Verdades prohibidas
Tras dejar el refugio impecable, con la comida caliente y una pequeña nota en la mesa que decía: “Vuelvo pronto”, Kari emprendió camino hacia la biblioteca más cercana, ubicada a media hora de la aldea. Aún le rondaban aquellas palabras de él, su nombre Thuri, sus palabras que mas parecian reflexiones simples, aunque en el fondo no parecieran. Había algo oculto en su tono. Algo que supo disfrazar demasiado bien.
Con el corazón encendido por la curiosidad, llegó al recinto. El lugar olía a pergamino antiguo, a cera derretida… y a secretos. Casi de inmediato se sumergió entre los anaqueles, devorando cuanto texto encontrara sobre los dioses, los dragones y las eras antiguas.
Horas más tarde, sus dedos se detuvieron sobre un pasaje. Su pulso se aceleró.
> “El Devorador de Mundos, también llamado Alduin, hijo de Akatosh, quien vendrá al final de los tiempos…”
Sus ojos se abrieron como platos.
—¿Qué…? —exclamó sin darse cuenta.
Un par de archimaestros le lanzaron miradas reprobatorias y la mandaron a callar con gestos secos. Ella apenas lo notó. Thuri… había hablado como un sabio, como alguien que había visto todo. ¿Y si no era un simple viajero tétrico?
Continuó leyendo. Con cada línea, la verdad se hacía más evidente. Thuri… significaba cruel. Destructor. Maestro. Era una variante del nombre… Alduin.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—No puede ser —susurró, esta vez aterrada.
Tomó los libros más reveladores, los envolvió como pudo y salió del lugar sin mirar atrás. Caminaba deprisa, casi tropezando con sus propios pasos mientras murmuraba para sí:
—No… no puede ser. ¿Alduin? ¿En mi casa? ¡¡No, Kari!! ¡Él odia a los humanos! ¡Él… él es el fin del mundo!
El viento le azotaba el rostro y sus pensamientos se arremolinaban con fuerza. Fue entonces cuando, en su apuro, los libros resbalaron de sus brazos, desparramándose por el camino.
—¡No, no, no! —se agachó torpemente, intentando recogerlos con manos temblorosas.
Una sombra oscura cubrió los libros, la voz familiar resonó con ironía desde arriba:
—Vaya… hoy estás más torpe de lo habitual.
En otro momento, ella habría replicado con un comentario burlón, algo picante, incluso. Pero ahora… no podía ni mirarlo.
Él notó su silencio, y sus ojos se deslizaron hacia uno de los libros caídos. Lo recogió con una lentitud peligrosa. Sus pupilas lo recorrieron. El título hablaba de Akatosh… y de Alduin. Una sonrisa se curvó en sus labios, fría, oscura, pero… también había algo más en su mirada, una sombra de emoción velada.
—Así que ya lo sabes.
El mundo pareció detenerse para Kari, la sangre abandonó su rostro, la certeza la envolvió como un manto de hielo. Estaba sola, frente al mismísimo Devorador de Mundos, su mente gritaba que huyera, su cuerpo no obedecía.
Alduin la observó fijamente, en cualquier otra ocasión, ese terror puro en un rostro humano le habría complacido, pero en ella… algo distinto se encendía, no deseaba que temiera. Se agachó, colocándose a su altura, y en voz baja le habló en su lengua ancestral, el Dovahzul:
—Zu’u los dinok do hi. Hi los ni kron. (No soy tu muerte. No temas.)
Kari lo miró, confundida, sin entender el idioma.
—No… no te entiendo —logró decir, con voz ahogada.
Alduin chasqueó la lengua, molesto, y repitió en lengua común:
—No te haré daño. De todos los humanos despreciables… tú eres, al menos, interesante.
Se irguió con su elegancia ominosa. Sin aviso, su aura oscura se expandió. Bastó un leve gesto para que los libros ardieran, incluso aquel que aún sostenía en su mano. Las llamas devoraron los pergaminos como si nunca hubiesen existido.
Luego, sin mirarla del todo, dijo:
—Regresemos a casa.
Y Kari lo siguió, con el corazón temblando entre el miedo… y una fuerza nueva, la que nace cuando tocas los bordes de la verdad.
El camino de regreso fue silencioso. Las sombras del bosque se alargaban bajo la luz del atardecer, y cada paso que daba Kari resonaba en su mente como un tambor de incertidumbre. Iba detrás de él, como siempre… solo que esta vez, lo hacía con el alma encogida.
Alduin.
No podía dejar de repetirlo.
