✧ La Muerte de Elaenya, Diosa del Alba ✧
En los días en que los dioses aún caminaban entre los rayos del firmamento, el Cielo Eterno era una sinfonía de luz, armonía y creación. Los ríos de oro líquido corrían por los mármoles blancos del Trono Solar; las constelaciones danzaban al compás de los cánticos divinos; y en el centro de todo, como la primera chispa de vida, reinaban Caelis y Elaenya, los consortes del amanecer y del trueno.
Ella era la Luz del Principio, la que despertaba a los mundos con el roce de su aliento. Tenía el cabello del color del trigo bañado en fuego, ojos como dos soles inmóviles y un corazón que ardía con la pasión de todo lo vivo. Era intensa, caprichosa, emocional hasta las lágrimas, y por eso, tan profundamente humana a los ojos de su esposo.
Caelis, en cambio, era el equilibrio: el eco del rayo, la tempestad que preserva el orden destruyendo lo que amenaza el ciclo. Su voz contenía la furia de los relámpagos, pero cuando hablaba con ella, se convertía en una brisa serena.
Juntos gobernaron eras. Cada amanecer era un beso; cada tormenta, una caricia disfrazada de rugido. Pero los dioses, tan altos como frágiles, olvidan que la eternidad exige sacrificios.
Fue en la Guerra de los Cielos, cuando las fuerzas del Vacío —criaturas nacidas de la Nada, sin rostro ni alma— cruzaron los límites del firmamento. Los tronos temblaron, las estrellas sangraron, y Elaenya, impulsiva y valerosa, descendió al campo de batalla sin esperar el decreto del Consejo Celestial. Caelis la siguió, pero llegó tarde.
Cuando la encontró, la diosa de la luz ya había roto su divinidad para sellar la grieta que el Vacío había abierto entre los mundos.
El sacrificio era irreversible.
Y el precio, insoportable.
La escena era indescriptible.
El cielo, antes inmaculado, se hallaba cubierto por un crepúsculo perpetuo. El suelo divino estaba cubierto de plumas blancas chamuscadas, fragmentos de vidrio celestial y pétalos marchitos. En el centro de aquel santuario destrozado, Elaenya yacía entre los restos de su propia creación. Su resplandor —aquel que alguna vez despertaba soles— se deshacía en motas doradas que el viento dispersaba lentamente.
Caelis cayó de rodillas.
El trueno que retumbó al hacerlo rompió los cristales del cielo.
Tomó su cuerpo entre los brazos, sintiendo cómo la calidez divina se disipaba de su piel.
Las lágrimas —algo que un dios jamás debía conocer— comenzaron a rodar por su rostro. Cada una caía al suelo con el sonido del metal quebrándose.
—Elaenya… —su voz fue apenas un susurro.
Los labios de ella se movieron, temblando.
—No llores por mí, amor mío. La luz no muere. Solo… cambia de forma.
Sus palabras, ligeras como el polvo de las estrellas, se apagaron antes de llegar a su oído.
Caelis la sostuvo más fuerte, desesperado por retenerla en sus brazos, pero la divinidad no puede ser apresada. La piel de Elaenya se convirtió en polvo luminoso; su cabello se transformó en ríos dorados que ascendían al cielo; su última mirada, en una promesa que lo condenaría para siempre.
Entonces el trueno rugió.
El cielo entero se fracturó en mil relámpagos. Los templos sagrados se derrumbaron; las constelaciones giraron erráticas; los coros celestiales enmudecieron. Los dioses contemplaron horrorizados cómo Caelis, el guardián del orden, se convertía en tempestad pura.
—¡Ninguno de ustedes se atreva a tocarla! —bramó.
Sus alas, de un blanco inmaculado, se tornaron negras como la tormenta.
Los rayos cayeron en cascada, cruzando el firmamento, y el mar de las estrellas se tornó gris.
Los altos señores del Cielo le suplicaron que se detuviera, pero su dolor era más grande que su poder.
Los relámpagos formaron una cúpula alrededor del cuerpo que ya no existía.
Y en el silencio posterior, solo quedó el eco del juramento que marcaría el fin de una era:
—Si el Cielo exige que amemos solo dentro de sus leyes, que el Cielo mismo se derrumbe.
