Las diosas también sienten.
En el caso de Shadi, diosa del Invierno, estos arrebatos de calidez son poco comunes, mas más habituales que en el resto de diosas. Shadi, más conocida como madre de los abandonados, sintió un día un deseo maternal irrefrenable; y, como buena diosa, en lugar de prestar atención a su ya amplia docena de vástagos, decidió crear a la hija perfecta.
En su jardín, comenzó el arte de la creación. Primero, realizó su figura con la nieve, dándole una textura suave y firme. Después; tejió su cabello con flores, haciéndolo fino y espeso, de un color rosa pálido. Sus ojos eran dos estrellas, arrancadas directamente por la Madre Suprema Maizu del firmamento. Sí, era la creación perfecta, y como tal, debía tener la personalidad de su madre.
Excepto que la diosa Shadi era… de concentración difícil. Debió haberlo sabido cuando empezó su confección, siempre las acababa abandonando en cuanto se volvían innecesariamente complejas; y una hija perfecta era un asunto bastante complejo.
Pronto, la joven de hielo quedó desterrada para convertirse en una simple estatua más en el jardín de la diosa. Una bella flor que terminaría marchitándose con el pasar de los eones. Mas no era un ser sin vida lo que había en aquel patio; simple criatura era, pero criatura a fin de cuentas, otorgada con vida, gracia e increíblemente hermosa. En el gran último concilio de las Aotroms; Seline, lejana descendiente de la gente de las lunas, se apiadó de la muchacha. Mientras Shadi se encargaba de preparar el hogar para recibir a sus invitadas, la joven se acercó a aquella suerte de ninfa y, prendada por su belleza, decidió entablar conversación.
— ¿Qué es lo que más deseas? —Cuestionó, con expresión tierna.
Aidna vaciló, su mente demasiado simple para expresar que deseaba viajar más allá de las estrellas, lejos de aquel jardín, lejos de la fría nieve. Quería ser más que un simple fragmento de hielo en la llanura, anhelaba… anhelaba un corazón humano.
Mas la caballera Selene la entendió. Se propuso cumplir el sueño de la joven Aidna, y viajó por el mundo tratando de encontrar una solución a su mayor anhelo. Viajó y viajó, y entre viaje y viaje se dejó caer por el jardín de Shadi para visitar a Aidna, y entre visita y visita fue trayéndole presentes de otras tierras. Joyas, juguetes, artefactos para cuidar su sedoso pelo y su nívea piel, y toda clase de historias. Pronto, Aidna comenzó a hablar, y aún más importante, a aprender.
Con cada visita, Shadi observó a su hija perfecta formarse de forma un tanto diferente. Aidna tenía dones poco comunes para las gentes de las nieves. No era fuerte y robusta como habituaban a ser sus hijos, ni tenía mente de guerrera. Más bien, se parecía más a la imagen de los Fae primaverales, suaves, profundamente inteligentes, fieros estrategas.
También tenía una poderosa imaginación. Devoraba las historias de Selene y las representaba con figuras gélidas sobre los jardines, empleando a los animales como sus ayudantes.
Un día, Selene no regresó más.
Ese fue el día en que Shadi entregó a Aidna a su reino para ser la legítima heredera al trono de Fjellriket. ¿La razón? Shadi finalmente fue consciente de que su simple creación se había transformado. Las historias fantásticas, los regalos y la candidez le habían dado el aliento de la vida; Aidna no era completamente humana, ni completamente Aotrom, ni completamente selénica; era otra cosa, otra cosa poderosa y también rebelde. Fue consciente de que no sería capaz de contenerla dentro de aquellos jardines, y un espíritu de las nieves tan joven y anhelante podía ser peligroso en el mundo, sola.
— ¿Por qué nunca me has querido? —preguntó, de forma abstraída, mientras su madre la cubría con una blanca capa de armiño—. ¿Para qué me creaste si no sientes lo que una madre debía sentir?
Por su expresión, a Shadi no le gustaron aquellas cuestiones. — Es hora de que adquieras tu rol como mi propia creación. Debes liderar a tus gentes.
— ¿Y por qué no lo haces tú? —Cuestionó Aidna, de mala gana.
— No creo que debas hacerme preguntas tan inapropiadas.
— ¿No son también tus gentes? ¿Por qué no les gobiernas tú?
— Niña insolente, pronto aprenderás cómo funcionan las cosas.