Alduin, el fin de los tiempos, el devorador, el que viene al final… caminaba delante de ella como si fuera un simple viajero sarcástico que comía en su casa y pedía pescado con hierbas raras.
Al llegar al refugio, él entró como si nada, se despojó del abrigo, encendió el fuego con un leve gesto y se sentó justo frente a la hoguera, en silencio, Kari lo observó desde la puerta, mordiéndose el labio, las palabras le ardían por dentro, no podía tragárselas, no ahora.
—¿Y bien? —preguntó con voz tensa—. ¿No vas a decir nada?
Él no se giró, se limitó a lanzar otra ramita al fuego.
—¿Sobre qué?
Kari cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y caminó hasta él con los puños apretados.
—¡Sobre quién eres en realidad! ¡Sobre por qué demonios vives entre humanos si tanto los desprecias! ¡Sobre por qué… por qué estás aquí!
Él alzó una ceja, sin mirarla aún.
—Ah. Eso.
—¡“Ah. Eso” no es una respuesta, Thuri! O Alduin. O lo que seas —escupió su nombre como si le doliera.
Silencio… tenso, vibrante.
Finalmente, él giró el rostro hacia ella. Su mirada era calma, demasiado para su gusto.
—¿Y qué respuesta esperas, pequeña criatura? ¿Una confesión? ¿Una plegaria? ¿Qué me tire al suelo y diga “sí, soy el monstruo de tus leyendas, ¡por favor, ilumíname con tu compasión!”?
Kari frunció el ceño, dolida y furiosa.
—No me trates como una estúpida, sé lo que leí, sé lo que eres.
Él se puso de pie lentamente, su silueta proyectando una sombra larga y oscura en la pared. La atmósfera se volvió más densa, pero no avanzó hacia ella, no rugió, no amenazó. Solo la miró con una intensidad que la paralizó.
—Y aún así sigues aquí. No corres, no lloras, no ruegas.
—¡Porque quiero entender! —gritó Kari, con los ojos vidriosos—. Quiero entender por qué estás aquí, de verdad… si en tu esencia deberías haberme reducido a cenizas. ¡Yo no soy especial, Thuri! ¡Soy humana! ¡Una más de los que desprecias!
Alduin entrecerró los ojos. Por un instante, algo en su rostro pareció agrietarse. Apenas un resquicio en la máscara.
—No estoy aquí por ti —dijo, al fin—. Fue instinto, curiosidad, un error, quizá. No lo analices tanto.
Kari se acercó, con furia contenida en cada paso.
—¡No me mientas! ¡No después de todo lo que has dicho y hecho! ¡No puedes fingir que no sientes nada, porque si de verdad fueras lo que el mundo dice que eres… ya me habrías destruido hace mucho!
El silencio que siguió fue brutal. Alduin la miró con gravedad, se aproximó lentamente hasta quedar a solo un suspiro de distancia, y bajó la voz hasta volverla casi un susurro gutural.
—Tienes razón.
Ella parpadeó, desconcertada.
—¿Qué?
—No lo sé. No sé por qué no te maté. No sé por qué sigues aquí. Solo sé… —ladeó el rostro— que hay algo en ti que irrita mi alma y calma mi hambre a la vez, y me molesta.
Kari sintió que el mundo giraba.
—¿Eso es lo que soy para ti? ¿Una molestia?
—No. —Pausa—. Eres la única pregunta que no puedo responder… y me repugna no poder hacerlo.
Ella bajó la mirada, intentando ordenar su corazón. Él se dio media vuelta con frustración y caminó hacia la salida, pero antes de cruzar el umbral, se detuvo.
—No vuelvas a llamarme “señor viajero tétrico”.
—¿Y cómo se supone que debo llamarte ahora? —preguntó ella, sarcástica, con voz rota.
Él sonrió por primera vez esa noche. Una sonrisa real, cansada, afilada.
—Durmir. Ese nombre puedes usar.
—¿Durmir? —repitió ella con cautela—. ¿Qué significa?
Él no se giró del todo, pero su voz cambió. Era más baja. Casi un susurro de cenizas.
—“El que domina la lealtad.” O eso creía.
Kari frunció el ceño, intrigada.
—¿Y ahora?
Él la miró por sobre el hombro, y por un instante, ya no parecía un dios ni un monstruo. Solo un alma que comenzaba a perder el rumbo… o a encontrarlo.
—Ahora entiendo que fue la lealtad quien me eligió a mí, y me está empezando a dominar.
Y con eso, desapareció en la oscuridad. Kari se quedó allí, sola, temblando… pero no de miedo. Había algo en esa confesión que se sentía como una promesa no dicha. Como un fuego que apenas comenzaba a nacer entre las ruinas.