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El emperador, aquel que parece omnisciente, que todo ve, todo escucha y gobierna cada rincón de su vasto dominio; aquel que se alza por encima de todos los demás como una figura imponente e inquebrantable, ahora se encuentra cautivado, casi subyugado, por una mujer cuya audacia desafía toda lógica. Es increíble cómo desafía sin reservas su autoridad y cómo parece no temer la sombra del poder ni los riesgos que supone acercarse tanto a él.
Y lo peor —o quizás lo más fascinante— es su actitud. Esa sonrisa despreocupada que desarma cualquier defensa, los pequeños empujones que rompen cualquier formalidad, las mordidas juguetonas que él nunca habría permitido en otro tiempo, y su insaciable curiosidad por cada aspecto de lo que él hace o deja de hacer; toda ella resulta una paradoja que nunca logra descifrar.
Como si eso fuera insuficiente, aquella mujer tuvo incluso el descaro de obligarlo a abandonar la solemnidad de sus tradicionales atuendos para enfundarse en un traje elegante, solo con el objetivo de cumplir su capricho de asistir a una boda insignificante de una amiga. Él debería detestarla por esto, y quizá lo hace, pero hay algo más profundo. Le intriga el hecho de que ella actúe como si pudiera ejercer algún tipo de control sobre él, como si realmente creyera haber conquistado al emperador. Qué absurda ilusión. Qué ingenua.
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El emperador, aquel que parece omnisciente, que todo ve, todo escucha y gobierna cada rincón de su vasto dominio; aquel que se alza por encima de todos los demás como una figura imponente e inquebrantable, ahora se encuentra cautivado, casi subyugado, por una mujer cuya audacia desafía toda lógica. Es increíble cómo desafía sin reservas su autoridad y cómo parece no temer la sombra del poder ni los riesgos que supone acercarse tanto a él.
Y lo peor —o quizás lo más fascinante— es su actitud. Esa sonrisa despreocupada que desarma cualquier defensa, los pequeños empujones que rompen cualquier formalidad, las mordidas juguetonas que él nunca habría permitido en otro tiempo, y su insaciable curiosidad por cada aspecto de lo que él hace o deja de hacer; toda ella resulta una paradoja que nunca logra descifrar.
Como si eso fuera insuficiente, aquella mujer tuvo incluso el descaro de obligarlo a abandonar la solemnidad de sus tradicionales atuendos para enfundarse en un traje elegante, solo con el objetivo de cumplir su capricho de asistir a una boda insignificante de una amiga. Él debería detestarla por esto, y quizá lo hace, pero hay algo más profundo. Le intriga el hecho de que ella actúe como si pudiera ejercer algún tipo de control sobre él, como si realmente creyera haber conquistado al emperador. Qué absurda ilusión. Qué ingenua.