El reloj colgado sobre la caja registradora avanzaba con una lentitud exasperante. Las agujas parecían burlarse de Carmina mientras ella apoyaba los codos en el mostrador, jugando distraídamente con un mechón de su cabello pelirrojo. La tienda de conveniencia estaba tan vacía como siempre en días festivos, y el suave zumbido del refrigerador de bebidas era el único sonido que le hacía compañía.
—¿Por qué tenía que aceptar cubrir el turno hoy...? —murmuró, echando un vistazo al teléfono en sus manos.
Su abuela, Lucia, había salido temprano para aprovechar las ofertas de San Valentín, dejando a Carmina a cargo del negocio. Pero no había entrado un solo cliente en toda la tarde. Se suponía que las tiendas hacían su agosto vendiendo chocolates y flores en este día, ¿no? Claro, excepto la de su familia.
Con un suspiro, desbloqueó el teléfono y abrió sus redes sociales. Lo primero que vio fue una foto de Bianca, su amiga de la secundaria, sonriendo junto a un enorme ramo de rosas rojas. “Para la mejor novia del mundo”, decía el pie de foto, seguido de un montón de emojis de corazón. Carmina frunció el ceño, deslizando hacia abajo.
Otra foto, esta vez de Alessia y su novio cenando en un restaurante elegante. Luego, un video de Giovanna abriendo una caja con un oso de peluche tan grande que apenas cabía en el marco. Siguió deslizando, viendo más y más parejas sonrientes, besos robados, manos entrelazadas, regalos brillantes...
Sintió una punzada en el pecho y dejó escapar un bufido frustrado.
—¿Qué tienen ellas que yo no...? —soltó en voz alta, su voz rebotando en las paredes silenciosas de la tienda—. ¡Digo, no es como si fuera horrible! ¿Verdad?
Giró el teléfono hacia la cámara frontal y se observó en la pantalla. Su melena roja caía en suaves ondas alrededor de su rostro, sus ojos verdes eran grandes y brillantes, y sus pecas le daban un toque juvenil. Frunció el ceño y ladeó la cabeza, tratando de ver lo que los demás veían.
—No soy fea... entonces... ¿cuál es el problema?
Cruzó los brazos, apoyándose contra el mostrador. Recordó las veces que había salido en citas, todas tan desastrosas que apenas podía contarlas sin que le diera vergüenza. El chico que se pasó toda la cena hablando de su ex. El que “olvidó” su billetera. El que simplemente nunca volvió a llamarla. Y, claro, aquel con quien realmente pensó que había una chispa... solo para descubrir que había vuelto con su novia de siempre.
—¿Por qué siempre me toca lo peor del lote...? —gruñó, apretando los labios—. ¿Será que no soy lo suficientemente interesante? ¿O demasiado directa?
Apoyó la frente en el mostrador, dejando escapar un suspiro que sonó más a un gemido. Se sintió tonta al recordar las pocas veces que, de verdad, había sentido algo genuino por alguien. Contadas ocasiones en las que su corazón latió más rápido, en las que pensó que tal vez, solo tal vez, las cosas funcionarían. Pero siempre terminaban de la misma manera: con la otra persona desapareciendo sin dejar rastro, como si ella fuera tan insignificante que ni siquiera merecía una despedida.
—¿Es mucho pedir un poco de estabilidad...? —murmuró, pateando el mostrador con suavidad—. ¿Alguien que no salga corriendo a la primera de cambios? ¿O que no resulte ser un completo idiota?
Levantó la vista hacia el reloj, que parecía haberse congelado en el tiempo. San Valentín era una estupidez.
—¿Por qué tienen que restregármelo en la cara...? —farfulló, lanzando una mirada amarga al teléfono antes de apagar la pantalla y tirarlo sobre el mostrador.
Se quedó en silencio, escuchando el zumbido del refrigerador y el eco de sus propios pensamientos. Se sentía pequeña, ridícula. Como si fuera la única en todo el mundo atrapada en una tienda vacía, sin chocolates, sin flores, y sin nadie que le dijera que era suficiente tal y como era.
—A lo mejor... —su voz se suavizó, casi un susurro—. A lo mejor simplemente no estoy hecha para esto...
Cerró los ojos, abrazándose a sí misma mientras el zumbido del refrigerador seguía llenando el vacío.
