Nací en una familia de supers. Para muchos, esa frase podría sonar como una bendición. Para mí… hoy es un recuerdo que me duele más de lo que puedo poner en palabras.

Mi infancia fue relativamente normal, o al menos tan normal como podía serlo teniendo un padre que levantaba coches con una mano y una madre que podía doblar su cuerpo en ángulos imposibles. Bob y Helen Parr, Mr. Increíble y Elastigirl, eran más que mis padres: eran un símbolo de todo lo que los supers representaban. Tenía un hermano hiperactivo que parecía no poder quedarse quieto —Dash— y un pequeño bebé que desde temprano demostró ser especial, incluso para los estándares de nuestra familia: Jack-Jack. Yo era la rara. La tímida. La que prefería esconderse antes que ser vista. A veces me gustaba pensar que mis poderes, la invisibilidad y los campos de fuerza, eran solo una extensión de lo que ya era por dentro: alguien que quería desaparecer.

La adolescencia fue más amable conmigo. Aprendí a controlar mejor mis habilidades, y con el tiempo la timidez se convirtió en algo distinto: precaución. Entendí que ser super no era un juego. El mundo cambiaba rápido, y aunque en casa intentábamos aferrarnos a la idea de ser una familia, afuera había señales que no podía ignorar. La Guerra Fría, como la llamaban los adultos, estaba en todas partes. Estados Unidos y la Unión Soviética competían por armas, territorios, influencia. Y nosotros, los supers, quedamos en medio.

La caída empezó cuando la tecnología de Syndrome salió a la luz. No sé si fue espionaje, venta clandestina o pura ambición militar, pero los diseños que él dejó terminaron en manos de ambos bandos. Los estadounidenses y los soviéticos construyeron armas capaces de rastrearnos, neutralizarnos, destruirnos. La carrera nuclear tuvo un segundo frente: la carrera anti-super. Éramos el enemigo invisible, el que podía estar en cualquier parte, el que podía inclinar la balanza en una guerra que no terminaba de estallar. La propaganda hizo el resto. Los periódicos decían que éramos una amenaza para la seguridad nacional. En Moscú nos pintaban como agentes de occidente. En Washington, como infiltrados soviéticos. En todos lados éramos culpables de algo.

Al principio pensé que lo soportaríamos. Que, como siempre, mamá y papá encontrarían la manera. Pero lo que vino después no era algo que ningún héroe pudiera detener. Las armas de radiación no nos mataron de inmediato… hicieron algo peor. Alteraron lo que éramos. El ADN que nos hacía diferentes se volvió inestable. Algunos supers empezaron a cambiar. No en apariencia, al menos no al inicio, sino en control. Sus poderes los consumían, los desgarraban por dentro. Fue como ver a personas que conocía y admiraba convertirse en sombras de sí mismas.

Mi hermano Dash fue el primero en mi familia. Tenía dieciocho años. Su velocidad, esa chispa alegre y arrogante que lo definía, se convirtió en pura violencia. Ya no corría por diversión: corría porque no podía detenerse, porque su cuerpo lo obligaba a moverse hasta destruir todo a su paso. Mamá trató de enfrentarlo. Todavía recuerdo cómo gritaba su nombre, cómo intentaba alcanzarlo con esos brazos que siempre parecieron capaces de abrazar cualquier dolor. Pero Dash ya no escuchaba. Y cuando por fin la alcanzó… ya no era su hijo el que se movía. Fue un monstruo el que la atravesó.

Frozone fue quien lo detuvo. Lucius… nunca se lo perdonó. Ni nosotros tampoco, aunque en el fondo todos sabíamos que no había alternativa.

Papá resistió más que nadie. Se convirtió en líder de la resistencia, no solo para los supers, sino para los pocos humanos que todavía creían en nosotros. Lo seguían porque representaba fuerza y porque, incluso en medio de la ruina, él seguía creyendo en la esperanza. Hasta que un francotirador lo alcanzó durante un asalto a un convoy de suministros. No murió de inmediato. Lo vi caer, lo vi respirar con dificultad, y lo escuché susurrar que ahora me tocaba a mí. No estaba preparada. Nadie lo estaba.

Jack-Jack fue distinto. Sus poderes eran tantos y tan impredecibles que la radiación lo afectó de otra manera. Su cuerpo resistió, pero su mente… su mente empezó a romperse. Un día ayudaba a destruir un reactor enemigo; al siguiente, casi nos incineraba a todos. La gente dejó de confiar en él, y yo dejé de confiar en que podría salvarlo. Pero nunca pude odiarlo. Seguía siendo mi hermano. Seguía siendo el bebé que había visto reír en brazos de mamá.

Con el tiempo, la resistencia dejó de ser resistencia. Los mutados nos superaban en número. Los gobiernos habían logrado lo que querían: convertirnos en prueba viviente de lo peligrosos que podíamos ser. Y los pocos que quedábamos en pie empezamos a morir de hambre. La carne se acabó. Los invernaderos no funcionaban más. El agua estaba contaminada. Yo contaba los días como si fueran heridas.

Me llamaron Spectra. Un nombre de guerra, un símbolo que no significaba nada cuando todos los demás símbolos habían caído. Ahora no me importa. Mi nombre es Violeta Parr, y lo digo porque tal vez sea lo último que quede de mí.

No me importa ser recordada. Solo quiero que este mensaje cruce el tiempo, que llegue a un lugar donde todavía hay una oportunidad de cambiar algo. Que alguien, en algún pasado, escuche mi voz y haga lo que yo no pude.

Porque en mi presente… ya no queda nada.
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