🕊️ Ficha de Personaje: Damián Leandri
Nombre completo: Damián Leandri
Edad: 17 años
Aroma característico: Vainilla con un delicado toque de flor de lavanda
Dinámica: Omega
Personalidad:
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Amable
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Atento
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Educado
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Fiel
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Callado
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Alegre
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Tímido
🌼 Gustos:
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Leer historias de otros mundos donde la libertad no es un lujo
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Bailar cuando nadie lo ve, dejándose llevar por la música
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Las flores, especialmente las silvestres que crecen fuera del jardín
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Los animales, con quienes se siente más comprendido que con la nobleza
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La comida salada, su placer culpable
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Pasear por los jardines para sentir el viento en su rostro
🌫️ Disgustos:
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Las mentiras y los engaños, pues en su mundo la verdad siempre se esconde tras una máscara
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Los días nublados que opacan su ánimo
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El sabor a coco, que le resulta extraño y artificial
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Sentirse encerrado o limitado por su linaje
''SU HISTORIA''
Desde el día en que nació, Damián Leandri fue considerado especial.
No sólo por llevar uno de los apellidos más ilustres del reino, sino por su frágil estado de salud. Era un niño menudo, de piel pálida como porcelana y ojos grandes, brillantes, siempre cargados de una curiosa tristeza. Su aroma, desde pequeño, era dulce y tranquilizante: vainilla y flor de lavanda, como un suspiro que calmaba incluso a los adultos más tensos.
Los médicos del palacio recomendaron cuidados extremos. No debía exponerse al frío, a cambios bruscos de temperatura ni a ambientes con mucha gente. Eso lo convirtió en un pequeño prisionero de su propia casa: un palacio dorado, rodeado de jardines que podía ver desde las ventanas, pero no siempre recorrer.
A pesar de su salud delicada, Damián era un niño alegre, aunque silencioso. Su mundo estaba hecho de libros, cuadernos llenos de palabras y dibujos de flores. Adoraba los animales que a veces se colaban por los patios —un gato gris, un par de aves curiosas— y pasaba las tardes observando los rayos del sol filtrarse por los vitrales del invernadero. Allí, entre las plantas exóticas y los perfumes naturales, encontraba paz.
A los 10 años descubrió la danza. No le enseñaron formalmente; simplemente la sintió. Cuando la música sonaba durante alguna cena noble, él se escapaba al pasillo más alejado, se quitaba los zapatos y giraba con cuidado para no agitar su pecho enfermo. En esos momentos, sentía que su cuerpo le pertenecía. Que su vida era suya, aunque fuera solo por unos minutos.
Los años pasaron, y con ellos creció también su descontento.
A los 13, empezó a rechazar ciertas tradiciones familiares. Detestaba los títulos que otros pronunciaban con reverencia. No soportaba los discursos vacíos ni las sonrisas falsas en las reuniones diplomáticas. Pero lo que más le dolía era la mentira constante en la que vivían: un mundo lleno de adornos y falsedades, donde su voz apenas era escuchada.
A los 15, ya entendía lo que significaba ser Omega en un entorno rígido como el suyo. Le enseñaron a ser dócil, discreto, perfecto. Pero en su interior empezaba a crecer una flor distinta: la de la rebeldía callada. Nunca alzaba la voz, pero su mirada firme comenzaba a inquietar a los adultos. A veces desaparecía por horas, escondido en algún rincón del palacio con un libro de poesía o simplemente observando las nubes.
Sin embargo, su cuerpo no siempre le acompañaba.
Las fiebres llegaban sin previo aviso. Su respiración se volvía pesada durante las noches húmedas. Los días nublados lo deprimían más allá de lo físico; lo ahogaban. Y cuando probaba por error algo con sabor a coco —ese sabor tan artificial—, terminaba vomitando con disgusto. Su sensibilidad era más que emocional; era profundamente corporal.
A los 17 años, Damián ya no era un niño, pero tampoco un joven libre.
Sabía esconder su tristeza con una sonrisa amable. Se mostraba educado, atento, incluso alegre frente a los demás, pero en la soledad del jardín era donde realmente existía. Allí, caminando entre lirios, lavandas y jazmines, podía hablar con los pájaros y las mariposas, confiar sus secretos al viento.
Anhelaba una vida diferente.
Una donde pudiera caminar por las calles como cualquier otro. Donde pudiera amar a quien quisiera sin tener que pensarlo dos veces. Donde su fragilidad no fuera motivo de encierro, sino parte de su fuerza. Donde pudiera bailar sin permiso, reír sin culpa y llorar sin tener que esconderse.
A veces, cuando el palacio dormía, abría en silencio una de las puertas del jardín trasero y salía descalzo, aunque fuera por unos minutos. Miraba al cielo estrellado y pensaba que, si alguna vez escapaba de ese mundo que le fue impuesto, lo haría volando como un ave libre, no como la criatura decorativa que tantos creían que era.
Porque Damián Leandri era más que un cuerpo frágil y un apellido noble.
Era un corazón fuerte en una jaula de cristal.
Y aunque su salud fuera incierta, su espíritu ya había comenzado a batir las alas.