Entré al maldito callejón detrás del gimnasio con las manos en los bolsillos, fingiendo calma. Ya había averiguado quién era el tipo, dónde se movía y a qué hora solía salir a fumar solo. Exacto, como ahora. Estaba contra la pared, distraído con el móvil, con esa cara de imbécil que no sabía lo que le venía encima.
Cerré la puerta detrás de mí, haciendo que el sonido retumbara. Levantó la vista.
—¿Quién coño eres?
No respondí. Avancé despacio, y solo cuando estuve a dos pasos, hablé:
—Eres el que le puso la mano encima a mi mujer.
Frunció el ceño, dudó. Seguramente no esperaba que se lo dijeran así, tan claro. Sonreí de lado.
—Sí, la que te rompió la nariz. —Lo empujé contra la pared de un golpe seco con el antebrazo—. Ella ya te dio lo que merecías… yo vengo a darte el resto.
Intentó defenderse, pero fue inútil. Le metí el primer puñetazo en el estómago, lo suficiente para dejarlo sin aire. Se dobló, y lo agarré del cuello de la camiseta, estampándolo contra el muro.
—Me enteré de que no era la primera vez, ¿eh? —Lo golpeé otra vez, directo a la cara, sintiendo el crujido de su pómulo bajo mis nudillos—. Que te pasabas de listo con otras chicas también.
Escupió sangre, quiso hablar, pero no le di tiempo. Lo tiré al suelo de un empujón y le di una patada en las costillas, otra, y otra más. Gritaba, pero ahí no había nadie que viniera a ayudarlo.
Me agaché, tomándolo del pelo para obligarlo a mirarme. Su nariz rota sangraba como un grifo.
—Te voy a dejar vivo solo para que cada vez que te mires al espejo recuerdes quién te hizo esto y por qué. —Apreté su cara contra el suelo—. Y si alguna vez vuelves a ponerle una mano encima a una mujer, no voy a perder el tiempo dejándote respirar.
Lo solté y lo dejé tirado, apenas consciente. Me limpié la sangre de las manos con su propia camiseta antes de salir del callejón, encendiendo un cigarro mientras caminaba de vuelta a la moto.
Angela me esperaba. Y no iba a decirle nada. No necesitaba saberlo. Esto era mío.
Cerré la puerta detrás de mí, haciendo que el sonido retumbara. Levantó la vista.
—¿Quién coño eres?
No respondí. Avancé despacio, y solo cuando estuve a dos pasos, hablé:
—Eres el que le puso la mano encima a mi mujer.
Frunció el ceño, dudó. Seguramente no esperaba que se lo dijeran así, tan claro. Sonreí de lado.
—Sí, la que te rompió la nariz. —Lo empujé contra la pared de un golpe seco con el antebrazo—. Ella ya te dio lo que merecías… yo vengo a darte el resto.
Intentó defenderse, pero fue inútil. Le metí el primer puñetazo en el estómago, lo suficiente para dejarlo sin aire. Se dobló, y lo agarré del cuello de la camiseta, estampándolo contra el muro.
—Me enteré de que no era la primera vez, ¿eh? —Lo golpeé otra vez, directo a la cara, sintiendo el crujido de su pómulo bajo mis nudillos—. Que te pasabas de listo con otras chicas también.
Escupió sangre, quiso hablar, pero no le di tiempo. Lo tiré al suelo de un empujón y le di una patada en las costillas, otra, y otra más. Gritaba, pero ahí no había nadie que viniera a ayudarlo.
Me agaché, tomándolo del pelo para obligarlo a mirarme. Su nariz rota sangraba como un grifo.
—Te voy a dejar vivo solo para que cada vez que te mires al espejo recuerdes quién te hizo esto y por qué. —Apreté su cara contra el suelo—. Y si alguna vez vuelves a ponerle una mano encima a una mujer, no voy a perder el tiempo dejándote respirar.
Lo solté y lo dejé tirado, apenas consciente. Me limpié la sangre de las manos con su propia camiseta antes de salir del callejón, encendiendo un cigarro mientras caminaba de vuelta a la moto.
Angela me esperaba. Y no iba a decirle nada. No necesitaba saberlo. Esto era mío.
Entré al maldito callejón detrás del gimnasio con las manos en los bolsillos, fingiendo calma. Ya había averiguado quién era el tipo, dónde se movía y a qué hora solía salir a fumar solo. Exacto, como ahora. Estaba contra la pared, distraído con el móvil, con esa cara de imbécil que no sabía lo que le venía encima.
Cerré la puerta detrás de mí, haciendo que el sonido retumbara. Levantó la vista.
—¿Quién coño eres?
No respondí. Avancé despacio, y solo cuando estuve a dos pasos, hablé:
—Eres el que le puso la mano encima a mi mujer.
Frunció el ceño, dudó. Seguramente no esperaba que se lo dijeran así, tan claro. Sonreí de lado.
—Sí, la que te rompió la nariz. —Lo empujé contra la pared de un golpe seco con el antebrazo—. Ella ya te dio lo que merecías… yo vengo a darte el resto.
Intentó defenderse, pero fue inútil. Le metí el primer puñetazo en el estómago, lo suficiente para dejarlo sin aire. Se dobló, y lo agarré del cuello de la camiseta, estampándolo contra el muro.
—Me enteré de que no era la primera vez, ¿eh? —Lo golpeé otra vez, directo a la cara, sintiendo el crujido de su pómulo bajo mis nudillos—. Que te pasabas de listo con otras chicas también.
Escupió sangre, quiso hablar, pero no le di tiempo. Lo tiré al suelo de un empujón y le di una patada en las costillas, otra, y otra más. Gritaba, pero ahí no había nadie que viniera a ayudarlo.
Me agaché, tomándolo del pelo para obligarlo a mirarme. Su nariz rota sangraba como un grifo.
—Te voy a dejar vivo solo para que cada vez que te mires al espejo recuerdes quién te hizo esto y por qué. —Apreté su cara contra el suelo—. Y si alguna vez vuelves a ponerle una mano encima a una mujer, no voy a perder el tiempo dejándote respirar.
Lo solté y lo dejé tirado, apenas consciente. Me limpié la sangre de las manos con su propia camiseta antes de salir del callejón, encendiendo un cigarro mientras caminaba de vuelta a la moto.
Angela me esperaba. Y no iba a decirle nada. No necesitaba saberlo. Esto era mío.
34
turnos
0
maullidos