El Inframundo no era un sitio que pidiera permiso para romperte.
Sus pasillos estaban hechos de susurros viejos y piedra que dolía al tocar, como si cada pared fuera una cicatriz del tiempo. Las almas fluían en silencio por los corredores del más allá, y entre ellas caminaba una figura solitaria, de ojos encendidos como brasas que no ardían del todo. Siempre había fuego en la sangre, pero era un fuego contenido, disciplinado… no por decisión, sino por agotamiento.
Había crecido rodeado de sombras, entre entrenamiento, órdenes tajantes y una expectativa constante de fortaleza. Su padre no exigía palabras, exigía presencia. No pedía amor, pedía resultados. Y aun así, pese al tono duro y los silencios extensos, en su mirada había algo más. Nunca lo decía en voz alta, pero lo cuidaba. A su manera. Un gesto. Una corrección oportuna. Una presencia firme al borde de la batalla.
No bastaba para sanar las grietas que venían desde más profundo.
El reflejo del río Estigia le devolvía una imagen que no se terminaba de reconocer. Aquel que debía representar orgullo y fuerza, cargaba cadenas invisibles. Algunas se arrastraban desde la infancia, tejidas con abandono involuntario, otras nacieron en batallas fallidas, en derrotas donde el cuerpo no cedió, pero el alma sí. Y algunas, las más rojas, las más pesadas, eran autoimpuestas. Expectativas personales. La necesidad de demostrar que merecía su lugar entre los dioses, entre los vivos, entre los que luchan con sentido.
No hablaba de ello. No podía.
Pero su madre, ella sí lo sabía. Ella lo miraba sin pedir explicación y aun así entendía. Le hablaba con la voz templada del afecto, le ofrecía silencio cuando lo necesitaba y caricias en la frente cuando la batalla dentro de él era más fuerte que cualquier Hydra o bestia del Tártaro. En esos momentos, solo entonces, la presión aflojaba un poco.
Pero las cadenas no desaparecían.
Cada arma infernal que blandía, cada entrenamiento incansable, era un intento de fundirlas en el calor del combate. Cada movimiento era un poema de furia contenida, una súplica sin palabras al cosmos: “Déjame ser algo más que un hijo de la muerte.”
Y sin embargo, aún era eso. El hijo del Inframundo. El que caminaba entre sangre, huesos y fuego… buscando redención sin saber de qué. A veces se preguntaba si alguna vez se quebró en verdad, o si simplemente nació así, con los pedazos mal colocados.
El castillo oscuro que lo había visto crecer no era prisión, pero tampoco refugio. Era un campo de prueba constante. Y aunque se alzaba cada día con la determinación de perfeccionar su técnica, de dominar a Stygia, Varatha o cualquier otra arma que se le pusiera delante, sabía que la verdadera guerra estaba en otro lado. En el pecho. En las memorias.
Tal vez era un hijo roto. Pero era suyo. De Perséfone, de Hades, del Inframundo. Y aun entre cicatrices, fuego y cadenas rojas, seguía caminando. Porque incluso lo roto puede cortar.
Y él… había nacido para eso.