Los dioses lo declararon traidor.
Pero él ya no los escuchaba.
Cuando la última chispa de Elaenya ascendió, Caelis extendió una mano hacia ella… y en su lugar, cayó.
Su descenso fue como un eclipse: un dios de luz cayendo en un mar de sombras.
Los vientos de la creación se estremecieron mientras cruzaba las capas del firmamento, dejando tras de sí un sendero de fuego azul.
Los mortales, abajo, lo vieron como una estrella ardiendo en el horizonte.
Ninguno supo que lo que contemplaban no era una estrella, sino un dios roto.
Cuando el impacto estremeció la tierra, Caelis abrió los ojos entre ceniza y lluvia.
Por primera vez, el trueno no lo obedecía.
Su divinidad se había fragmentado junto con su alma.
Y así comenzó su exilio.
Un dios que alguna vez gobernó los cielos, ahora perdido entre hombres que no lo recordaban.
El amor lo había humanizado.
La pérdida lo había condenado.
El Cielo nunca volvió a ser el mismo.
Desde aquel día, el amanecer brilla con un matiz dorado y triste —el último suspiro de Elaenya, que aún acaricia la tierra en busca de su amado.
Y cuando la tormenta ruge con furia desmedida, los sabios dicen que es Caelis Veyrith, clamando al firmamento que le devuelva la única luz que el universo no debió apagar.
En los días en que los dioses aún caminaban entre los rayos del firmamento, el Cielo Eterno era una sinfonía de luz, armonía y creación. Los ríos de oro líquido corrían por los mármoles blancos del Trono Solar; las constelaciones danzaban al compás de los cánticos divinos; y en el centro de todo, como la primera chispa de vida, reinaban Caelis y Elaenya, los consortes del amanecer y del trueno.
Ella era la Luz del Principio, la que despertaba a los mundos con el roce de su aliento. Tenía el cabello del color del trigo bañado en fuego, ojos como dos soles inmóviles y un corazón que ardía con la pasión de todo lo vivo. Era intensa, caprichosa, emocional hasta las lágrimas, y por eso, tan profundamente humana a los ojos de su esposo.
Caelis, en cambio, era el equilibrio: el eco del rayo, la tempestad que preserva el orden destruyendo lo que amenaza el ciclo. Su voz contenía la furia de los relámpagos, pero cuando hablaba con ella, se convertía en una brisa serena.
Juntos gobernaron eras. Cada amanecer era un beso; cada tormenta, una caricia disfrazada de rugido. Pero los dioses, tan altos como frágiles, olvidan que la eternidad exige sacrificios.
Fue en la Guerra de los Cielos, cuando las fuerzas del Vacío —criaturas nacidas de la Nada, sin rostro ni alma— cruzaron los límites del firmamento. Los tronos temblaron, las estrellas sangraron, y Elaenya, impulsiva y valerosa, descendió al campo de batalla sin esperar el decreto del Consejo Celestial. Caelis la siguió, pero llegó tarde.
Cuando la encontró, la diosa de la luz ya había roto su divinidad para sellar la grieta que el Vacío había abierto entre los mundos.
El sacrificio era irreversible.
Y el precio, insoportable.
La escena era indescriptible.
El cielo, antes inmaculado, se hallaba cubierto por un crepúsculo perpetuo. El suelo divino estaba cubierto de plumas blancas chamuscadas, fragmentos de vidrio celestial y pétalos marchitos. En el centro de aquel santuario destrozado, Elaenya yacía entre los restos de su propia creación. Su resplandor —aquel que alguna vez despertaba soles— se deshacía en motas doradas que el viento dispersaba lentamente.
Caelis cayó de rodillas.
El trueno que retumbó al hacerlo rompió los cristales del cielo.
Tomó su cuerpo entre los brazos, sintiendo cómo la calidez divina se disipaba de su piel.
Las lágrimas —algo que un dios jamás debía conocer— comenzaron a rodar por su rostro. Cada una caía al suelo con el sonido del metal quebrándose.
—Elaenya… —su voz fue apenas un susurro.
Los labios de ella se movieron, temblando.
