Una mirada al alma del hijo del Inframundo

 

En los bordes difusos del Inframundo, donde la oscuridad no solo es una ausencia de luz, sino una sustancia que se respira, se arrastra y se siente en la médula de los huesos, habita una figura que ha aprendido a moverse entre sombras sin dejar de buscar la luz. Su nombre, solo mencionado una vez, es conocido por muchos como príncipe de los muertos, hijo de la primavera y del ocaso eterno. Sin embargo, detrás del título y la herencia, hay un alma en conflicto constante. Un guerrero que corre, sí… pero no por cobardía.

Correr, para él, ha sido una forma de rebelión, de búsqueda, de resistencia. Desde que alzó su primera arma, ha desafiado no solo los muros del Tártaro y las puertas selladas del Inframundo, sino también los límites impuestos por su propio linaje. Ha empuñado lanzas, arcos, escudos y palabras. Ha muerto mil veces y ha despertado otras mil, con las manos manchadas de sangre y el corazón pesando como plomo. Cada resurrección lo empujaba a intentarlo de nuevo, no porque no pudiera quedarse... sino porque no había encontrado todavía una razón para detenerse.

Muchos han creído que lo suyo es una huida perpetua. Pero no conocen sus motivos. No conocen el sonido de su respiración al romper el silencio de la Cámara de los Lamentos, ni el temblor de sus manos al cerrar los ojos en los Campos de Eliseos, rodeado de almas virtuosas a las que no se siente digno de pertenecer.

“No corro por miedo. Corro porque estoy buscando algo que me pertenece y que aún no sé nombrar. Corro porque hay verdades que solo se revelan cuando la tierra tiembla bajo tus pies, cuando cada músculo grita que te detengas y tú, terco, sigues avanzando.

Las cicatrices que lleva no son solo físicas. Se han formado en los duelos silenciosos con su padre, en los silencios helados de Perséfone, en las miradas de sus hermanas —una consumida por la locura que lucha por mantenerse entera, la otra apenas una chispa nueva aún por crecer. Se formaron también en los recuerdos que lo visitan en sueños: la risa de Megara antes del desgaste, la lanza Varatha rompiendo el aire del entrenamiento, la voz burlona de Hermes proponiendo retos absurdos y dulces. El vino dorado que una vez ofreció como burla al Olimpo ardió tanto como las llamas del Tártaro.

Hoy, se prepara para el trono, sin escapar de él. No lo desea por ambición, sino por deber. Sabe que el Inframundo necesita algo más que reglas. Necesita presencia. Necesita a alguien que lo comprenda desde adentro. No alguien que lo domine, sino que lo respire. Y él, por mucho que corra, siempre ha respirado este mundo con cada parte de su ser.

Dicen que algún día tomaré el trono... pero no seré un reflejo de mi padre. No necesito un cetro para hacer que este reino me respete. Si tengo que ser fuego, lo seré. Si tengo que ser sombra, también. Pero jamás me perderé en ninguno.”

Cuando Temis le preguntó quién era, no respondió con títulos. Respondió con convicción: él no es una figura en mármol, ni un dios que alza la voz para imponer destino. Es alguien que se ha desarmado y reconstruido con cada muerte, con cada vínculo, con cada promesa hecha a su hermana en la Cámara Intermedia o a su madre en los Jardines del Silencio.

Él no huye.

Zagreus corre porque el movimiento es su forma de luchar, de pensar, de curar. Correr ha sido su plegaria, su protesta, su lenguaje secreto. Y cuando finalmente se detenga, no será por agotamiento. Será porque ha encontrado lo que estaba buscando desde el principio: un lugar al que pertenecer. Y si no lo encuentra, lo construirá.

Porque correr no siempre significa escapar.

A veces, correr es otra forma de quedarse.