❝ No puedes cambiar lo que eres, pero puedes aprender a velarlo. ❞
El Inframundo tenía un aire extraño aquella noche. Melinoë, como solía hacerlo, caminaba sin velo, pues nunca había sentido la necesidad de ocultarse. Sus cabellos bicolores flotaban en la penumbra, y su piel parecía fundirse con las sombras. Hasta ese día, las almas habían susurrado a su paso, algunas inquietas, otras reverentes… pero ninguna había enloquecido, no hasta ese día que marcaria la existencia de Melinoë para siempre.
Cuando los espectros la vieron de frente, el caos comenzó. Primero fue un murmullo luego, un gemido. En cuestión de segundos, los espectros comenzaron a convulsionar, a reír con carcajadas vacías, a gritar palabras que no tenían sentido. Algunos se arrancaban el cabello, otros se golpeaban contra las rocas como si quisieran arrancarse las visiones que ella misma había provocado sin proponérselo, un par imploraba clemencia a los dioses, sin darse cuenta de que ella misma era la causa de su ruina. Solo bastaba verla, o escuchar el leve eco de su voz, para que sus mentes se quebraran como vidrio bajo un martillo.
Melinoë retrocedió, aterrada. Completamente confundía por lo que sucedía en sus 193 años no había visto o leído de algo semejante. El silencio del Inframundo siempre había sido frágil, pero esa noche se quebró como un cristal bajo los pies de la joven princesa, aquello era como si ella estuviera haciéndole a las almas justo lo que ella sentía al oír los gritos y lamentos en su mente. Era como si hubiera compartido su propia locura y ahora no sentía nada.
—¿Qué… qué les hice? No… no quiero… —murmuraba, intentando cubrir su rostro con las manos, inútilmente, pero la realidad era innegable: con solo mostrarse, con solo dejar que su voz se deslizara en el aire, había hecho estallar sus mentes quebradizas. La locura no era una herramienta que podía apartar de sí era parte de ella. Temblaba en un estasis que trataba de contener, ella no hacia eso por diversión, no lo hizo apropósito y al parecer su cuerpo lo estaba disfrutando, la paz que esto le brindaba.
Y en medio de ese caos, apareció Perséfone. Su madre caminaba con la gracia de la reina que siempre ha reinado en las tinieblas; las almas se doblegaron en su presencia, aunque sus gritos todavía resonaban en la penumbra. La mirada de Perséfone no fue de enojo, sino de reconocimiento: sabía que ese momento llegaría.
—Pequeña mía… —su voz fue suave, pero firme, como un río que arrastra todo a su cauce—. Este poder siempre ha estado en ti. Hoy, simplemente, se ha manifestado.
Su madre la había seguido desde que salió del palacio a vagar por el inframundo, buscando la paz que su falta de sueño le robaba, sin embargo ese día la había encontrado de la manera menos pensada por ella. Su madre había sido testigo de aquello.
—Tu rostro es un espejo de lo que los mortales temen ver en sí mismos. Tu voz es el eco de aquello que no saben cómo callar. No puedes cambiar lo que eres, pero puedes aprender a velarlo.
Entonces Perséfone extendió las manos y comenzó a tejer allí mismo, delante de Melinoë. Con hilos arrancados de la luz más tenue de la luna del mundo de los vivos, mezclados con agua del Lete para suavizar las memorias, y pequeñas flores de lavanda de los campos elíseos para apaciguar los sentidos. El resultado fue un velo translúcido, perfumado y casi líquido en su textura.
Perséfone lo colocó con delicadeza sobre el rostro de su hija.
—Con este velo, las almas podrán verte sin romperse. Escucharte sin perderse. No es para ocultar quién eres, sino para protegerlos… y para protegerte a ti de la culpa.
El murmullo frenético de los muertos se calmó de inmediato. Donde antes había locura, ahora reinaba un silencio reverente. Melinoë tocó el tejido, conmovida, sintiendo cómo aquel peso se aligeraba por primera vez
Esa noche, con el velo sobre su rostro, aprendió que su poder no podía ser negado, pero sí contenido. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, comprendió también algo más: el velo no borraba lo que era. Bajo esa tela, ella siempre guardaría la semilla de la locura, lista para florecer cuando la dejara libre.