Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó:
—Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición.
Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud.
—Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor.
Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua.
—A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe.
Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado.
—Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí.
Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche.
—Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad.
Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire.
—Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos.
Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento:
—No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo.
Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado.
Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo.
Sino por reverencia.
—Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición.
Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud.
—Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor.
Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua.
—A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe.
Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado.
—Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí.
Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche.
—Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad.
Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire.
—Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos.
Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento:
—No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo.
Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado.
Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo.
Sino por reverencia.
Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó:
—Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición.
Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud.
—Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor.
Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua.
—A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe.
Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado.
—Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí.
Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche.
—Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad.
Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire.
—Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos.
Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento:
—No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo.
Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado.
Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo.
Sino por reverencia.
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