• Cap: 00.

    Las paredes volvieron a temblar, igual que hace muchas veces, con la misma intensidad que hacía temblar el agua estancada en aquel cuarto que engendra penumbras más allá de la ausencia lumínica. Cuando los movimientos, aquellos que aquél ya los tomaba como un suceso inmutable de su rutina, el mundo, su pequeño páramo de sombras, murió, o más bien se transformó, bajo una presencia delgada, pero intensa para él; luz nocturna, cayendo como cascada por encima de su rojiza cabeza.

    Para esa luz no le fue suficiente con hostigar desde arriba sino que también lo hizo desde abajo, usando el agua como un trampolín para fragmentarse en mil rayos que rebotaron en mil direcciones distintas. No hubo centímetro de ladrillo negro que se salvará de la iluminación.

    Las manos, delgadas y pálidas, cubrieron los párpados en un intento por esconder sus adoloridos ojos. Un frote tras otro fue suficiente, así pudo volver a posar la mirada en lo que escondían las penumbras a las que llamaba compañía; una recamara fría, inundada de aguas turbias que le llegan hasta las rodillas, con cuatro paredes que se repiten en patrón y medidas.

    El niño de cabello rojo estaba absorto en el paisaje, pero un susurro distante le hizo mirar hacia arriba. El cielo miró al niño y este le devolvió la mirada. Esa noche, de manera abrupta, el resplandor del firmamento fue trastornado por la mera presencia de aquel que por primera vez pudo hacer uso de la palabra belleza.
    No pudo descifrar el susurro, así como tampoco logró cortar el contacto visual con las estrellas. Era perturbador para él, quien era totalmente ajeno al desprecio que recibía desde lo alto. Algo presionó el centro de su pecho, algo que pronto se extendería hasta su garganta y culminaría en sus temblorosos labios.

    Flexionó las piernas, acto que pronto provocaría un nuevo temblor entre los ladrillos y el agua de la recamara. Al entorno se le sumaron los anillos, esas piezas doradas con trazos y fragmentos de rocas rojas, pero con una intensidad mayor. Él era el origen, motivado por una necesidad que jamás había sentido; Saber el porque las estrellas le odiaban.

    El niño de cabello rojo fue el factor que rompería con la quietud de la noche, el desencadenante de un catastrófico efecto mariposa para el destino. Un estruendo recorrió los oscuros bosques, como el rugido de los truenos durante las tormentas, mientras que un borrón escarlata cortó la distancia entre la tierra y el firmamento con una velocidad vertiginosa.

    Sus delgados dedos fueron extendidos en dirección a la infinidad del glorioso cielo, y él los extendió sin importar que una delgada capa ardiente y blanca cubriera desde las puntas de sus uñas negras hasta la mitad de sus antebrazos.

    No alcanzó a las estrellas.
    La distancia entre la tierra y el cielo, entre él y las estrellas, fue retornando a su forma original.
    Con el alejamiento creciente, con cada metro que se alejaba, la presión en su pecho fue grabándose, como si quisiera quedarse allí para toda la eternidad.

    Por primera vez sintió emociones; tristeza, frustración e ira. Pero también sintió algo aún mayor: Esperanza. La esperanza de algún día poder cambiar las estrellas.
    Cap: 00. Las paredes volvieron a temblar, igual que hace muchas veces, con la misma intensidad que hacía temblar el agua estancada en aquel cuarto que engendra penumbras más allá de la ausencia lumínica. Cuando los movimientos, aquellos que aquél ya los tomaba como un suceso inmutable de su rutina, el mundo, su pequeño páramo de sombras, murió, o más bien se transformó, bajo una presencia delgada, pero intensa para él; luz nocturna, cayendo como cascada por encima de su rojiza cabeza. Para esa luz no le fue suficiente con hostigar desde arriba sino que también lo hizo desde abajo, usando el agua como un trampolín para fragmentarse en mil rayos que rebotaron en mil direcciones distintas. No hubo centímetro de ladrillo negro que se salvará de la iluminación. Las manos, delgadas y pálidas, cubrieron los párpados en un intento por esconder sus adoloridos ojos. Un frote tras otro fue suficiente, así pudo volver a posar la mirada en lo que escondían las penumbras a las que llamaba compañía; una recamara fría, inundada de aguas turbias que le llegan hasta las rodillas, con cuatro paredes que se repiten en patrón y medidas. El niño de cabello rojo estaba absorto en el paisaje, pero un susurro distante le hizo mirar hacia arriba. El cielo miró al niño y este le devolvió la mirada. Esa noche, de manera abrupta, el resplandor del firmamento fue trastornado por la mera presencia de aquel que por primera vez pudo hacer uso de la palabra belleza. No pudo descifrar el susurro, así como tampoco logró cortar el contacto visual con las estrellas. Era perturbador para él, quien era totalmente ajeno al desprecio que recibía desde lo alto. Algo presionó el centro de su pecho, algo que pronto se extendería hasta su garganta y culminaría en sus temblorosos labios. Flexionó las piernas, acto que pronto provocaría un nuevo temblor entre los ladrillos y el agua de la recamara. Al entorno se le sumaron los anillos, esas piezas doradas con trazos y fragmentos de rocas rojas, pero con una intensidad mayor. Él era el origen, motivado por una necesidad que jamás había sentido; Saber el porque las estrellas le odiaban. El niño de cabello rojo fue el factor que rompería con la quietud de la noche, el desencadenante de un catastrófico efecto mariposa para el destino. Un estruendo recorrió los oscuros bosques, como el rugido de los truenos durante las tormentas, mientras que un borrón escarlata cortó la distancia entre la tierra y el firmamento con una velocidad vertiginosa. Sus delgados dedos fueron extendidos en dirección a la infinidad del glorioso cielo, y él los extendió sin importar que una delgada capa ardiente y blanca cubriera desde las puntas de sus uñas negras hasta la mitad de sus antebrazos. No alcanzó a las estrellas. La distancia entre la tierra y el cielo, entre él y las estrellas, fue retornando a su forma original. Con el alejamiento creciente, con cada metro que se alejaba, la presión en su pecho fue grabándose, como si quisiera quedarse allí para toda la eternidad. Por primera vez sintió emociones; tristeza, frustración e ira. Pero también sintió algo aún mayor: Esperanza. La esperanza de algún día poder cambiar las estrellas.
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  • ꧁༒☬ ƖƖɛɠąɖą - ɱơŋơཞơƖ ☬༒꧂



