algo salir de las paredes. — Despejado —Rourke. — Limpio —Mason. Tras reagruparse, se acercaron a la habitación iluminada. Viper empujó la puerta suavemente con una mano. La luz provenía de una lámpara colgando del techo. La habitación, un dormitorio, había sido modificada: las paredes estaban cubiertas de lonas plásticas, la cama no era más que un armazón sin colchón en el centro y con correas desgastadas. Nadie necesitaba el resultado de un análisis para saber qué eran las manchas oscuras en el piso. Sobre el catre no había nadie, Pero las correas vibraban, tensas, como si alguien invisible se debatiera aún allí. —¿Esto es parte de... algún experimento militar? —murmuró Dorsey, visiblemente afectado. Nadie respondió. Viper tenía la mirada clavada en un espejo que colgaba frente a la cama. En él, su reflejo no era del todo suyo. Su imagen de naga estaba ahí, pero sus ojos eran humanos... llenos de terror. Se giró sin inmutarse. — Regresemos —esa era la última habitación. Mientras salían, Rourke llamó por el intercomunicador: — Viper, tenemos un problema. El grupo respondió avanzando en su dirección. En la puerta de una de las habitaciones del ala izquierda, una de las que acababan de revisar hacía un momento, Rourke sostenía su arma con fuerza sin quitar la vista del interior. Pronto, Viper se asomó. La habitación era una réplica exacta del cuartel donde el equipo había dormido la noche anterior. Los catres, las mantas, hasta las fotos personales, todo los detalles estaban ahí. Incluso ellos. Copias de cada uno. — Eso es un espejo, ¿Verdad? —Spider tenía la voz quebrada. El silencio se apoderó del equipo. — No toquen nada. Nos vamos. — ¿Qué es esto, Viper? Esto no es normal. Esto es... —Mason parecía cada vez más asustado. — Ya no es asunto nuestro. Pero las escaleras ya no estaban ahí. El pasillo detrás de ellos era ahora un corredor infinito. La casa había cambiado. Dorsey murmuró una maldición. Spider gruñó. Rourke revisó su munición por cuarta vez. Viper no mostró emoción alguna. Apretó los labios. Sabía que había una regla en estos casos: la anomalía te observa, y si sabe que la temes, se alimenta. Así que avanzó.
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    Luego de la inyección del suero, Khaleb pasó por varios procesos hasta alcanzar a adaptarse lo suficientemente bien a su nuevo cuerpo, o mejor dicho a sus nuevas habilidades, que de a poco fue conociendo en profundidad y límites. Sin embargo, estos procesos llegaron a deteriorar levemente la mente del árabe, lo cual explicaría su extraña psicología resultante.

    Esto por un lado, ya que por el otro se encuentran las vivencias a lo largo de los años y por supuesto, el mundo en el que se adentró a temprana edad, en donde se encontró con todo tipo de situaciones tanto benéficas como perjudiciales.

    A día de hoy, está más que claro que no se encuentra en sus cabales. No está para nada bien de la cabeza, pero es un aspecto suyo que sólo se deja ver verdaderamente en situaciones específicas. No obstante, no por ello generalmente se muestra como una persona precisamente normal, y tampoco se preocupa en hacerlo.

    Le gusta intimidar, provocar miedo, incomodar, asustar, amenazar, extorsionar, asesinar. No se considera una “mala persona” por más curioso que suene, pero tampoco es común que deje pasar el más mínimo insulto. Mientras no se metan con él, no se meterá con el resto, a menos que sean parte u objetivo de sus trabajos.
    𝐊𝐡𝐚𝐥𝐞𝐛 𝗕𝗼𝘂𝗻𝘁𝘆 𝗛𝘂𝗻𝘁𝗲𝗿 (1) Luego de la inyección del suero, Khaleb pasó por varios procesos hasta alcanzar a adaptarse lo suficientemente bien a su nuevo cuerpo, o mejor dicho a sus nuevas habilidades, que de a poco fue conociendo en profundidad y límites. Sin embargo, estos procesos llegaron a deteriorar levemente la mente del árabe, lo cual explicaría su extraña psicología resultante. Esto por un lado, ya que por el otro se encuentran las vivencias a lo largo de los años y por supuesto, el mundo en el que se adentró a temprana edad, en donde se encontró con todo tipo de situaciones tanto benéficas como perjudiciales. A día de hoy, está más que claro que no se encuentra en sus cabales. No está para nada bien de la cabeza, pero es un aspecto suyo que sólo se deja ver verdaderamente en situaciones específicas. No obstante, no por ello generalmente se muestra como una persona precisamente normal, y tampoco se preocupa en hacerlo. Le gusta intimidar, provocar miedo, incomodar, asustar, amenazar, extorsionar, asesinar. No se considera una “mala persona” por más curioso que suene, pero tampoco es común que deje pasar el más mínimo insulto. Mientras no se metan con él, no se meterá con el resto, a menos que sean parte u objetivo de sus trabajos.
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  • La oscuridad es su pincel, y la negrura su vasta pintura para desdibujar a su placer. Ha nacido humano, más la muerte lo volvió algo más allá de ello, luego de su primer fallecimiento.

    Las sombras son su dominio absoluto, la noche aquello que responde a su llamado. Más allá del océano donde el alma descansa, se encuentra el abismo en el cual tiene su trono.

    De apariencia humana, más existencia no natural. Despojado de la normalidad que alguna vez fue su pan de cada día.

    Un comando es necesario…

    —Surjan.

    Y así la oscuridad responderá, haciendo que los muertos se levanten a su comando.
    La oscuridad es su pincel, y la negrura su vasta pintura para desdibujar a su placer. Ha nacido humano, más la muerte lo volvió algo más allá de ello, luego de su primer fallecimiento. Las sombras son su dominio absoluto, la noche aquello que responde a su llamado. Más allá del océano donde el alma descansa, se encuentra el abismo en el cual tiene su trono. De apariencia humana, más existencia no natural. Despojado de la normalidad que alguna vez fue su pan de cada día. Un comando es necesario… —Surjan. Y así la oscuridad responderá, haciendo que los muertos se levanten a su comando.
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