Desde su rincón favorito del Palacio, donde las antorchas nunca apagaban del todo las sombras, él solía esconderse. No por miedo, sino por costumbre. Le gustaba la quietud cuando los corredores del Inframundo se quedaban en silencio, cuando ni los espectros se atrevían a interrumpir su concentración. Nadie sospecharía que ese mismo muchacho inquieto, el hijo de Hades y Perséfone, había tenido alguna vez una infancia más liviana que la armadura de un condenado.
Antes de que Melinoë naciera, antes de que las expectativas se clavaran como espinas invisibles en cada paso, él fue simplemente un niño. No un príncipe, no un heredero, no una carga. Solo un hijo curioso, con demasiadas preguntas y un interés poco disimulado por todos los rincones prohibidos del Inframundo.
Perséfone nunca estuvo ausente por mucho tiempo en aquellos primeros años. A pesar de lo que muchos creían —o susurraban entre cadenas oxidadas—, ella caminaba por los jardines de Asfódelos junto a él, tomándole la mano, enseñándole el valor de las palabras suaves y la lógica detrás de la naturaleza, incluso allí donde la muerte reinaba. Era ella quien, con su paciencia insondable, calmaba sus berrinches, quien convertía un castigo en una lección disfrazada de juego.
Y Hades… Hades no era el señor imponente que todos temían, no para él. Al menos no en esos primeros años. Con él era más parco, sí, pero nunca injusto. Tenía poco tiempo, como siempre, pero cuando lo tenía, lo usaba. Lo alzaba en brazos con ese cuidado solemne, hablándole de las leyes del Reino, del juicio y la inevitabilidad. Sin embargo, con cada año que pasaba, ese afecto se diluía un poco más, sustituido por silencios prolongados y miradas que pesaban más que cualquier reprimenda.
Cuando cumplió los ocho años, el cambio fue claro. Dejó de ser tratado como un niño. Las pequeñas libertades —como correr por el vestíbulo gritando nombres inventados de monstruos, o sumergirse en el río Estigia solo por saber si el agua realmente quemaba— comenzaron a desaparecer. El palacio seguía igual de inmenso, pero sus pasos se hacían más pesados, más observados. Donde antes lo miraban con curiosidad, ahora lo observaban esperando algo de él. Algo que ni siquiera entendía.
Fue entonces cuando su padre empezó a delegar su crianza en otros. Los tres jueces del Inframundo, Minos, Radamantis y Éaco, comenzaron a velar por él en ausencia de Hades. Y aunque su compañía no era precisamente cálida, sí era constante.
Minos le enseñaba con paciencia, repitiendo una y otra vez la importancia del equilibrio y el juicio justo, como si sus palabras pudieran encajarse en el corazón de un niño sin esfuerzo. Éaco, por el contrario, era severo, rápido para señalar fallos, pero no cruel. Había en él una especie de respeto discreto, como si él ya cargara consigo algo que merecía atención. Y Radamantis… Radamantis no hablaba mucho, pero sus miradas bastaban. Bastaba con que se quedara quieto frente a él para que él supiera que había hecho algo mal.
El entrenamiento no era físico aún. No le ponían armas en las manos, pero sí reglas en la lengua, en los hombros, en el andar. Cada palabra debía ser precisa. Cada acto, medido. Ya no se reía tan fuerte. Ya no preguntaba por qué los espectros no lloraban, ni por qué el cielo no se veía desde el patio.
Empezó a sentir lo que significaba llevar un nombre. No el nombre de su madre —ella seguía siendo su consuelo, su ancla, su jardín secreto—, sino el de su padre. El peso de ser hijo de Hades era como una cadena forjada en silencio. Nadie la ponía. Nadie se la mostraba. Simplemente, un día, estaba allí. Y desde entonces, cada paso debía justificarla.
No era una infancia trágica. No tenía heridas visibles ni historias de abandono. Pero tampoco era libre. Aprendió temprano que, en el Inframundo, incluso los niños cargan con la eternidad. Especialmente si su sangre arde con la promesa de un dios.
Y mientras la sombra de su hermana aún no existía, él ya empezaba a comprender que ser el primero no es un privilegio, sino una sentencia. Una que lo marcaría mucho antes de que decidiera rebelarse.