    Había muchas cosas en el mundo, mucho más grande de lo que cualquier inmortal, incluso, imaginaria. Posibilidades infinitas, tanto como lo era el mismo universo.
    Había reglas cuyas existencias eran desconocidas incluso para los más sabios. Realidades, experiencias, poderes .... Incluso mundos que ni el mismo Dios en persona era capaz de imaginar.
    Mundos hermosos. Mundos perfectas... Y mundos rotos. Destruídos hasta la médula. Agonizantes y masacrados hasta el punto que nada quedaba; solo terror, oscuridad y, a veces, una soledad sofocante.

    Y aún así, en medio de todo ese bien y mal. De esa perfección y esa putrefacción. Aún en medio de lo desesperado y carente de sueño... También podía haber sobrevivientes. Guerreros. Luchadores. Soñadores...

    — Maldita sea. Esta vez tiene que funcionar —

    Había marcas. Marcas imborrables creadas por la vida y la experiencia. Por las decisiones tomadas y las consecuencias.
    En algún lugar remoto, donde ya nada quedaba salvo la muerte. Aún había esperanza. Una pequeña luz incansable que no se rendía y que, después de mucho tiempo, sus esfuerzos parecieron rendir.

    Aún entre el terror y la oscuridad, en otro mundo donde, aunque la vida era un infierno (literalmente) pero cuya vida aún brillaba... Un espejo pareció reflejar la misma vida. El mismo brillo. La ensoñación y la esperanza.
    Tal vez en algún lugar, tal vez en algún edificio, tal vez en alguna torre. ¿Dónde? Probablemente donde nadie estaba mirando en ese momento. Pero había un espejo, un único en todos los anillos del infierno, cuyo reflejó no mostró lo que veía.

    Una distorsión, una oscuridad, una realidad... Del otro lado nada era brillante. No había vida y no había esperanza. Salvo por una única silueta que se vio poco después asomándose por el espejo.
    Una silueta cansada, tal vez hasta destruida, pero no derrumbada. Una silueta en cuya mirada se denotaba el cansancio pero también la determinación y la victoria por haber conseguido por lo que tanto tiempo trabajo.
    Una rosada mirada intensa que amenazaba con peligrosa astucia y fiereza.
    El reflejo tembló y el vidrio del espejo pareció crear ondas como el agua cuando aquella silueta extendió su mano. Una mano que atravesó el vidrio. Que cruzó al otro lado... Y pronto, aquella silueta ya no estaba en lo que el espejo reflejó. No. Ahora era alguien real. Ahora sus pies estaban sobre el lado rebosante de vida infernal. Había cruzado el espejo en su totalidad.

    Su ropa sucia y rota. Pero irónicamente aún parecía mantener el estilo... Aún así, aquella apariencia era la marca de la supervivencia. De la dura vida pasada.
    Su rostro denotaba seriedad, pero pronto, ya del otro lado, sus labios se curvaron en una sonrisa victoriosa.
    Levantó una de sus manos cerrada en un puño y, con fuerza, lo llevó detrás de ella sin siquiera voltear. Golpeando el, nuevamente sólido, vidrio del espejo que no demoró en quebrarse. Astillarse en millones de pedazos tal como estaba de astillado y roto el mundo de donde había provenido. Un mundo que, antes de desaparecer ante el estallido del vidrio a romperse, llegó a reflejar escalofriantes criaturas jamás imaginadas apareciendo de repente. Monstruos de pesadillas que apenas se hubieran llegado a ver.
    Pero con el espejo roto, la visión del otro lado desapareció. Tal vez una rara pesadilla que alguien drogado pudo haber imaginado ¿O no?

