El salón del consejo estaba sellado contra la noche, pero no contra el frío. El invierno se filtraba igual, por las grietas de la piedra y por los silencios demasiado largos. Las antorchas ardían bajas, como si también ellas dudaran. Sobre la mesa de roble oscuro yacían los mapas del norte, arrugados, corregidos tantas veces que los ríos parecían serpientes cansadas de cambiar de cauce.
—Decidlo de una vez —gruñó Harlon Veyric, apoyando ambos puños sobre la mesa—. Cada uno de ustedes lo está pensando, y el silencio no nos ha ganado ni una sola batalla.
—Siempre tan directo, Harlon —respondió Marlyn Corbray, con una media sonrisa que no llegó a los ojos—. Algunos preferimos medir las palabras antes de arrojarlas como hachas.
—Las hachas al menos cortan —replicó Harlon—. Las palabras mal medidas solo retrasan la sangría.
Lady Ysmera Talwick dejó la copa sin tocar y alzó la vista. —No os devoréis entre vosotros. No es por eso que estamos aquí. —Miró a Marlyn primero, luego a Harlon—. Decidme, Lord Corbray, ¿aún creéis que esta guerra puede ganarse sin quebrarnos?
Marlyn se acomodó el cuello del jubón, gesto aprendido en otras salas, ante otros peligros. —Creo que aún podemos salir de ella con algo parecido a dignidad, mi Lady. Pero no si hablamos ya de retirada.
—Dignidad —repitió Ser Jorek Lannivel, inclinándose hacia adelante—. Es curioso cómo esa palabra pesa menos cuando no es uno quien entierra a los suyos. Con vuestro permiso, Lady Ysmera… Marlyn… —asintió a ambos—, he visto los campos del oeste. Lo que llamamos avance allí es apenas una excusa para seguir perdiendo hombres.
—Hablas como si Clegor fuera invencible, Ser Jorek —dijo Marlyn, algo más seco.
—Hablo como quien ha aprendido a contar —respondió Jorek—. Y los números ya no mienten para nosotros, Marlyn Corbray.
Desde el fondo de la mesa, una voz fina, casi académica, se alzó. —Si me permitís —dijo Edrin Mallor, deslizando un pergamino hacia el centro—, las rutas de suministro están comprometidas en tres frentes. No por grandes batallas, sino por golpes precisos. Demasiado precisos.
Harlon clavó los ojos en él. —Eso no es estilo de guerra abierta.
—No —admitió Edrin—. Es estilo de alguien que no necesita banderas.
Un murmullo inquieto recorrió el salón. Lady Ysmera cruzó las manos. —Hablad con claridad, Lord Mallor.
Edrin dudó un instante. —Con claridad, entonces. Nuestros exploradores informan de escaramuzas donde no queda rastro del enemigo. Campamentos que amanecen vacíos. Oficiales que desaparecen sin combate. Clegor dirige el invierno como una estación, no como un ejército.
—Siempre tan dado a la metáfora —ironizó Marlyn—. El Invierno es un hombre, no un mito.
—¿Estáis seguro? —preguntó Harlon—. Porque empieza a parecerse demasiado a ambos.
Ser Jorek rió sin humor. —Decid lo que queráis del Invierno. Yo he visto a sus hombres retroceder sin pánico y avanzar sin furia. Eso es disciplina… o miedo bien enseñado.
Lady Ysmera inclinó la cabeza. —O confianza. —Luego miró a Harlon—. Dijiste antes que había algo que nadie quería nombrar. ¿Seguís pensando lo mismo?
Harlon respiró hondo. —Sí. Y no me gusta más decirlo ahora que antes. —Se volvió hacia Marlyn—. Decidme, Corbray, ¿habéis oído la canción?
Marlyn frunció el ceño. —¿Qué canción?
—No os hagáis el sordo —intervino Edrin—. El gran salón de los Revenmar. La cantan los mercaderes cuando creen que nadie escucha.
Ser Jorek negó con la cabeza. —Baladas y supersticiones.
—Así empezaron todas las historias que lamentamos —replicó Lady Ysmera con suavidad—. ¿Qué dicen de ella, Harlon?
—Que habla de casas que se creyeron eternas —respondió—. Y de un final que llegó sin anunciarse. —Hizo una pausa—. Y que ese final tiene nombre.
El silencio se volvió espeso. Marlyn fue el primero en romperlo. —No vais a traer ese susurro a esta mesa.
—Ya está aquí —dijo Edrin—. Lleva semanas sentándose con nosotros.
Lady Ysmera cerró los ojos apenas un instante. —Decidlo, entonces.
Harlon lo hizo, sin elevar la voz. —Lo llaman El Ocaso.
Ser Jorek abrió la boca para protestar, pero ninguna palabra salió. Marlyn apartó la mirada. —No hay pruebas.