— Yo ya sé cómo funcionan. Los creadores creáis y creáis pero nunca os interesáis por vuestras creaciones. —Aidna se dio la vuelta, las campanillas en su pelo tiltinearon ante el repentino movimiento—. Jamás seré la reina que tú quieres que sea. Voy a salir al mundo, voy a descubrirlo, y voy a encontrar a Selene.
— Nunca abandonarás los muros de Fjellriket, Aidna.
— No puedes prohibírmelo. —Apuntó la Fae, dándose media vuelta.
Solo que Shadi sí podía impedírselo.
— Si alguna vez abandonas los muros del palacio sin el consentimiento del consejo de otra forma que no sea para contraer matrimonio favorable al reino… —Shadi hizo una pausa, su gélida mirada se clavó en la de su hija—. Destruiré lo que más amas. Destruiré a la caballera de la Luna.
Aidna no se molestó en replicar. Pudo sentir la maldición de Shadi entrando en su cuerpo, y la impotencia que le ocasionó no poder luchar contra ella. Shadi la había moldeado a su imagen y semejanza, le había otorgado vida y su cuerpo era nieve, y en nieve se convertiría. Ese era su destino.
Y así, la joven princesa Aidna, heredera al trono de Fjellriket, llegó a caballo una gélida madrugada de Diciembre, condenada a esperar el resto de su vida entre los muros de palacio a un príncipe al que nunca amaría, comandando un reino y unas gentes que no eran las suyas.
Aidna estaba sola, y ahora se sentía más sola que nunca.
Los años pasaron lentamente; la princesa no envejecía, y la actual reina se dedicaba a criarla en las labores de palacio infructuosamente. Aidna no dejaba de aprender por falta de capacidad, sino porque se había jurado a sí misma destruir aquella jaula dorada desde dentro. Algún día sería la reina, y llevaría a su propia prisión a la ruina. Aquella era su venganza contra la diosa que le había maldito.
Todo ello cambió con la llegada de una bebé a las puertas del palacio. Fue Aidna la que la descubrió tras una de sus cacerías, bajo la lluvia, a punto de fallecer por el frío. Aidna la cuidó desde que era una bebé, ocupándose de que fuese instruida en todo aquello que ella misma hubiese deseado ser; una guerrera, una luchadora, fuerte e idealista, igual que recordaba a Selene.
Mientras tanto, Aidna seguía fingiendo ser incompetente para las labores reales. Detestaba la etiqueta y no hacía más que replicarle a la reina, descuidaba la tesorería; derrochaba dinero en lujosas fiestas y trajes y ordenaba al consejo aunténticas ridiculezas, como dedicarle el día sagrado a una cabra que se había encontrado en el monte y que ahora la acompañaba a todas partes.
El Consejo y la Reina, hartos de su actitud, decidieron finalmente prometerla con el príncipe de Sprinflur, en una ceremonia el último día del invierno, celebrando la final unión entre dos reinos. Desde ese día, el palacio se convirtió en un caos de odio y discusiones, puesto que Aidna odiaba la idea de tener que casarse y cumplir los designios de su madre. Su odio se incrementó, y sus ansias de venganza todavía más.
La única persona que le acompañaba era su hermana; su adorada hermana, que había crecido para convertirse en la Capitana Real de la Guardia de su Majestad la Princesa del Hielo Aidna. Edain se había convertido en una de las jóvenes más hermosas del reino, y también de las más fuertes e inteligentes. Aidna estaba orgullosa de ella, no sólo por sus logros, sino porque al menos había dejado algo bueno en el mundo, y había mantenido vivo el recuerdo de su Soldado de la Luna en aquella melena rubia.
En la actualidad, Aidna solo es amiga de los animales y de su hermana. No tiene vínculos muy fuertes con casi nadie de palacio, y apenas sale si no es para hacer alguna de sus maldades. Su relación con su madre es catastrófica y la reina no puede ni verla. Entre las gentes se la conoce como “La Princesa Volátil”, y muchos opinan que parece más una niña salvaje que la heredera al trono. Siempre va por ahí, impecable, campando a sus anchas, metiéndose en peleas innecesarias sin despeinarse y estafando a todo el viajero de Springflur que pisa sus tierras.
Dicen que en las noches de luna llena son las únicas noches en las que se ve a la princesa quieta; absolutamente inmóvil, sentada en la más alta torre del castillo, esperando.
¿Quién sabe a qué espera?