    — Espérame, V. Ya llegué —
    ꧁༒☬ ƖƖɛɠąɖą - ɱơŋơཞơƖ ☬༒꧂ Había muchas cosas en el mundo, mucho más grande de lo que cualquier inmortal, incluso, imaginaria. Posibilidades infinitas, tanto como lo era el mismo universo. Había reglas cuyas existencias eran desconocidas incluso para los más sabios. Realidades, experiencias, poderes .... Incluso mundos que ni el mismo Dios en persona era capaz de imaginar. Mundos hermosos. Mundos perfectas... Y mundos rotos. Destruídos hasta la médula. Agonizantes y masacrados hasta el punto que nada quedaba; solo terror, oscuridad y, a veces, una soledad sofocante. Y aún así, en medio de todo ese bien y mal. De esa perfección y esa putrefacción. Aún en medio de lo desesperado y carente de sueño... También podía haber sobrevivientes. Guerreros. Luchadores. Soñadores... — Maldita sea. Esta vez tiene que funcionar — Había marcas. Marcas imborrables creadas por la vida y la experiencia. Por las decisiones tomadas y las consecuencias. En algún lugar remoto, donde ya nada quedaba salvo la muerte. Aún había esperanza. Una pequeña luz incansable que no se rendía y que, después de mucho tiempo, sus esfuerzos parecieron rendir. Aún entre el terror y la oscuridad, en otro mundo donde, aunque la vida era un infierno (literalmente) pero cuya vida aún brillaba... Un espejo pareció reflejar la misma vida. El mismo brillo. La ensoñación y la esperanza. Tal vez en algún lugar, tal vez en algún edificio, tal vez en alguna torre. ¿Dónde? Probablemente donde nadie estaba mirando en ese momento. Pero había un espejo, un único en todos los anillos del infierno, cuyo reflejó no mostró lo que veía. Una distorsión, una oscuridad, una realidad... Del otro lado nada era brillante. No había vida y no había esperanza. Salvo por una única silueta que se vio poco después asomándose por el espejo. Una silueta cansada, tal vez hasta destruida, pero no derrumbada. Una silueta en cuya mirada se denotaba el cansancio pero también la determinación y la victoria por haber conseguido por lo que tanto tiempo trabajo. Una rosada mirada intensa que amenazaba con peligrosa astucia y fiereza. El reflejo tembló y el vidrio del espejo pareció crear ondas como el agua cuando aquella silueta extendió su mano. Una mano que atravesó el vidrio. Que cruzó al otro lado... Y pronto, aquella silueta ya no estaba en lo que el espejo reflejó. No. Ahora era alguien real. Ahora sus pies estaban sobre el lado rebosante de vida infernal. Había cruzado el espejo en su totalidad. Su ropa sucia y rota. Pero irónicamente aún parecía mantener el estilo... Aún así, aquella apariencia era la marca de la supervivencia. De la dura vida pasada. Su rostro denotaba seriedad, pero pronto, ya del otro lado, sus labios se curvaron en una sonrisa victoriosa. Levantó una de sus manos cerrada en un puño y, con fuerza, lo llevó detrás de ella sin siquiera voltear. Golpeando el, nuevamente sólido, vidrio del espejo que no demoró en quebrarse. Astillarse en millones de pedazos tal como estaba de astillado y roto el mundo de donde había provenido. Un mundo que, antes de desaparecer ante el estallido del vidrio a romperse, llegó a reflejar escalofriantes criaturas jamás imaginadas apareciendo de repente. Monstruos de pesadillas que apenas se hubieran llegado a ver. Pero con el espejo roto, la visión del otro lado desapareció. Tal vez una rara pesadilla que alguien drogado pudo haber imaginado ¿O no? — Espérame, V. Ya llegué —
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  • *le da un sorbo a una malteada mientras observa al resto de la gente*

    Que intensa es la gente de este lugar

    *Hace girar la pajilla entre los dedos, mirando como hay gente que habla sobre dominar el lugar, ser una amenaza y similares, como si eso valiera algo*

    Y todavía no es viernes

    *A veces piensa que estaría más cómodo con su gente… los desviantes o con otros humanos comunes que no hacen tanto ruido, pero la idea apenas dura dos segundos antes de que su expresión vuelva al mismo gesto despreocupado de siempre*

    mientras no tenga que dejar la malteada para patearle el trasero a un bicho raro estaré bien

    *Y sigue bebiendo, sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo*
    *le da un sorbo a una malteada mientras observa al resto de la gente* Que intensa es la gente de este lugar *Hace girar la pajilla entre los dedos, mirando como hay gente que habla sobre dominar el lugar, ser una amenaza y similares, como si eso valiera algo* Y todavía no es viernes *A veces piensa que estaría más cómodo con su gente… los desviantes o con otros humanos comunes que no hacen tanto ruido, pero la idea apenas dura dos segundos antes de que su expresión vuelva al mismo gesto despreocupado de siempre* mientras no tenga que dejar la malteada para patearle el trasero a un bicho raro estaré bien *Y sigue bebiendo, sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo*
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  • El sol de Florencia bañaba las calles empedradas mientras Maia Leone recorría la alfombra roja del estreno. Su vestido atrapaba la luz de los focos, haciéndola brillar con un resplandor que parecía venir de dentro. Sonreía con naturalidad a los periodistas, respondía a las preguntas con gracia y gesticulaba suavemente mientras hablaba, irradiando una energía cálida y magnética que atraía las miradas de todos sin esfuerzo.

    Después de las entrevistas, se detuvo junto a la barrera donde los fans esperaban. Firmaba autógrafos con delicadeza y hablaba con cada persona unos segundos, escuchando sus palabras con atención genuina. Su voz era cálida, su risa ligera, y su manera de mirar a cada fan hacía que cada encuentro se sintiera único.

    Mientras firmaba, levantó la vista un momento y lo vio: un hombre apartado entre la multitud, observándola con calma contenida. Su mirada era distinta, intensa, y por un instante sintió un calor extraño en el pecho, como si algo en él le resultara vagamente familiar. Frunció ligeramente el ceño, intrigada, pero volvió a sonreír y a agacharse para firmar otro autógrafo.

    No había nada que explicara la sensación, no lo conocía, no había motivo para reconocerlo. Y, aun así, mientras sus manos seguían moviéndose sobre los carteles y papeles, el eco de aquel instante quedó flotando en el aire. Maia continuó sonriendo, saludando, interactuando con los fans, perfecta en su papel de actriz brillante y humana… pero sin saber que algo antiguo y poderoso la estaba observando, despertando lentamente bajo la luz del atardecer florentino.
    El sol de Florencia bañaba las calles empedradas mientras Maia Leone recorría la alfombra roja del estreno. Su vestido atrapaba la luz de los focos, haciéndola brillar con un resplandor que parecía venir de dentro. Sonreía con naturalidad a los periodistas, respondía a las preguntas con gracia y gesticulaba suavemente mientras hablaba, irradiando una energía cálida y magnética que atraía las miradas de todos sin esfuerzo. Después de las entrevistas, se detuvo junto a la barrera donde los fans esperaban. Firmaba autógrafos con delicadeza y hablaba con cada persona unos segundos, escuchando sus palabras con atención genuina. Su voz era cálida, su risa ligera, y su manera de mirar a cada fan hacía que cada encuentro se sintiera único. Mientras firmaba, levantó la vista un momento y lo vio: un hombre apartado entre la multitud, observándola con calma contenida. Su mirada era distinta, intensa, y por un instante sintió un calor extraño en el pecho, como si algo en él le resultara vagamente familiar. Frunció ligeramente el ceño, intrigada, pero volvió a sonreír y a agacharse para firmar otro autógrafo. No había nada que explicara la sensación, no lo conocía, no había motivo para reconocerlo. Y, aun así, mientras sus manos seguían moviéndose sobre los carteles y papeles, el eco de aquel instante quedó flotando en el aire. Maia continuó sonriendo, saludando, interactuando con los fans, perfecta en su papel de actriz brillante y humana… pero sin saber que algo antiguo y poderoso la estaba observando, despertando lentamente bajo la luz del atardecer florentino.
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  • Oscuridad, decepción, ira, miedo, dolor... todas esas emociones intensas que pueden devorarte.