—Tampoco las hubo para los Revenmar —dijo Edrin—. Y sin embargo, su salón quedó en silencio.
—Basta —ordenó Lady Ysmera—. No estamos aquí para decidir si creemos en canciones. Estamos aquí para decidir si seguimos empujando una guerra que ya no controlamos. —Miró a cada uno—. Harlon, ¿qué propones?
—Salir —respondió él—. No hoy, no mañana, pero con intención clara. Negociar desde la razón, no desde la derrota. Hacer que parezca elección.
—¿Y Clegor aceptará? —preguntó Marlyn
—Clegor acepta lo inevitable —dijo Ser Jorek—. Y ahora mismo, lo inevitable es que esta guerra nos está costando más de lo que podemos pagar.
Edrin asintió. —Podemos vestir la retirada como prudencia. Como estabilidad del reino. Los cronistas sabrán qué palabras usar.
El viento golpeó los muros en ese momento, como si el invierno mismo hubiera oído su nombre. El silencio que siguió no fue incómodo. Fue calculado. El tipo de pausa que se toma cuando todos saben que la decisión ya empezó a formarse, pero nadie quiere ser el primero en darle nombre.
—Estirar la guerra es posible —dijo Harlon al fin, sin volver a sentarse—. No ganarla. No cerrarla. Solo… alargarla lo suficiente.
Marlyn levantó la vista despacio. —¿Lo suficiente para qué?
—Para que no parezca una huida —respondió—. Para que nuestros aliados tengan tiempo de acostumbrarse a la idea de que esto nunca fue una cruzada, sino una corrección fallida.
Ser Jorek resopló. —O lo suficiente para que el invierno haga el trabajo por nosotros.
—El invierno ya está trabajando —dijo Edrin, con suavidad—. Solo que no siempre para el mismo señor.
Lady Ysmera giró la copa entre los dedos, sin beber. —Clegor no nos habría llevado tan lejos por ambición propia. No es su manera.
Marlyn ladeó la cabeza. —¿Ahora pretendemos entender su moral?
—Pretendemos entender su motivo —corrigió ella—. Y no es el mismo. —Alzó la mirada—. Él no nos declaró la guerra. La aceptó.
Harlon dejó escapar una breve risa seca. —Aceptó una orden que venía con sello real.
—Y con prisa —añadió Jorek—. Demasiada prisa para alguien que dice temer al norte.
—El Rey quería un final rápido —dijo Edrin—. Clegor recibió una guerra larga.
Marlyn apoyó los dedos sobre el mapa. —Entonces combatimos a un hombre que cumple órdenes, no a un conquistador.
—Combatimos a alguien que sabe esperar —dijo Lady Ysmera—. Y eso lo hace más peligroso que un ambicioso.
Harlon asintió. —Si estiramos la guerra, será con cuidado. Pequeños retrocesos. Negociaciones que no llevan a nada. Batallas que se ganan… pero no se persiguen.
—Como si alguien nos enseñara dónde detenernos —murmuró Jorek.
Marlyn lo miró de reojo. —Cuidado con ese tipo de frases.
—No he dicho nada —respondió Jorek—. Solo que hay ejércitos que saben cuándo avanzar… y cuándo desaparecer.
El fuego volvió a crujir. Afuera, el viento golpeó una contraventana suelta.
—Las canciones también cambian cuando las guerras se alargan —dijo Edrin, casi distraído—. Al principio hablan de gloria. Luego… de advertencias.
Lady Ysmera cerró los ojos un instante. —No necesitamos más canciones.
—No —admitió Harlon—. Pero conviene escuchar cuándo dejan de cantarse.
Marlyn guardó silencio más de lo habitual. Cuando habló, lo hizo sin dureza. —Si estiramos esto, debemos asegurarnos de que el Rey cargue con la impaciencia. Que parezca su guerra… no la nuestra.
—Eso puede hacerse —dijo Edrin—. Los mensajeros saben qué omitir.
Jorek miró la puerta, luego volvió al mapa. —Y si mientras tanto… alguien decide acortar el camino.
Nadie preguntó quién.
Lady Ysmera se incorporó lentamente. —Entonces acordamos esto: no habrá ofensiva final. No aún. Dejaremos que el tiempo haga ruido por nosotros.
—El tiempo siempre hace ruido —dijo Harlon—. La cuestión es quién aprende a escucharlo.
Lady Ysmera no habló de inmediato. Dejó que el silencio se acomodara a su alrededor, como si lo hubiera convocado a propósito. Cuando al fin se irguió, no lo hizo con prisa ni con gesto solemne; fue un movimiento medido, casi doméstico, como quien decide cambiar el rumbo de una conversación en lugar de un reino.
—Aguantar un poco más no es rendirse —dijo—. Es elegir el terreno donde se deja de sangrar.
