Cuando el Tiempo se Sorprende
Desde la cima del mundo, cuando las estrellas detuvieron su canto.El viento no callaba aquella noche, arrastraba memorias antiguas, nombres que ya nadie pronunciaba, y plegarias elevadas antes del primer aliento de Nirn. Sobre la roca eterna de la Throat of the World, Paarthurnax meditaba, sus alas recogidas, sus ojos cerrados… pero su espíritu inquieto.
Algo en el curso del mundo se había torcido, no por violencia, sino por ternura. Una anomalía en la danza perfecta del tiempo. Su hermano, el fin de los días, ya no devoraba las horas, las caminaba, silente, mortal, humano.
Con un suspiro denso como el primer invierno, el dragón anciano alzó su mirada hacia las constelaciones y habló en la lengua que no olvida:
—Aka-zoklot… faal nahlaas do tiid… ni fen wahlaan aan mey? (“Padre del Tiempo… ¿el fluir de las eras… no forjará un error?”)
La montaña guardó silencio... Pero el cielo… respondió.
Primero fue una brisa que no venía de ninguna parte. Luego, una vibración en las piedras. Y por fin, una voz —no una voz común, sino la resonancia del principio y el fin, del alba y del ocaso— descendió desde las alturas invisibles.
—Paarthurnax… yol saraan. Tu fuego es sabiduría. Tu mente arde más que tus fauces.
El dragón bajó la cabeza, no por sumisión, sino por respeto, pocas veces Akatosh hablaba, pero cuando lo hacía, el tiempo mismo parecía contener el aliento.
—Mi hermano… —dijo el viejo dragón— ha dejado de ser el rugido del fin, no devora, no ruge, no manda, camina, se detiene, escucha, está entre los jun, y no por conquista, sino por voluntad. ¿Debo temerlo… o bendecir ese cambio?
Akatosh no respondió de inmediato. La constelación del Dragón titiló con lentitud sobre ellos.
—Porque ha ocurrido lo improbable —dijo por fin—. Un resplandor en medio del caos. Una mortal ha tocado la fibra que ni los dioses alcanzan.
Ella… Kari... Su nombre no estaba en mis profecías.
—¿La suave de corazón? —musitó Paarthurnax— ¿La que no alza el Thu’um… pero sacude su espíritu?
—Esa misma.
No blandió espada, no alzó grito, no invocó los cielos, y sin embargo, ha logrado lo impensable: sembrar duda en el corazón del Devorador.
El anciano dragón permaneció en silencio largo rato. El fuego de su alma danzaba con preguntas. Cuando habló, lo hizo con reverencia.
—¿Entonces… incluso tú, padre… puedes ser sorprendido?
Y Akatosh, el Eterno, el Inmutable, respondió con una calma que parecía estremecer la estructura del universo:
—Incluso el Tiempo… puede parpadear, incluso yo, que trazo las eras, puedo ser desviado por un suspiro que no preví, y cuando eso ocurre… el mundo cambia... No por decreto divino.... Sino por un milagro nacido del corazón.
El aire se volvió más liviano, y una brizna de paz acarició las escamas de Paarthurnax.
—Entonces… la historia aún no está escrita —dijo, casi con esperanza.
—No del todo —afirmó su padre—. Porque existen humanos capaces de hacer temblar la piedra… Y mujeres capaces de hacer temblar al fin del mundo.