    Matar todo lo que hay dentro y dejar solo un recipiente.
    Oscuridad, decepción, ira, miedo, dolor... todas esas emociones intensas que pueden devorarte. Matar todo lo que hay dentro y dejar solo un recipiente.
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  • El timbre sonó a las 9:03 de la mañana, rompiendo el silencio perezoso de un domingo cualquiera. Sofía estaba en la cocina, todavía en pijama, con el cabello despeinado y una taza de café con leche entre las manos. No esperaba nada, o al menos eso se repetía para calmar el vértigo que sentía desde hacía semanas.

    Dejó la taza sobre la encimera, se limpió las manos en el pantalón del pijama y bajó las escaleras con el corazón golpeándole el pecho. Afuera, el aire era fresco y olía a tierra mojada. El cartero ya se había marchado, pero en el buzón asomaba un sobre blanco con el sello dorado de la University of Southern California.

    Por un momento no se movió. Solo lo miró, inmóvil, como si acercarse fuera un acto peligroso. Cuando por fin estiró la mano, la temblorosa emoción se mezcló con miedo puro. Rasgó el sobre con cuidado, como si el papel pudiera decidir su destino, y leyó.

    “We are pleased to inform you that you have been accepted into the USC School of Dramatic Arts…”

    El aire se le escapó de los pulmones.
    Durante unos segundos, no hubo sonido, ni casa, ni mundo: solo las letras flotando ante sus ojos, borroneadas por las lágrimas.

    Sofía soltó una risa entrecortada, una mezcla de incredulidad y felicidad tan intensa que dolía. Dejó caer el sobre en el suelo, cubriéndose la boca con las manos, y empezó a reír y llorar al mismo tiempo.

    —¡Lo conseguí! —susurró, casi sin voz—. ¡Lo conseguí, joder!

    Corrió hacia la cocina, el corazón desbocado, buscando su móvil para llamar a Rachel. Pero al abrir la galería de contactos, se detuvo por un momento.
    La imaginó allí, con su novia, quizá cocinando o trabajando, ajena a todo. Sofía quiso marcar igual, contarle lo que había pasado, gritarle entre risas que su sueño se había hecho real. Pero algo en su pecho se frenó.
    Rachel le diría que estaba orgullosa, sin dudarlo, pero también le preguntaría si ya se lo había contado a mamá.
    Y ella no estaba lista para eso.

    La imagen de Elena James apareció en su mente: su tono frío, su mirada cargada de juicio, la misma que había usado la última vez que hablaron del tema.
    “Te estás engañando, Sofía. El teatro no da de comer. Eres inteligente, podrías hacer algo útil, algo serio.”

    Sofía apretó el teléfono entre los dedos. No quería escuchar esa voz hoy. No cuando, por primera vez, sentía que el mundo le daba la razón.

    Respiró hondo y volvió a mirar el sobre caído en el suelo. Lo recogió con cuidado y lo apoyó contra la ventana, justo donde entraba la luz del sol.

    Esa carta era su puerta, su billete, su promesa.
    Y aunque nadie más lo supiera todavía, ella se permitió celebrarlo igual.

    Encendió el altavoz, buscó una lista de reproducción vieja y dejó que sonara Golden Hour. Subió el volumen, cerró los ojos y se dejó llevar, girando sobre sí misma entre risas y lágrimas.

    Por fin, el sueño que todos consideraban una pérdida de tiempo se había convertido en su realidad.
    Y aunque no pudiera compartirlo aún, Sofía sabía que su historia había empezado.
    El timbre sonó a las 9:03 de la mañana, rompiendo el silencio perezoso de un domingo cualquiera. Sofía estaba en la cocina, todavía en pijama, con el cabello despeinado y una taza de café con leche entre las manos. No esperaba nada, o al menos eso se repetía para calmar el vértigo que sentía desde hacía semanas. Dejó la taza sobre la encimera, se limpió las manos en el pantalón del pijama y bajó las escaleras con el corazón golpeándole el pecho. Afuera, el aire era fresco y olía a tierra mojada. El cartero ya se había marchado, pero en el buzón asomaba un sobre blanco con el sello dorado de la University of Southern California. Por un momento no se movió. Solo lo miró, inmóvil, como si acercarse fuera un acto peligroso. Cuando por fin estiró la mano, la temblorosa emoción se mezcló con miedo puro. Rasgó el sobre con cuidado, como si el papel pudiera decidir su destino, y leyó. “We are pleased to inform you that you have been accepted into the USC School of Dramatic Arts…” El aire se le escapó de los pulmones. Durante unos segundos, no hubo sonido, ni casa, ni mundo: solo las letras flotando ante sus ojos, borroneadas por las lágrimas. Sofía soltó una risa entrecortada, una mezcla de incredulidad y felicidad tan intensa que dolía. Dejó caer el sobre en el suelo, cubriéndose la boca con las manos, y empezó a reír y llorar al mismo tiempo. —¡Lo conseguí! —susurró, casi sin voz—. ¡Lo conseguí, joder! Corrió hacia la cocina, el corazón desbocado, buscando su móvil para llamar a Rachel. Pero al abrir la galería de contactos, se detuvo por un momento. La imaginó allí, con su novia, quizá cocinando o trabajando, ajena a todo. Sofía quiso marcar igual, contarle lo que había pasado, gritarle entre risas que su sueño se había hecho real. Pero algo en su pecho se frenó. Rachel le diría que estaba orgullosa, sin dudarlo, pero también le preguntaría si ya se lo había contado a mamá. Y ella no estaba lista para eso. La imagen de Elena James apareció en su mente: su tono frío, su mirada cargada de juicio, la misma que había usado la última vez que hablaron del tema. “Te estás engañando, Sofía. El teatro no da de comer. Eres inteligente, podrías hacer algo útil, algo serio.” Sofía apretó el teléfono entre los dedos. No quería escuchar esa voz hoy. No cuando, por primera vez, sentía que el mundo le daba la razón. Respiró hondo y volvió a mirar el sobre caído en el suelo. Lo recogió con cuidado y lo apoyó contra la ventana, justo donde entraba la luz del sol. Esa carta era su puerta, su billete, su promesa. Y aunque nadie más lo supiera todavía, ella se permitió celebrarlo igual. Encendió el altavoz, buscó una lista de reproducción vieja y dejó que sonara Golden Hour. Subió el volumen, cerró los ojos y se dejó llevar, girando sobre sí misma entre risas y lágrimas. Por fin, el sueño que todos consideraban una pérdida de tiempo se había convertido en su realidad. Y aunque no pudiera compartirlo aún, Sofía sabía que su historia había empezado.
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  • "Enamoramiento:Acción y efecto de enamorar o enamorarse"