—No llores por mí, amor mío. La luz no muere. Solo… cambia de forma.
Sus palabras, ligeras como el polvo de las estrellas, se apagaron antes de llegar a su oído.
Caelis la sostuvo más fuerte, desesperado por retenerla en sus brazos, pero la divinidad no puede ser apresada. La piel de Elaenya se convirtió en polvo luminoso; su cabello se transformó en ríos dorados que ascendían al cielo; su última mirada, en una promesa que lo condenaría para siempre.
Entonces el trueno rugió.
El cielo entero se fracturó en mil relámpagos. Los templos sagrados se derrumbaron; las constelaciones giraron erráticas; los coros celestiales enmudecieron. Los dioses contemplaron horrorizados cómo Caelis, el guardián del orden, se convertía en tempestad pura.
—¡Ninguno de ustedes se atreva a tocarla! —bramó.
Sus alas, de un blanco inmaculado, se tornaron negras como la tormenta.
Los rayos cayeron en cascada, cruzando el firmamento, y el mar de las estrellas se tornó gris.
Los altos señores del Cielo le suplicaron que se detuviera, pero su dolor era más grande que su poder.
Los relámpagos formaron una cúpula alrededor del cuerpo que ya no existía.
Y en el silencio posterior, solo quedó el eco del juramento que marcaría el fin de una era:
—Si el Cielo exige que amemos solo dentro de sus leyes, que el Cielo mismo se derrumbe.
Los dioses lo declararon traidor.
Pero él ya no los escuchaba.
Cuando la última chispa de Elaenya ascendió, Caelis extendió una mano hacia ella… y en su lugar, cayó.
Su descenso fue como un eclipse: un dios de luz cayendo en un mar de sombras.
Los vientos de la creación se estremecieron mientras cruzaba las capas del firmamento, dejando tras de sí un sendero de fuego azul.
Los mortales, abajo, lo vieron como una estrella ardiendo en el horizonte.
Ninguno supo que lo que contemplaban no era una estrella, sino un dios roto.
Cuando el impacto estremeció la tierra, Caelis abrió los ojos entre ceniza y lluvia.
Por primera vez, el trueno no lo obedecía.
Su divinidad se había fragmentado junto con su alma.
Y así comenzó su exilio.
Un dios que alguna vez gobernó los cielos, ahora perdido entre hombres que no lo recordaban.
El amor lo había humanizado.
La pérdida lo había condenado.
El Cielo nunca volvió a ser el mismo.
Desde aquel día, el amanecer brilla con un matiz dorado y triste —el último suspiro de Elaenya, que aún acaricia la tierra en busca de su amado.
Y cuando la tormenta ruge con furia desmedida, los sabios dicen que es Caelis Veyrith, clamando al firmamento que le devuelva la única luz que el universo no debió apagar.
✧ La Muerte de Elaenya, Diosa del Alba ✧
En los días en que los dioses aún caminaban entre los rayos del firmamento, el Cielo Eterno era una sinfonía de luz, armonía y creación. Los ríos de oro líquido corrían por los mármoles blancos del Trono Solar; las constelaciones danzaban al compás de los cánticos divinos; y en el centro de todo, como la primera chispa de vida, reinaban Caelis y Elaenya, los consortes del amanecer y del trueno.
Ella era la Luz del Principio, la que despertaba a los mundos con el roce de su aliento. Tenía el cabello del color del trigo bañado en fuego, ojos como dos soles inmóviles y un corazón que ardía con la pasión de todo lo vivo. Era intensa, caprichosa, emocional hasta las lágrimas, y por eso, tan profundamente humana a los ojos de su esposo.
Caelis, en cambio, era el equilibrio: el eco del rayo, la tempestad que preserva el orden destruyendo lo que amenaza el ciclo. Su voz contenía la furia de los relámpagos, pero cuando hablaba con ella, se convertía en una brisa serena.
Juntos gobernaron eras. Cada amanecer era un beso; cada tormenta, una caricia disfrazada de rugido. Pero los dioses, tan altos como frágiles, olvidan que la eternidad exige sacrificios.
