Los días se hacían lentos, insoportablemente lentos. Las horas seguían siendo eternas, minuto a minuto. Alargándose cada segundo como si no fuera a llegar el siguiente. Y aquel apartamento, a pesar de ser grande, amplio y luminoso, se le hacía asfixiante y cada vez más pequeño. Quizás esa fuera la razón por la que se pasaba la mayor parte de su tiempo libre en casa, sentada en un sillón en la azotea. A veces leía, estudiaba, otras veces probaba hechizos, a veces simplemente se sentaba allí a pensar, a observar la ciudad. Y se dio cuenta de que por más veces que la miraba, por más veces que hubiera recorrido esas calles, ya no las conocía. No se sentía parte de aquello. Necesitaba algo nuevo y no sabía cómo encontrarlo.

Por otro lado, se sentía muy sola. Irremediablemente sola. El amor de su vida la había vuelto a abandonar, otra vez, y ella había sido lo suficientemente tonta e ingenua como para volver a dejarle entrar en su vida. Lo suficientemente estúpida como para lamentar tanto su pérdida que terminó tomando una poción del olvido. Así que, pues si bien no recordaba haber sido abandonada por aquel hombre, sí comenzaba a darse cuenta de que algo había perdido y que de ello se derivaba la descorazonadora sensación de abandono que sentía desde hacía varios meses.

Su hermana llevaba meses desaparecida. Había vuelto a casa después de más de una década, sí. Pero no había vuelto por allí y tampoco había vuelto a ponerse en contacto con su hermana. Y Violet supo que algo iba mal con ella y que algo le había pasado. Y la sensación de que había vuelto a casa para, quizás, despedirse de ella atenazaba su corazón como una garra del acero más frío. No sabía dónde estaba, no sabía a quién pedir ayuda…

Erik. Su amigo. Ese que tan alocadas aventuras le había llevado a vivir, ese por el que había sangrado y que había sangrado por ella. Ese por el que había una tumba de más en su jardín. Ese que había pasado varias veces por su casa, alargando sus estancias entre los muros de la Mansión familiar de los Barrow para luego desaparecer por largas temporadas sin siquiera decir nada… Erik también había desaparecido. Lo último que Violet supo de él es que había intentado quitarse la vida y ella misma se lo impidió. Tampoco de él sabía nada.

¿El resto de sus amigos y conocidos? Muertos. Eso era todo lo que quedaba para la bruja: nada.
Así que, una mañana, tras salir de la ducha se miró en el espejo y se hizo una pregunta.

- ¿A esto quieres aspirar el resto de tu vida? ¿A levantarte, ir a trabajar, y volver a casa horas más tarde? Sin alicientes, sin aventura… sin misterio…-

Y entonces supo que eso era lo que quería. Aventura, misterio, peligro, tener la sensación de que su casa era un lugar seguro al que necesitaba volver y no simplemente un lugar donde pasar la noche. Quizás estaba loca, pero poco le importaba. Había descubierto qué era lo que quería. Había descubierto qué era lo que fallaba en su vida. Así que esa mañana llamó al despacho de su jefe y solicitó un traslado.

Un mes después, Violet Barrow entraba en su nuevo piso en el Upper East Side de Nueva York descargando su equipaje de mano. Las maletas vendrían más tarde. Paseó por el embaldosado de mármol blanco hasta el amplio ventanal que regalaba unas increíbles vistas de la Gran Manzana y dejó ir una insólita sonrisa. Una nacida de la sensación de que había muchas cosas que comenzaban a cambiar para ella…