    Baelz cerró el libro de golpe, el manual de términos humanos casi explotando por el fin de la lectura. Su rostro reflejaba sincera confusión ¿Que se supone que significa eso?

    —Bueno... debe ser parecido a sentir amor— Se dijo a si misma con convicción—Entonces estoy enamorada de mis amigas, del caos y de mi mascota.

    Miro a su pequeño amigo roedor con una curiosidad intensa

    — Creo que no lo estoy entendiendo del todo...— musitó, levantando el libro de nuevo para hallar respuestas
    "Enamoramiento:Acción y efecto de enamorar o enamorarse" Baelz cerró el libro de golpe, el manual de términos humanos casi explotando por el fin de la lectura. Su rostro reflejaba sincera confusión ¿Que se supone que significa eso? —Bueno... debe ser parecido a sentir amor— Se dijo a si misma con convicción—Entonces estoy enamorada de mis amigas, del caos y de mi mascota. Miro a su pequeño amigo roedor con una curiosidad intensa — Creo que no lo estoy entendiendo del todo...— musitó, levantando el libro de nuevo para hallar respuestas
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  • El sol y el espacio contra el vacío
    Categoría Acción
    *El cosmos respiraba en calma.
    Durante un breve instante, las estrellas parecían dormidas, los cometas viajaban sin rumbo, y la inmensidad era un océano silencioso. Pero esa quietud era solo la antesala del caos.

    Muy lejos, en los límites donde la materia se curva sobre sí misma, algo comenzó a moverse.
    Una masa colosal, oscura, imposible de medir. Una entidad que devoraba estrellas enteras sin emitir ni un destello. Era el Devoraluz, un monstruo nacido del olvido, un eco de universos extinguidos.

    Entre aquel mar de vacío, una figura luminosa descendió.
    Cabello flotante como la aurora, ojos que reflejaban galaxias enteras.
    Tsukumo Sana, la guardiana del tamaño, la diosa que podía contener mundos enteros en la palma de su mano.*

    *Su sonrisa, inocente pero cargada de poder divino, fue lo primero que atravesó la oscuridad.
    El bastón que portaba vibró, generando ondas que alteraban la curvatura del espacio.*

    -Ohhh… ¡qué bicho tan glotón~! Se está tragando mis estrellas favoritas. No puedo permitir eso, ¿verdad?

    *El vacío respondió con un rugido, un sonido tan profundo que ni el tiempo quiso tocarlo. Fragmentos de materia interestelar se desintegraron al contacto con la criatura.
    Sana giró lentamente, alzando su mano. En su palma, una esfera ardiente comenzó a formarse —una réplica en miniatura de un sol—.*

    -Serithra…

    *Sus palabras viajaron como un canto suave por el vacío.*

    -Mi pequeño sol… necesito tu calor aquí. El universo se está enfriando demasiado, y parece que tenemos trabajo que hacer.

    El espacio se iluminó con una brecha dorada, como si el amanecer atravesara la nada.
    Del resplandor surgió una figura radiante: Serithra, diosa del Sol y fiel compañera de Sana. Su energía era tan intensa que el propio monstruo se contrajo, como si la luz le quemara la existencia.

    *Sana sonrió, con un aire casi travieso, sosteniendo su bastón con ambas manos.*

    -¿Lista para encender un nuevo amanecer, Serithra? Vamos a mostrarle a este grandulón lo que significa brillar.

