El círculo de la Lamentación, bajo la torre de Minos. Arma: Varatha – lanza de eco largo. Oponente: Megara, ejecutora del Tártaro.
El campo era una espiral de ruinas antiguas, columnas agrietadas decoradas con cadenas oxidadas y rosas marchitas colgando como penitencia. Allí, donde las almas lloraban eternamente sus errores, él esperaba con la espalda erguida y Varatha clavada en el suelo.
El círculo de la Lamentación era un lugar cruel para un duelo. Las voces susurraban desde cada rincón, nombres, culpas, arrepentimientos. Pero él había elegido el lugar. Sabía que, si quería dejar de luchar con el corazón en llamas, tenía que aprender a pelear rodeado de sus propios fantasmas.
Megara llegó sin escolta. Su paso era el mismo de siempre: seguro, elegante, mortífero. Su látigo se enrollaba y desenrollaba a su ritmo. Pero esta vez no hubo burla en su boca. Solo una mirada larga.
—¿Otra vez aquí, príncipe? —preguntó, su voz seca como vino agrio.
Él no contestó de inmediato. Clavó la mirada en el terreno, luego en la lanza, y finalmente en ella.
—Esta será la última vez que luche contigo de este modo.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Eso es una amenaza o una despedida?
—Es una promesa. A mí mismo.
Megara chasqueó el látigo. No con furia, sino como quien respira antes de entrar al silencio.
Entonces comenzó.
No avanzó como antes. Se movió con precisión. Varatha trazaba círculos defensivos, barridos amplios con el mango, estocadas suaves que no buscaban herir, sino contener. No era un ataque. Era un ritmo. Una danza disciplinada.
Megara lo atacó con toda la furia metódica de su entrenamiento, pero esta vez, sus golpes se toparon con un adversario que ya no dudaba. Que ya no temblaba por su cercanía, ni se desarmaba por sus ojos. Varatha giraba con gracia y rabia controlada.
El primer gran impacto fue suyo: un contraataque bajo que la desarmó brevemente, obligándola a retroceder. Su látigo cayó al suelo unos segundos. Ella lo recuperó sin mostrar sorpresa, pero la tensión en sus cejas lo delató.
—Eso dolió —dijo, sin dejar de moverse.
—Sí —respondió Zagreus, jadeando—. A mí también.
La lanza volvió a lanzarse, esta vez con eco perfecto. Rozó el muslo de Megara, marcando su piel por primera vez. Ella gruñó, más por orgullo que por dolor.
Lo sintió: estaba cerca. El dominio de Varatha lo envolvía como una corriente cálida. Era equilibrio. Era mente fría. Era distancia.
Entonces vino el giro final.
Megara desapareció de su rango de visión, como tantas veces antes, y apareció detrás. Un movimiento que conocía bien. Él lo anticipó, giró con la lanza en un movimiento circular para interceptarla… y falló. Por un segundo. Por media respiración.
El látigo lo encontró en la espalda con un golpe limpio que lo lanzó al suelo.
Silencio.
No gritó. Solo escupió sangre y se levantó de rodillas. Varatha vibraba, aún en su mano. Sus ojos no buscaron piedad. Solo la verdad.
Megara lo miró con el pecho agitado, el látigo brillando con energía oscura.
—Podrías haber ganado —dijo ella, sin emoción.
—Sí —respondió él, desde el polvo—. Pero no lo hice.
—¿Y cómo te hace sentir eso?
Se puso de pie. Lentamente. Dolorido. Pero erguido.
—Como alguien que dejó de luchar por ti. Y empecé a luchar por mí.
Megara bajó el látigo. No por respeto. Sino porque sabía que esa batalla había terminado antes del último golpe.
—Has cambiado —susurró.
No sonrió. No esta vez.
—Y tú no. Y eso está bien. Pero ya no tengo espacio en mí para extrañarte.
El silencio entre ellos fue más largo que cualquier duelo.
Finalmente, ella dio un paso atrás.
—Nos volveremos a encontrar.
—Sí. Pero no como antes.
«Resultado. Derrota técnica. Victoria emocional. No se necesita ganar con la lanza cuando el alma deja de sangrar. Usé a Varatha como debía. Precisión, no emociones. No me venció ella. Me venció mi retraso de un segundo. Aún no soy perfecto. Pero soy libre.»pensó.
Estado: Lúcido. Herido. Avanzando. Escudo emocional adquirido: El ardor de haber amado a quien ya no me ve. Que ese ardor sea mi coraza, no mi herida.