Fue en la Guerra de los Cielos, cuando las fuerzas del Vacío —criaturas nacidas de la Nada, sin rostro ni alma— cruzaron los límites del firmamento. Los tronos temblaron, las estrellas sangraron, y Elaenya, impulsiva y valerosa, descendió al campo de batalla sin esperar el decreto del Consejo Celestial. Caelis la siguió, pero llegó tarde.
Cuando la encontró, la diosa de la luz ya había roto su divinidad para sellar la grieta que el Vacío había abierto entre los mundos.
El sacrificio era irreversible.
Y el precio, insoportable.
La escena era indescriptible.
El cielo, antes inmaculado, se hallaba cubierto por un crepúsculo perpetuo. El suelo divino estaba cubierto de plumas blancas chamuscadas, fragmentos de vidrio celestial y pétalos marchitos. En el centro de aquel santuario destrozado, Elaenya yacía entre los restos de su propia creación. Su resplandor —aquel que alguna vez despertaba soles— se deshacía en motas doradas que el viento dispersaba lentamente.
Caelis cayó de rodillas.
El trueno que retumbó al hacerlo rompió los cristales del cielo.
Tomó su cuerpo entre los brazos, sintiendo cómo la calidez divina se disipaba de su piel.
Las lágrimas —algo que un dios jamás debía conocer— comenzaron a rodar por su rostro. Cada una caía al suelo con el sonido del metal quebrándose.
—Elaenya… —su voz fue apenas un susurro.
Los labios de ella se movieron, temblando.
—No llores por mí, amor mío. La luz no muere. Solo… cambia de forma.
Sus palabras, ligeras como el polvo de las estrellas, se apagaron antes de llegar a su oído.
Caelis la sostuvo más fuerte, desesperado por retenerla en sus brazos, pero la divinidad no puede ser apresada. La piel de Elaenya se convirtió en polvo luminoso; su cabello se transformó en ríos dorados que ascendían al cielo; su última mirada, en una promesa que lo condenaría para siempre.
Entonces el trueno rugió.
El cielo entero se fracturó en mil relámpagos. Los templos sagrados se derrumbaron; las constelaciones giraron erráticas; los coros celestiales enmudecieron. Los dioses contemplaron horrorizados cómo Caelis, el guardián del orden, se convertía en tempestad pura.
—¡Ninguno de ustedes se atreva a tocarla! —bramó.
Sus alas, de un blanco inmaculado, se tornaron negras como la tormenta.
Los rayos cayeron en cascada, cruzando el firmamento, y el mar de las estrellas se tornó gris.
Los altos señores del Cielo le suplicaron que se detuviera, pero su dolor era más grande que su poder.
Los relámpagos formaron una cúpula alrededor del cuerpo que ya no existía.
Y en el silencio posterior, solo quedó el eco del juramento que marcaría el fin de una era:
—Si el Cielo exige que amemos solo dentro de sus leyes, que el Cielo mismo se derrumbe.
Los dioses lo declararon traidor.
Pero él ya no los escuchaba.
Cuando la última chispa de Elaenya ascendió, Caelis extendió una mano hacia ella… y en su lugar, cayó.
Su descenso fue como un eclipse: un dios de luz cayendo en un mar de sombras.
Los vientos de la creación se estremecieron mientras cruzaba las capas del firmamento, dejando tras de sí un sendero de fuego azul.
Los mortales, abajo, lo vieron como una estrella ardiendo en el horizonte.
Ninguno supo que lo que contemplaban no era una estrella, sino un dios roto.
Cuando el impacto estremeció la tierra, Caelis abrió los ojos entre ceniza y lluvia.
Por primera vez, el trueno no lo obedecía.
Su divinidad se había fragmentado junto con su alma.
Y así comenzó su exilio.
Un dios que alguna vez gobernó los cielos, ahora perdido entre hombres que no lo recordaban.
El amor lo había humanizado.
La pérdida lo había condenado.
El Cielo nunca volvió a ser el mismo.
Desde aquel día, el amanecer brilla con un matiz dorado y triste —el último suspiro de Elaenya, que aún acaricia la tierra en busca de su amado.
Y cuando la tormenta ruge con furia desmedida, los sabios dicen que es Caelis Veyrith, clamando al firmamento que le devuelva la única luz que el universo no debió apagar.

