[Villa Oculta de la Hoja. Un año después del incidente del Zorro de Nueve Colas.]
El Tercer Maestro Hokage, Hiruzen Sarutobi, contemplaba con hastío y asombro la pila de papeles que tenía delante de él; inhaló una bocanada de su pipa, dejando salir el denso humo del tabaco por la nariz. Casi se podría considerar que le costaba dar crédito de que todos y cada uno de esos informes decía exactamente lo mismo, con las mismas palabras, pero firmado por personas diferentes. Y en todos figuraba el mismo nombre: Himiko Amatsuhikone. La cría que durante un tiempo habían acogido los Uchiha.
Sarutobi se levantó, deteniéndose frente a la ventana; ¿cómo habían llegado a esto? El Cuarto ya había corroborado que aquella niña no suponía amenaza alguna para la villa ni para su gente. Pese a que había demostrado sus habilidades, su inteligencia, la habían tenido estrictamente vigilada sin permitir que se graduase en la Academia Ninja hasta haber pasado todos y cada uno de los cursos. Ahora que tenía que ser asignada a un grupo y un maestro, ninguno la aceptaba. No había dado señales de agresividad, tanto su familia de acogida como sus profesores coincidían en que era una muchacha tranquila, hábil e inteligente que siempre parecía inalterable. ¿Qué había cambiado entonces?
Sarutobi entendió por fin la situación cuando llegaron a sus oídos las inquietudes del clan Uchiha. Si bien eran herméticos y no habían osado hasta el momento cuestionar la decisión del Hokage ni del líder de su clan, ahora se mostraban territoriales, posesivos. La niña no era Uchiha y no tenía derecho a conocer sus secretos, secretos que por otra parte jamás le habían sido revelados.
Visitó a Fugaku y Mikoto a la mañana siguiente, para sorpresa de todos.
—Himiko-chan, llévate a Itachi y a Sasuke a jugar fuera, por favor.—sonrió Mikoto, despachando con cierto afecto a la niña que había criado.
Sarutobi se tomó la libertad de servir el té que la señora de la casa había dispuesto sobre la mesa baja del salón. Mikoto tomó asiento junto a su marido, cuya tosca expresión se mantenía inalterable.
—Viene a por Himiko, ¿verdad?—Fugaku inició tan dura conversación sin andarse con rodeos.
—Hay que pensar en lo que es, ahora mismo, mejor para ella.—Sarutobi procedió a cargar su pipa con unas pizcas de tabaco seco.—Eres lo más parecido a un padre que conoce. Sabes que se hace mayor y que ningún maestro quiere tutelarla.
—Pues asígnele un empleo, de aprendiz aunque sea.—Mikoto intervino mostrando la tristeza de su voz.—Fugaku, es una niña...
—El clan no la quiere aquí, Mikoto.—la mirada de Fugaku fue terriblemente afilada.—No sé cuánto tiempo más podremos protegerla sin que se derrame la sangre de nuestra familia.
—¿Y qué sugieres? ¿Que la abandonemos sin más después de tantos años? Es casi nuestra hija, Fugaku...
Sarutobi encendió su pipa con una cerilla, mirando al matrimonio en absoluto silencio. Entonces, decidió hablar.
—Sé de un lugar en el que vivirá bien y a salvo.—repuso el Tercer Hokage.—Ya he pedido ayuda a los samurái de Mifune. Es territorio neutral. Allí la acogerán y cuidarán de ella.
La tristeza se apoderó de los ojos de Mikoto; Fugaku bajó la cabeza, con los hombros caídos y los brazos cruzados sobre el pecho. Ninguno de los tres adultos se había percatado de que Himiko lo había escuchado absolutamente todo. Su reacción, lejos de ser desmedida como cabría esperar de un niño, fue calmada; se adentró en el hogar familiar y se postró tanto ante sus padres adoptivos como ante el Tercer Hokage.
—Fugaku-sama, Mikoto-san.—dijo, aunque en su voz infantil se apreciaba la absoluta desolación.—Os estoy muy agradecida por todo lo que habéis hecho por mí. He conocido la felicidad y el afecto y eso no lo olvidaré jamás. Pero no comparto vuestra sangre y entiendo el recelo de vuestra gente. No quiero causar mal ni daño alguno... me iré con los samurái.
El corazón de Mikoto dio un vuelco exagerado mientras Sarutobi observaba atónito a la niña.
—Esto facilita las cosas.—sentenció, poniéndose en pie.—Recoge tus pertenencias, Himiko. Nos vamos mañana.
[Palacio de Hierro, interior. Centro de la Ciudad de Hierro, capital del País del Hierro. Algunos días después.]
El Shōgun Mifune recibió al Hokage Sarutobi y a su comitiva con sorpresa y recelo. La reunión, aunque breve, sin embargo fue determinante. La despedida, escueta, cargada de muestras de falso respeto. La brillante armadura de Mifune asustaba a Himiko más que el gris que constantemente teñía el cielo. Tenía preguntas, muchas preguntas, que se quedaban sin respuesta. El propio shōgun tomó a la niña de la mano, evitando mirarla, para conducirla a través de las heladas calles que conformaban la ciudad.
—No hay sitio para ti entre los samurái.—fue todo cuanto dijo. Porque Himiko ignoraba que las mujeres del País del Hierro no tenían más opción que la de ocuparse de su casa, las granjas o el ocio, que no eran guerreras.
Hacia el sur se ubicaba la zona hanamachi de la ciudad, el lugar destinado a las casas de geishas y maikos, lejos de la presencia de los hombres y de "los asuntos de los hombres", donde Mifune creía que podría vivir a salvo.
Pero no era sino el inicio de un camino de pesadilla. Casi ninguna okiya quería aceptarla; en cuanto oían que venía de la Nación del Fuego, cerraban sus puertas a cal y canto. La okiya que aceptó educarla, sin embargo, gozaba de la más horripilante de las reputaciones, estaba desesperada. El dinero se acababa, las geishas se marchaban, las criadas se casaban con cualquiera con tal de salir del lugar. El precio que le exigió a Mifune, fue excesivo. La deuda contraída, exagerada.
Aquella noche, Himiko lloró en la soledad de su destartalado camastro, jurándose a sí misma que haría cuanto fuera por no olvidar su pasado y forjar su futuro. Aunque eso significase aguantar el frío de la nieve y el calor de la sangre en su espalda.
El huevo de la grulla se incubaba en la nieve y un día eclosionaría dando paso a un nuevo renacer.