Desde el inicio fue así, pero Arya no tenía idea de que su nacimiento fue nada más que el resultado de alguien queriendo reírse un rato, de ver hasta dónde podía llegar ella a medida que crecía.

 

Sí, eso era lo primero. Pero no hubo demasiado con qué observar, pues Arya fue abandonada por sus progenitores en el segundo que empezó a llorar apenas llegó al mundo. La dejaron a su suerte, sin importar si moría o no, seguro que no quisieron pensar en ello.

 

Hay algo de bondad en los corazones de algunas personas. De mujeres que pudieron ser madres, pero decidieron dar votos y seguir al Creador, ser completamente devotas a su palabra. Fueron ellas quienes encontraron a la pobre bebé llorando, pasando frío, hambrienta, casi en los huesos, pero con los pulmones tan fuertes que se podían oír sus gritos de auxilio a gran distancia.

 

Así, ella creció en el convento, primero como una más de las niñas que allí vivían. No obstante, su felicidad y libertad se vieron despojadas en pocos años. Pues ocurrió una noche, ahí donde descubrió que no tenía control sobre su cuerpo, que veía todo con los mismos ojos de siempre, pero no podía moverse en absoluto, prisionera de… lo que se introdujo en su cuerpo.

 

—Ayuda… yo… necesito ayuda —su boca se movía, pero ella no estaba hablando. Era alguien más—. Me duele, me duele mucho…

 

Y comenzó un llanto que no le pertenecía, su mente estaba aturdida, como si sus propios pensamientos se mezclaran con los de alguien más. Con ello llegó la desesperación, el querer pedir ayuda por cuenta propia, el volver a tener control sobre su pequeño cuerpo, pero no podía. Eso la aterró.

 

—Es tu culpa… Es tu culpa… ¡No lo veo! ¡Déjame verlo! —continuaron los gritos, su voz era diferente. Una mujer, similar a una de las hermanas, una que había fallecido días atrás—. ¡No puedo irme, no puedo!

 

Fue una sensación abrumadora, tenía emociones ajenas, pero demasiado fuertes, sentía miedo, enojo, tristeza, desolación. Todo se estaba acumulando y cada vez aumentaban. Entonces explotó. Gritó tan fuerte como pudo, tomando su voz al fin. Fue suficiente para despertar a todas.

 

Para cuando las mujeres llegaron, vieron a Arya en medio del pasillo, tirando de su cabello con fuerza y llorando desconsoladamente.

 

—¡Es mentira! ¡Mentira! ¡Él ya nos abandonó! ¡Dicen mentiras! —acusó a las hermanas, lágrimas cayendo por sus mejillas como cascada—. ¡No hay salvación! ¡Nos miente! ¡Se está riendo! ¡Nos vamos a pudrir en la miseria!

 

No dejaron que continuara, teniendo que contenerla de todas formas posibles para que dejara de gritar, para que se calmara. La amordazaron y ataron a la cama, privándola de salir de su cuarto hasta que se comportara. Ni siquiera se dieron cuenta de lo que ocurrió en un principio, pero luego tuvieron que escucharla cuando los “ataques” empeoraron. Arya parecía fuera de sí, porque lo estaba, no era ella.

 

Tuvieron que mantenerla resguardada por seguridad, contenerla, protegerla. Por eso la aislaron, le prohibieron alejarse de tierra santa. Le prohibieron entablar conversaciones con desconocidos, si es que acaso llegaban al convento. Descubrieron que, mientras menos interacción con el mundo exterior, menos probabilidades de que vuelva a sufrir. Lo estaban haciendo por su bien.

 

Sin embargo, había murmullos. Durante la noche, Arya los escuchaba. Palabras dulces, aterciopeladas, instándole a abandonar el lugar, diciéndole que solo la estaban engañando, que nunca iban a dejarla en libertad. Ella trató de ignorarlo, aunque en el fondo siempre supo que era cierto.

 

✟—————————————✟

 

Arya Crawford

18 años

Novicia

Padres desconocidos

Origen desconocido

Recipiente

 

Es una joven de 1.60 cm, piel clara y con algunas pecas alrededor del cuerpo. Su cabello es largo hasta la cintura, castaño oscuro, lacio y suave. Tiene un rostro inocente, pero que también denota cierto temor o timidez, y esto lo acompaña una voz suave y baja la mayor parte del tiempo. Al padecer heterocromía, tiene el ojo derecho de color gris y el izquierdo de color azul.

 

No conoce mucho el mundo exterior por experiencia, pero ha leído tanto como se lo permitieron. Es curiosa, aunque no de una manera demasiado activa, no cuando está siendo vigilada constantemente para evitar que haga algo indebido o se meta en problemas (aunque siempre termina metiéndose en alguno). No suele hablar mucho, las monjas diciéndole que primero debe esperar a que otros le dirijan la palabra antes de poder decir algo, aunque no siempre sigue esta regla.
Tiene un poco de miedo en explorar, aunque parte de ella lo desea, pues ha escuchado susurros durante las noches, ha visto cosas en sus sueños que le aterran. Como visiones que le advierten lo que podrá ocurrir si alguna vez abandona el convento.
Debajo del manto sumiso al que le han obligado a permanecer en realidad se encuentra una joven fuerte y determinada, pero ha quedado encerrada muy en el fondo.


Al no estar “completa” diferentes entes pueden poseer su cuerpo, sin importar qué inclinación moral tengan o qué sean, si acaso fueron humanos o son monstruos. Ella no puede controlarlo, por lo que termina siendo testigo de primera mano cómo su cuerpo es controlado por alguien o algo más, una experiencia por mucho desagradable, sin importar si es algo “bueno” o “malo”. Es una violación para ella el no poder siquiera ser capaz de hablar en ese estado. Además, si llegara a haber demasiados entes queriendo entrar en su cuerpo al mismo tiempo puede sufrir ataques de convulsión o desmayos.
Esta condición también le permite ver lo que otros no ven a simple vista, aquello que va más allá del ojo humano común.

 

Su apellido se lo otorgó una de las monjas más ancianas, quien la cuidó en sus primeros años antes de fallecer por su avanzada edad. Arya no la recuerda.