El reloj colgado sobre la caja registradora avanzaba con una lentitud exasperante. Las agujas parecían burlarse de Carmina mientras ella apoyaba los codos en el mostrador, jugando distraídamente con un mechón de su cabello pelirrojo. La tienda de conveniencia estaba tan vacía como siempre en días festivos, y el suave zumbido del refrigerador de bebidas era el único sonido que le hacía compañía.
—¿Por qué tenía que aceptar cubrir el turno hoy...? —murmuró, echando un vistazo al teléfono en sus manos.
Su abuela, Lucia, había salido temprano para aprovechar las ofertas de San Valentín, dejando a Carmina a cargo del negocio. Pero no había entrado un solo cliente en toda la tarde. Se suponía que las tiendas hacían su agosto vendiendo chocolates y flores en este día, ¿no? Claro, excepto la de su familia.
Con un suspiro, desbloqueó el teléfono y abrió sus redes sociales. Lo primero que vio fue una foto de Bianca, su amiga de la secundaria, sonriendo junto a un enorme ramo de rosas rojas. “Para la mejor novia del mundo”, decía el pie de foto, seguido de un montón de emojis de corazón. Carmina frunció el ceño, deslizando hacia abajo.
Otra foto, esta vez de Alessia y su novio cenando en un restaurante elegante. Luego, un video de Giovanna abriendo una caja con un oso de peluche tan grande que apenas cabía en el marco. Siguió deslizando, viendo más y más parejas sonrientes, besos robados, manos entrelazadas, regalos brillantes...
Sintió una punzada en el pecho y dejó escapar un bufido frustrado.
—¿Qué tienen ellas que yo no...? —soltó en voz alta, su voz rebotando en las paredes silenciosas de la tienda—. ¡Digo, no es como si fuera horrible! ¿Verdad?
Giró el teléfono hacia la cámara frontal y se observó en la pantalla. Su melena roja caía en suaves ondas alrededor de su rostro, sus ojos verdes eran grandes y brillantes, y sus pecas le daban un toque juvenil. Frunció el ceño y ladeó la cabeza, tratando de ver lo que los demás veían.
—No soy fea... entonces... ¿cuál es el problema?
Cruzó los brazos, apoyándose contra el mostrador. Recordó las veces que había salido en citas, todas tan desastrosas que apenas podía contarlas sin que le diera vergüenza. El chico que se pasó toda la cena hablando de su ex. El que “olvidó” su billetera. El que simplemente nunca volvió a llamarla. Y, claro, aquel con quien realmente pensó que había una chispa... solo para descubrir que había vuelto con su novia de siempre.
—¿Por qué siempre me toca lo peor del lote...? —gruñó, apretando los labios—. ¿Será que no soy lo suficientemente interesante? ¿O demasiado directa?
Apoyó la frente en el mostrador, dejando escapar un suspiro que sonó más a un gemido. Se sintió tonta al recordar las pocas veces que, de verdad, había sentido algo genuino por alguien. Contadas ocasiones en las que su corazón latió más rápido, en las que pensó que tal vez, solo tal vez, las cosas funcionarían. Pero siempre terminaban de la misma manera: con la otra persona desapareciendo sin dejar rastro, como si ella fuera tan insignificante que ni siquiera merecía una despedida.
—¿Es mucho pedir un poco de estabilidad...? —murmuró, pateando el mostrador con suavidad—. ¿Alguien que no salga corriendo a la primera de cambios? ¿O que no resulte ser un completo idiota?
Levantó la vista hacia el reloj, que parecía haberse congelado en el tiempo. San Valentín era una estupidez.
—¿Por qué tienen que restregármelo en la cara...? —farfulló, lanzando una mirada amarga al teléfono antes de apagar la pantalla y tirarlo sobre el mostrador.
Se quedó en silencio, escuchando el zumbido del refrigerador y el eco de sus propios pensamientos. Se sentía pequeña, ridícula. Como si fuera la única en todo el mundo atrapada en una tienda vacía, sin chocolates, sin flores, y sin nadie que le dijera que era suficiente tal y como era.
—A lo mejor... —su voz se suavizó, casi un susurro—. A lo mejor simplemente no estoy hecha para esto...
Cerró los ojos, abrazándose a sí misma mientras el zumbido del refrigerador seguía llenando el vacío.