    *El cosmos tembló. Y entre la oscuridad y el fuego, el primer destello de batalla nació.*
    *El cosmos respiraba en calma. Durante un breve instante, las estrellas parecían dormidas, los cometas viajaban sin rumbo, y la inmensidad era un océano silencioso. Pero esa quietud era solo la antesala del caos. Muy lejos, en los límites donde la materia se curva sobre sí misma, algo comenzó a moverse. Una masa colosal, oscura, imposible de medir. Una entidad que devoraba estrellas enteras sin emitir ni un destello. Era el Devoraluz, un monstruo nacido del olvido, un eco de universos extinguidos. Entre aquel mar de vacío, una figura luminosa descendió. Cabello flotante como la aurora, ojos que reflejaban galaxias enteras. Tsukumo Sana, la guardiana del tamaño, la diosa que podía contener mundos enteros en la palma de su mano.* *Su sonrisa, inocente pero cargada de poder divino, fue lo primero que atravesó la oscuridad. El bastón que portaba vibró, generando ondas que alteraban la curvatura del espacio.* -Ohhh… ¡qué bicho tan glotón~! Se está tragando mis estrellas favoritas. No puedo permitir eso, ¿verdad? *El vacío respondió con un rugido, un sonido tan profundo que ni el tiempo quiso tocarlo. Fragmentos de materia interestelar se desintegraron al contacto con la criatura. Sana giró lentamente, alzando su mano. En su palma, una esfera ardiente comenzó a formarse —una réplica en miniatura de un sol—.* -Serithra… *Sus palabras viajaron como un canto suave por el vacío.* -Mi pequeño sol… necesito tu calor aquí. El universo se está enfriando demasiado, y parece que tenemos trabajo que hacer. El espacio se iluminó con una brecha dorada, como si el amanecer atravesara la nada. Del resplandor surgió una figura radiante: Serithra, diosa del Sol y fiel compañera de Sana. Su energía era tan intensa que el propio monstruo se contrajo, como si la luz le quemara la existencia. *Sana sonrió, con un aire casi travieso, sosteniendo su bastón con ambas manos.* -¿Lista para encender un nuevo amanecer, Serithra? Vamos a mostrarle a este grandulón lo que significa brillar. *El cosmos tembló. Y entre la oscuridad y el fuego, el primer destello de batalla nació.*
    Tipo
    Individual
    Líneas
    20
    Estado
    Disponible
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  • Observó la silueta de su mujer y aprovechó para ponerse detrás suya y abrazarla, podía oler su frustración, sus sentimientos y.. tenía que sincerarse por lo que susurró en su oído llevando sus manos torpes pero decididas a su vie tres entre acaricias lentas y llenas de amor.

    —Lo siento. Lo siento si en estas semanas te he hecho sentir insegura, si en algún momento has pensado que ya no te deseo o que has dejado de parecerme atractiva. Nada podría estar más lejos de la verdad.
    Cada día, al verte, siento una mezcla de ternura y de orgullo tan intensa que a veces me cuesta incluso mirarte sin que se me nuble la razón. Ver cómo crece nuestra cachorra dentro de ti… es algo que me desarma, que me llena de un júbilo inmenso.

    Pero tú sabes cómo soy. Soy un animal, un bestia que te desea sin medida, y a veces ese mismo fuego me obliga a contenerme. No quiero hacer daño, no quiero poner en riesgo ni un solo segundo de la vida que estás creando. Por eso me has notado más distante, más volcado en el negocio, en dejarlo todo listo, en preparar la habitación de nuestra Brianna. Pero en realidad… ha sido mi manera torpe de protegeros.

    Porque me arde la piel cada vez que te veo. Cada curva, cada movimiento tuyo me enciende por dentro, y he tenido que refugiarme bajo el agua fría de la ducha más veces de las que querría admitir, intentando domar este deseo que me desborda y poder aliviarme a mí mismo.

    No dudes nunca de lo que siento por ti. Te amo. Te deseo. Y te juro que nunca te he visto tan hermosa como ahora, llevando dentro de ti a lo que más amo en este mundo.
    Eres mi mujer, mi hembra, mi compañera, mi refugio… mi vida.
    Vosotras dos lo sois todo.

    Isla Rowan
    Observó la silueta de su mujer y aprovechó para ponerse detrás suya y abrazarla, podía oler su frustración, sus sentimientos y.. tenía que sincerarse por lo que susurró en su oído llevando sus manos torpes pero decididas a su vie tres entre acaricias lentas y llenas de amor. —Lo siento. Lo siento si en estas semanas te he hecho sentir insegura, si en algún momento has pensado que ya no te deseo o que has dejado de parecerme atractiva. Nada podría estar más lejos de la verdad. Cada día, al verte, siento una mezcla de ternura y de orgullo tan intensa que a veces me cuesta incluso mirarte sin que se me nuble la razón. Ver cómo crece nuestra cachorra dentro de ti… es algo que me desarma, que me llena de un júbilo inmenso. Pero tú sabes cómo soy. Soy un animal, un bestia que te desea sin medida, y a veces ese mismo fuego me obliga a contenerme. No quiero hacer daño, no quiero poner en riesgo ni un solo segundo de la vida que estás creando. Por eso me has notado más distante, más volcado en el negocio, en dejarlo todo listo, en preparar la habitación de nuestra Brianna. Pero en realidad… ha sido mi manera torpe de protegeros. Porque me arde la piel cada vez que te veo. Cada curva, cada movimiento tuyo me enciende por dentro, y he tenido que refugiarme bajo el agua fría de la ducha más veces de las que querría admitir, intentando domar este deseo que me desborda y poder aliviarme a mí mismo. No dudes nunca de lo que siento por ti. Te amo. Te deseo. Y te juro que nunca te he visto tan hermosa como ahora, llevando dentro de ti a lo que más amo en este mundo. Eres mi mujer, mi hembra, mi compañera, mi refugio… mi vida. Vosotras dos lo sois todo. [legend_peridot_mule_195]
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  • 𝐒𝐔 𝐑𝐀𝐙Ó𝐍 - 𝐕𝐈𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Se dejó caer de espaldas sobre la cama y se pasó una mano por el rostro agotado. La larga llama dorada de la lámpara de aceite en el tocador parpadeó suavemente, ofreciéndole consuelo. La habitación estaba quieta, el pasillo en silencio; la tranquilidad reinaba en la noche. Soltó un suspiro. Eneas por fin había dejado de llorar.

    La maternidad fue una de las peores batallas que jamás enfrentó. Ni siquiera aquellos meses de diversión junto a Anquises, cuando se hacía pasar por princesa o campesina la habían preparado para los cuidados que exigía la vida mortal. Creía haber aprendido lo esencial: la importancia del descanso, las comidas a tiempo y la fragilidad humana. Le habría gustado decir que lo hizo de maravilla, que fue una nodriza ejemplar y que todo salió bien. Pero nada más lejos de la realidad.

