El viento no traía palabras, solo un susurro tenue, como si la vida misma contuviera el aliento. En lo alto del monte olvidado, donde los cielos no pedían y la tierra no exigía, Hebe reposaba. No era sueño ni vigilia. Era el intervalo entre un alma rota y una que se prepara para despertar.
Ya no lloraba. No porque no doliera -el amor aún ardía en algún rincón oculto de su pecho-, sino porque había dejado de aferrarse. Había abierto sus manos. Y con ellas, su corazón.
—Afrodita, guarda esto. No como un relicario de pena, sino como una promesa. Ya no haré del amor mi altar. Hoy, me vuelvo templo de mí.
El murmullo de Morfeo aún flotaba en su mente, como un abrigo tejido de estrellas:
—La amistad se honra permaneciendo… aun temblando.
Y ella temblaba. Pero estaba.
Una flor marchita a su lado —sin perfume, sin color— parecía muerta. Pero cuando la brisa la acarició, una brizna de polen se alzó, dorada. No se necesita una flor perfecta para sembrar nueva vida.
Así sería ella.
No se levantó -del todo aún-. No hizo promesas. Pero por primera vez en mucho tiempo, se permitió imaginarse caminando entre la vida sin buscar amor, sin necesitarlo para respirar. Su esencia, la Juventud misma, no dependía de un corazón ajeno. Nacía en su pecho, como una chispa que aún no había ardido del todo.
Y cuando el amor volviera, lo haría como un animal salvaje. Un rugido de alma. Pero hasta entonces, ella sería la brisa, la espera, la ternura.
Hasta entonces, Hebe solo sería Hebe.