Harlon la observó con atención. —Clegor no es hombre de mesas largas ni palabras suaves.
—No —concedió ella—. Pero sí es hombre de razones claras. Y esta guerra no nació de una de ellas.
Marlyn ladeó la cabeza. —¿Insinuáis que aceptará negociar después de tantos muertos?
—Insinúo que nunca quiso tantos —respondió Lady Ysmera—. El encargo no fue suyo. El apuro tampoco.
Ser Jorek apoyó lentamente la mano sobre la mesa. —Si habláis de enviarlo de vuelta al norte con algo que pueda llamar cumplimiento…
—Hablo de darle una salida que no huela a derrota —dijo ella—. Ni para él ni para nosotros.
Edrin levantó la vista de sus pergaminos. —El Rey no verá eso con buenos ojos.
—El Rey verá lo que le convenga ver —replicó Ysmera—. Y nosotros escribiremos el resto con paciencia. Un armisticio parcial. Fronteras “revisadas”. Promesas que se renuevan cada estación.
Marlyn frunció el ceño. —¿Y Clegor aceptará palabras donde esperaba un final?
—Aceptará no cargar con una guerra que no le pertenece —respondió ella—. Aceptará volver al norte sin tener que explicar por qué siguió empujando cuando el invierno ya había hablado.
Harlon exhaló despacio. —Eso requiere tiempo. Y control.
—Por eso debemos aguantar —dijo Lady Ysmera—. No avanzar. No retroceder demasiado. Mantener la guerra viva… pero cansada.
Ser Jorek esbozó una mueca. —Las guerras cansadas hacen cosas extrañas.
—Las guerras cansadas escuchan —respondió ella—. Y Clegor sabe escuchar.
Edrin dudó. —¿Y si no somos los únicos que hablan en ese silencio?
Lady Ysmera no respondió al instante. Se limitó a mirar el fuego, como si buscara algo en la forma en que las llamas se encogían.
—Entonces más vale que nuestras palabras lleguen antes —dijo al fin—. Hay silencios que otros aprovechan mejor que nosotros.
Marlyn cruzó los brazos. —Si fracasamos, quedaremos como cobardes.
—Si fracasamos —replicó ella—, quedaremos vivos para intentarlo de nuevo. La historia suele ser generosa con quienes sobreviven.
Harlon asintió, lento. —Negociar sin que parezca súplica. Retirarnos sin llamar retirada a lo que hacemos.
—Exacto —dijo Lady Ysmera—. Que parezca elección. Que parezca orden. Que parezca… inevitable.
Nadie preguntó qué ocurriría si Clegor no aceptaba. Nadie necesitó hacerlo. Afuera, el viento volvió a golpear los muros, y por un instante todos pensaron lo mismo: que algunas decisiones, una vez pronunciadas, empiezan a andar solas… y no siempre esperan a que uno las alcance.
El fuego había bajado otro poco cuando la conversación empezó a agotarse. No porque se hubiera dicho todo, sino porque ya nadie quería decir más. Las palabras útiles habían sido usadas; las demás podían esperar.
—Entonces será así —dijo Harlon, con la voz más cansada que firme—. Aguantamos. Sin empujar, sin romper. Dejamos que la guerra se consuma a sí misma.
Marlyn asintió, aunque sin convicción plena. —Y preparamos el terreno para hablar, no para vencer. —Miró a Lady Ysmera—. Si vais a hacerlo, hacedlo pronto. Los hombres confunden la paciencia con debilidad.
—Que confundan lo que quieran —respondió ella—. Los reinos rara vez entienden cómo se salvan.
Ser Jorek recogió su capa del respaldo de la silla. —Daré orden de mantener las líneas. Ningún avance innecesario. Ninguna persecución gloriosa. —Hizo una pausa—. A veces, no seguir al enemigo es la victoria más difícil.
Edrin empezó a juntar sus pergaminos con cuidado, como si cada uno pesara más de lo que parecía. —Los mensajeros partirán al amanecer. Dirán lo justo. Callarán lo importante.
Lady Ysmera se puso en pie. —Que nadie cante esta decisión —dijo—. Que parezca rutina. Que parezca cansancio. Las mejores treguas nacen cuando nadie admite haberlas buscado.
Harlon miró una última vez los mapas. —¿Y si alguien decide alterar ese equilibrio?
Ella sostuvo su mirada un segundo de más. —Entonces sabremos que el equilibrio nunca fue nuestro.
Nadie respondió. Uno a uno, fueron alejándose de la mesa. Las sillas crujieron al retroceder, las capas rozaron la piedra, las antorchas quedaron solas con sus dudas.
Cuando la puerta del salón se cerró tras el último de ellos, el fuego siguió ardiendo un rato más. Luego, también él comenzó a apagarse, como si hubiera escuchado suficiente por esa noche.