    Con cada día que pasaba, se convencía de que lo hacía terriblemente peor. No tenía un minuto de descanso, el niño siempre necesitaba algo nuevo: cambiar de pañales, dormirlo, apaciguar sus llantos interminables mientras trataba de descifrar si lloraba de hambre o de frío. No era madre primeriza… pero la experiencia de cuidar un bebé mortal no se podía comparar con la de una deidad, era algo completamente distinto.

    A eso se sumaba el hecho de que, además, debía ser cautelosa y medir muy bien cada acción que hiciera para no levantar sospechas. Absolutamente nadie en el palacio debía descubrir que ella no era la nodriza experimentada que decía ser, y mucho menos, que era una diosa.

    A veces ese pensamiento la llenaba de frustración. En ocasiones, por más que meciera a su hijo en brazos, le cantara una canción, lo arropara o lo alimentara, la rabia de sus lagrimas no cesaba. En su interior se agitaba un mar tormentoso de aflicción al que ella no siempre podía oponerse. Su paciencia se evaporaba, y la tentación de encender su Aión, de acceder a su divinidad se volvía casi irresistible. Podría usar su aura sobre él, envolverlo con ella, un truco que llegó a hacer en su momento con sus gemelos divinos para calmarlos. Un atajo que le haría las cosas más fáciles y que, sin embargo, le obligaba a cuestionarse que tan dependiente se había vuelto de su poder.

    Las noches pasaban y aunque Afro había atravesado incontables eventos a lo largo de su vida, ni siquiera la eternidad le pareció tan larga como la infancia de Eneas.

    Eneas odiaba el interior del palacio. Detestaba el sol, pero tampoco soportaba pasar demasiado tiempo bajo la sombra. Protestaba con el aroma del incienso y gritaba cuando ella dejaba de moverse. No le permitía quedarse quieta demasiado tiempo, eso, lejos de ayudar, lo alteraba. Probó suerte con algunos de los consejos de la reina Temiste y de thithē Ligeia, la anciana nodriza de Anquises, pero ninguno dio resultado. Lo único que realmente parecía funcionar eran los paseos por el jardín del palacio, que más que jardín, más bien era un frondoso bosque de hojas verdes escondido entre las murallas y las visitas a la playa. Le encantaba cuando ella le sumergía los pies en la espuma marina que oscurecía la arena al romper las olas, eso lograba arrancarle una sonrisa.

    Sus parpados comenzaban a cerrarse cuando el llanto de Eneas la despertó de golpe. Su pecho se sacudió, se frotó los ojos con los dedos antes de deslizarse fuera de la cama y salir al solitario pasillo. A menudo pensaba en su antigua vida y en todo lo que había dejado atrás al renunciar temporalmente a su divinidad, como en ese instante en el que se acercó a la cuna de su hijo para tomarlo entre sus brazos. Si aún fuera una diosa y no una mortal, aquel cansancio que le pesaba en los hombros y parpados grises no existiría.

    ────Oh, mi dulce príncipe… ¿qué ocurre? Ven, deja que te cargue un poco ─y aun con todo ese agotamiento, no dejó de sonreírle. Jamás dejaría de hacerlo.

    Se aseguró de alimentarlo y permaneció un largo rato junto a él. Le cantó una canción mientras caminaba en la oscuridad, y al recostarlo nuevamente en su cuna, le hizo cosquillas en la pancita. Como respuesta, el pequeño balbuceó algo, le sonrió y rio. Era la risa más preciosa y melodiosa que había escuchado jamás. El cansancio se disipó de su cuerpo; soltó una risa entrecortada y permitió que el sonido de su voz la llenara de fuerza, haciendo brotar desde lo más profundo de su pecho un amor tan intenso que le costaba creer que su corazón pudiera contenerlo sin romperse.

    Entonces comprendió que el amor de una madre no conocía límites. Sería capaz de hacer sangrar a este mundo por su hijo, caminar entre las brasas del fuego con los pies desnudos y desafiar a cualquier monstruo o deidad. Los convertiría en polvo de estrellas y lo esparciría en la inmensidad de la bóveda celeste si eso aseguraba la felicidad y bienestar de su pequeño.

    No advirtió el momento en que se quedó dormida junto a la cuna de su hijo, rodeándola con los brazos. Su corazón mortal latía débilmente, pero en paz.

    El amor que corría por sus venas era de una clase que los dioses no comprendían. No pertenecía a su naturaleza inmortal, tan distante del corazón humano, y sin embargo era la devoción que codiciaban con tanta hambre y anhelo. Un amor que no pedía adoración, ni ofrendas de vino o miel, ni templos con altares humeantes. Era un sentimiento sin medida, sin pausa ni descanso. Le exigía entregarse por completo en cuerpo y alma; exponerla a una peligrosa mezcla entre la ternura y el miedo a no tener nada bajo control, una mezcla tan intensa que la desbordaba cada vez que Eneas la miraba con sus ojitos brillantes, asomando la cabecita curiosa mientras ella preparaba ungüentos, aceites, baños o pañales.

    Sí, añoraba su antigua vida. Era cierto. Y aún así, jamás cambiaría ese cansancio por la calma inmortal que una vez conoció. Haría ese y mil sacrificios más por él.

