Vi a la chica que se deshacía por amor.
No era como los otros mortales que cortan flores o escriben promesas huecas.
Ella se quitó el alma.
La desprendió de su carne con la delicadeza con la que se quita un vestido que ya no abriga.
Y se la dio. Así, desnuda de todo, esperando que él —al menos— le tendiera la mirada.
Pero no.
Él no era el mismo hombre que le había susurrado abrigo cuando el mundo soplaba frío.
Ya no recogía las grietas de su voz, ni se detenía cuando sus ojos se apagaban.
Donde antes florecía ternura, ahora sólo quedaban astillas.
Y ella, ciega en su ternura, seguía creyendo.
Creía que el eco de aquel hombre aún habitaba en sus huesos.
Como si el recuerdo pudiera revivir la carne.
Como si el pasado no ardiera como papel viejo al contacto del presente.
Yo, que corto hilos, no comprendí.
¿Por qué darlo todo a quien ya ha dejado de ver?
¿Por qué desgarrar cuerpo, alma y pensamiento por una sombra?
Pero entonces entendí algo, muy bajito, como si me lo confesara el tiempo:
él nunca fue.
Fue una ilusión tejida con manos expertas,
un cebo lanzado al lago de su esperanza.
Ella cayó como se cae en un sueño dulce, y despertó en una pesadilla mansa.
Ahora ella abraza cenizas, llamándolas fuego.
Y él…
él sólo observa, como si nunca hubiera sido otra cosa que hielo.
Vi a la chica que se deshacía por amor.
No era como los otros mortales que cortan flores o escriben promesas huecas.
Ella se quitó el alma.
La desprendió de su carne con la delicadeza con la que se quita un vestido que ya no abriga.
Y se la dio. Así, desnuda de todo, esperando que él —al menos— le tendiera la mirada.
Pero no.
Él no era el mismo hombre que le había susurrado abrigo cuando el mundo soplaba frío.
Ya no recogía las grietas de su voz, ni se detenía cuando sus ojos se apagaban.
Donde antes florecía ternura, ahora sólo quedaban astillas.
Y ella, ciega en su ternura, seguía creyendo.
Creía que el eco de aquel hombre aún habitaba en sus huesos.
Como si el recuerdo pudiera revivir la carne.
Como si el pasado no ardiera como papel viejo al contacto del presente.
Yo, que corto hilos, no comprendí.
¿Por qué darlo todo a quien ya ha dejado de ver?
¿Por qué desgarrar cuerpo, alma y pensamiento por una sombra?
Pero entonces entendí algo, muy bajito, como si me lo confesara el tiempo:
él nunca fue.
Fue una ilusión tejida con manos expertas,
un cebo lanzado al lago de su esperanza.
Ella cayó como se cae en un sueño dulce, y despertó en una pesadilla mansa.
Ahora ella abraza cenizas, llamándolas fuego.
Y él…
él sólo observa, como si nunca hubiera sido otra cosa que hielo.