En lo alto del Olimpo, donde los vientos no se atreven a tocar y los mortales solo llegan en sueños, Zeus se sienta en su trono de tormentas. Con una mirada que ha condenado imperios y con una voz que ha engendrado guerras… pero también con una soledad que ni los dioses comprenden.

Porque aunque todos conocen sus rayos, nadie habla de sus sombras.

El juicio que nunca termina

Gobernar a los inmortales exige decisiones que ningún corazón soportaría.
Zeus, rey del cielo, padre de dioses y hombres, ha condenado a sus propios hijos, ha traicionado amores, ha desatado tormentas sobre pueblos que apenas aprendían a rezarle. Cada decreto suyo resuena como una sentencia irreversible. Y cada vez que levanta la mano, una parte de él muere.

No hay tribunal que lo juzgue.
Pero cada noche, cuando el trueno duerme y el rayo calla, él se enfrenta al único juez que no puede engañar: él mismo.

Una eternidad de culpas divinas

Muchos lo llaman “el padre”. Pero ¿qué clase de padre abandona a sus hijos? ¿Qué clase de amante toma por la fuerza lo que desea y luego vuelve a su trono, como si nada?

Zeus nunca lo dice. Pero quienes han servido en su corte afirman haberlo escuchado murmurar nombres en la penumbra: Semele, Metis, Hera, Prometeo, Dionisio… Cada uno representa una herida. Un error. Una elección que, aun siendo de un dios, lo encadenó más que cualquier prisión.

—"Mi corona pesa más que el mundo que sostengo" —le confesó una vez a Temis, cuando el cielo lloraba sin razón aparente.

El dios que temía ser humano

Zeus odia verse reflejado en los hombres. Porque en su interior más profundo, sabe que no está tan lejos de ellos. Sabe que su ira, su deseo, su necesidad de control, son cosas humanas… no divinas.
Y eso, para un rey eterno, es el peor de los castigos.

No hay batalla más violenta que la de un dios que se da cuenta de que no puede cambiar su propia naturaleza.

Heredero de un caos sin redención

Lo que Kronos le hizo, él lo repite. Lo que temía ser, se ha convertido.
Ahora el trono no es símbolo de poder, sino de encierro.
Desde allí, vigila un mundo que ya no le cree, que le canta con miedo, no con devoción.

Y aun así, cada vez que una tormenta amenaza con salirse de control, él no puede evitar alzar la mano.
No por justicia.
Sino porque teme lo que podría pasar si deja de hacerlo.