Nadie puede decir que no fue advertido. Cada mirada, cada palabra, cada roce de Amoretta traía escrito el final.

Era como mirar a una tormenta y caminar hacia ella con los brazos abiertos, sabiendo que no hay paraguas que valga. “Ella no es para quedarse”, decían.

 Pero todos se quedaban. Porque nadie está preparado para conocer a su destino vestido de piel y perfume caro.

 ¿Y sabés qué es lo más cruel? Ella tampoco se queda. Pero te arranca algo cuando se va. Te deja un eco, un tatuaje invisible, una punzada cuando escuchás su nombre en la voz de otra boca que no es la suya.

 

Amoretta era esa muerte anunciada. No de cuerpo, sino de alma. La muerte del “yo puedo solo”. La muerte del “nadie me ha hecho temblar”. La muerte del ego, del control, del orgullo.

Ella es la mujer que te besa la frente justo antes de enterrarte en vos mismo. Y nadie le escapa. Nadie se salva. Nadie olvida. 

 

 Dicen que la vieron entrar al bar con un vestido rojo. Dicen que pidió un trago con una sonrisa que sabía a sentencia. Dicen que miró a uno, solo a uno, y con eso bastó. —Vas a amarme, y no sabrás cómo sobrevivirme. Lo dijo como quien lee un veredicto. Y él sonrió. Porque aún no entendía que hay diosas que bajan del cielo solo para quemarte desde dentro.

Y cuando se fue, dejó el mismo aroma que tienen los sueños que no vuelves a tener: Inolvidables. Y crueles.