No todas las guerras se libran en campos abiertos. Algunas suceden en el silencio más profundo, donde el enemigo es uno mismo y las heridas no sangran, pero arden. Así era la guerra que libraba Perséfone. Invisible para el mundo, devastadora para su espíritu.
Desde su ascenso al trono del inframundo, su alma se partió en dos caminos que apenas podía sostener: la doncella de primavera que danzaba entre flores, y la reina que gobernaba entre sombras. Ambos rostros eran verdaderos. Ambos, incompletos. Y aunque se había convencido durante siglos de que podía ser ambos a voluntad, llegó un momento en que esa ilusión se quebró.
Todo comenzó con un susurro.
Una noche sin luna, el silencio fue interrumpido por una voz familiar. No venía de fuera. Era suya. Un eco profundo, que salía desde el corazón de su oscuridad. “¿Quién eres realmente?”, preguntó. Y con esa pregunta, el abismo se abrió.
Los sueños dejaron de ser refugio. Se convirtieron en campos de batalla.
Allí, en una llanura cubierta de niebla púrpura y cielos partidos por rayos sin trueno, Perséfone se encontró a sí misma. O mejor dicho, a sus dos mitades. Frente a frente. Una figura brillante, con piel resplandeciente, ojos de amanecer y una corona de flores enredada en su cabello. La otra, una sombra viva, de piel ceniza, mirada ígnea y una corona tallada en obsidiana y llamas.
No se hablaron al principio. Se estudiaron. Como dos guerreros que se conocen demasiado bien.
Finalmente, la luz habló:
—Eres destrucción.
—Y tú una ilusión —respondió la sombra.
—Tú gobiernas por miedo.
—Tú no gobiernas en absoluto.
Las palabras eran filos, y cada frase cortaba más que la anterior. No se trataba de odio. Se trataba de dolor. Un dolor ancestral. La sensación constante de ser incomprendida, de vivir en dos mundos que exigían cosas distintas. En la superficie, era símbolo de renacimiento, de ternura, de crecimiento. En el inframundo, era justicia, severidad, castigo. ¿Cómo conciliar esas mitades cuando ninguna encajaba del todo en el otro mundo?
La batalla estalló sin armas físicas, pero con la violencia de todas las emociones no expresadas. Cada recuerdo se convirtió en un ataque. Cada elección del pasado, una defensa rota. Perséfone vio momentos en los que dudó, en los que eligió callar, en los que prefirió ser lo que otros esperaban antes que quien realmente era.
Vio a la joven que fue raptada, la que floreció bajo tierra, la que aprendió a ser temida. Vio también a la que quería cuidar, curar, dar vida. Cada imagen la desgarraba por dentro.
Intentó elegir. Pensó que debía ser una u otra. Que solo una podría sobrevivir.
Pero cuando alzó su mano para atacar, vio que ambas lloraban. Ambas sufrían. Y entonces entendió la verdad más dolorosa y liberadora: ella no era una ni otra. Era ambas.
Había vivido dividida por miedo a no ser aceptada. A que los mortales la vieran como una contradicción. A que los dioses la juzgaran por no encajar en un solo molde. Pero ya no podía seguir negando partes de sí misma para complacer a los demás.
Así que bajó las armas. No metafóricas. Las reales. Bajó la rabia, el juicio, la vergüenza. Dejó que las dos mitades se acercaran.
Y en un gesto de infinita compasión, se abrazaron.
No fue un final. Fue un principio.
Las coronas no se fundieron, pero aprendieron a coexistir. La de flores no perdió su perfume. La de fuego no apagó su llama. Perséfone se convirtió, por fin, en una diosa completa. Ni luz ni sombra. Las dos cosas. La paradoja hecha carne. El equilibrio entre nacer y morir, entre florecer y marchitar.
Desde aquel día, ya no teme al abismo. Porque ha descubierto que el abismo no es vacío. Es espejo. Y al mirarse en él, por fin, se reconoce.
Ahora, cuando camina por los campos de los muertos, su paso es firme. Y cuando regresa a la tierra, sus manos no sólo traen flores: también traen historias. Porque ha aprendido que en la oscuridad también se siembra. Y que la luz más poderosa nace de dentro.
El mundo aún la mira con desconcierto. Algunos la veneran como símbolo de renovación. Otros como guardiana de lo eterno. Pero a ella ya no le importa ser entendida por todos. Le basta con haberse entendido a sí misma.
Y cada noche, cuando el viento sopla entre los mundos, puede escucharse un canto suave. No es un himno. No es un lamento. Es una melodía que contiene ambas cosas. Es la voz de Perséfone, cantando en el abismo.