    Durmió plácidamente en un dulce sueño. Tenía una razón para levantarse y luchar un día más.
    𝐒𝐔 𝐑𝐀𝐙Ó𝐍 - 𝐕𝐈𝐈 🐚 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Se dejó caer de espaldas sobre la cama y se pasó una mano por el rostro agotado. La larga llama dorada de la lámpara de aceite en el tocador parpadeó suavemente, ofreciéndole consuelo. La habitación estaba quieta, el pasillo en silencio; la tranquilidad reinaba en la noche. Soltó un suspiro. Eneas por fin había dejado de llorar. La maternidad fue una de las peores batallas que jamás enfrentó. Ni siquiera aquellos meses de diversión junto a Anquises, cuando se hacía pasar por princesa o campesina la habían preparado para los cuidados que exigía la vida mortal. Creía haber aprendido lo esencial: la importancia del descanso, las comidas a tiempo y la fragilidad humana. Le habría gustado decir que lo hizo de maravilla, que fue una nodriza ejemplar y que todo salió bien. Pero nada más lejos de la realidad. Con cada día que pasaba, se convencía de que lo hacía terriblemente peor. No tenía un minuto de descanso, el niño siempre necesitaba algo nuevo: cambiar de pañales, dormirlo, apaciguar sus llantos interminables mientras trataba de descifrar si lloraba de hambre o de frío. No era madre primeriza… pero la experiencia de cuidar un bebé mortal no se podía comparar con la de una deidad, era algo completamente distinto. A eso se sumaba el hecho de que, además, debía ser cautelosa y medir muy bien cada acción que hiciera para no levantar sospechas. Absolutamente nadie en el palacio debía descubrir que ella no era la nodriza experimentada que decía ser, y mucho menos, que era una diosa. A veces ese pensamiento la llenaba de frustración. En ocasiones, por más que meciera a su hijo en brazos, le cantara una canción, lo arropara o lo alimentara, la rabia de sus lagrimas no cesaba. En su interior se agitaba un mar tormentoso de aflicción al que ella no siempre podía oponerse. Su paciencia se evaporaba, y la tentación de encender su Aión, de acceder a su divinidad se volvía casi irresistible. Podría usar su aura sobre él, envolverlo con ella, un truco que llegó a hacer en su momento con sus gemelos divinos para calmarlos. Un atajo que le haría las cosas más fáciles y que, sin embargo, le obligaba a cuestionarse que tan dependiente se había vuelto de su poder. Las noches pasaban y aunque Afro había atravesado incontables eventos a lo largo de su vida, ni siquiera la eternidad le pareció tan larga como la infancia de Eneas. Eneas odiaba el interior del palacio. Detestaba el sol, pero tampoco soportaba pasar demasiado tiempo bajo la sombra. Protestaba con el aroma del incienso y gritaba cuando ella dejaba de moverse. No le permitía quedarse quieta demasiado tiempo, eso, lejos de ayudar, lo alteraba. Probó suerte con algunos de los consejos de la reina Temiste y de thithē Ligeia, la anciana nodriza de Anquises, pero ninguno dio resultado. Lo único que realmente parecía funcionar eran los paseos por el jardín del palacio, que más que jardín, más bien era un frondoso bosque de hojas verdes escondido entre las murallas y las visitas a la playa. Le encantaba cuando ella le sumergía los pies en la espuma marina que oscurecía la arena al romper las olas, eso lograba arrancarle una sonrisa. Sus parpados comenzaban a cerrarse cuando el llanto de Eneas la despertó de golpe. Su pecho se sacudió, se frotó los ojos con los dedos antes de deslizarse fuera de la cama y salir al solitario pasillo. A menudo pensaba en su antigua vida y en todo lo que había dejado atrás al renunciar temporalmente a su divinidad, como en ese instante en el que se acercó a la cuna de su hijo para tomarlo entre sus brazos. Si aún fuera una diosa y no una mortal, aquel cansancio que le pesaba en los hombros y parpados grises no existiría. ────Oh, mi dulce príncipe… ¿qué ocurre? Ven, deja que te cargue un poco ─y aun con todo ese agotamiento, no dejó de sonreírle. Jamás dejaría de hacerlo. Se aseguró de alimentarlo y permaneció un largo rato junto a él. Le cantó una canción mientras caminaba en la oscuridad, y al recostarlo nuevamente en su cuna, le hizo cosquillas en la pancita. Como respuesta, el pequeño balbuceó algo, le sonrió y rio. Era la risa más preciosa y melodiosa que había escuchado jamás. El cansancio se disipó de su cuerpo; soltó una risa entrecortada y permitió que el sonido de su voz la llenara de fuerza, haciendo brotar desde lo más profundo de su pecho un amor tan intenso que le costaba creer que su corazón pudiera contenerlo sin romperse. Entonces comprendió que el amor de una madre no conocía límites. Sería capaz de hacer sangrar a este mundo por su hijo, caminar entre las brasas del fuego con los pies desnudos y desafiar a cualquier monstruo o deidad. Los convertiría en polvo de estrellas y lo esparciría en la inmensidad de la bóveda celeste si eso aseguraba la felicidad y bienestar de su pequeño. No advirtió el momento en que se quedó dormida junto a la cuna de su hijo, rodeándola con los brazos. Su corazón mortal latía débilmente, pero en paz. El amor que corría por sus venas era de una clase que los dioses no comprendían. No pertenecía a su naturaleza inmortal, tan distante del corazón humano, y sin embargo era la devoción que codiciaban con tanta hambre y anhelo. Un amor que no pedía adoración, ni ofrendas de vino o miel, ni templos con altares humeantes. Era un sentimiento sin medida, sin pausa ni descanso. Le exigía entregarse por completo en cuerpo y alma; exponerla a una peligrosa mezcla entre la ternura y el miedo a no tener nada bajo control, una mezcla tan intensa que la desbordaba cada vez que Eneas la miraba con sus ojitos brillantes, asomando la cabecita curiosa mientras ella preparaba ungüentos, aceites, baños o pañales. Sí, añoraba su antigua vida. Era cierto. Y aún así, jamás cambiaría ese cansancio por la calma inmortal que una vez conoció. Haría ese y mil sacrificios más por él. Durmió plácidamente en un dulce sueño. Tenía una razón para levantarse y luchar un día más.
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