Cuando aún era una pequeña flor entre los vastos jardines del Olimpo —si es que así pueden llamarse a las hijas de Zeus, flores del paraíso divino—, su risa era como el tintineo del agua cristalina, y su presencia, una brisa cálida entre las columnas del cielo. Tenía apenas cinco años cuando sus dedos diminutos tocaron por primera vez una copa dorada. Había muchas, todas exquisitas, cada una forjada por Hefesto y bendecida por la gracia olímpica. Pero una, solo una, pareció vibrar con su toque, como si respondiera a su esencia.

Aquella copa no fue escogida al azar. Hebe no la eligió: fue la copa quien la eligió a ella. En su interior se sirvió por primera vez el néctar de los dioses bajo su cuidado, y desde entonces fue conocida como La Copa de la Juventud. En los banquetes, Hebe danzaba con la copa entre sus manos, sirviendo vida y frescura en cada sorbo. Su néctar no solo era delicioso, sino que brillaba con una luz que parecía salir de su propia alma.

Pero la juventud, como toda bendición, es también una fuerza que guarda su sombra.

Fue a los dieciséis años, en el despertar de su madurez, cuando Hebe descubrió que la copa podía contener algo más que alegría. Una noche, errante por los pasillos traslúcidos del Olimpo, escuchó a escondidas una conversación entre su madre Hera y una ninfa. En aquella charla, su madre proponía a Zeus entregar a Hebe en matrimonio a un dios extranjero, como si fuera una pieza más del tablero que dirigían los poderosos. No hubo amor en aquella propuesta, solo estrategia. No hubo ternura, solo frialdad. En ese instante, algo dentro de Hebe se quebró.

Sintió odio. Un odio frío, amargo, como nunca antes lo había sentido. No era un arrebato infantil, era un dolor hondo que le arrancaba las raíces. Y fue en ese estado, con lágrimas ardientes y una copa temblando en sus manos, que habló por primera vez las palabras malditas. Un susurro de su alma herida, palabras antiguas, palabras solo suyas. El néctar, al contacto con su odio, se volvió oscuro. Dejó de rejuvenecer. Ya no era un don divino, sino una maldición. Había nacido el Néctar Prohibido.

Unas gotas cayeron al pie de una flor sagrada del Olimpo. Nadie más notó el detalle, pero Hebe sí. La flor, antes vibrante, comenzó a marchitarse de inmediato. Sus pétalos se curvaron, se quebraron, y su vida fue extinguida. Aquel fue el primer aviso: todo lo que da vida puede también quitarla, si se contamina con dolor.

Y solo Hebe puede provocar tal cambio.

Ningún otro dios, ni siquiera su padre Zeus, puede corromper el néctar con la copa dorada. La copa responde únicamente a su alma, a su esencia. Como Diosa de la Juventud y Vitalidad, Hebe tiene el poder absoluto sobre la vitalidad que fluye en su interior. Solo ella puede bendecirla… o maldecirla.

Desde ese día, Hebe guardó ese secreto. Nunca volvió a hablar del Néctar Prohibido, pero tampoco lo olvidó. La copa, aunque aún brillaba en su presencia, llevaba la huella invisible de aquella maldición. La copa ya no era inocente. Como su dueña, había conocido el dolor.

Aunque más de un siglo ha pasado desde aquel suceso, Hebe no ha perdonado a su madre. La sugerencia de Hera, aunque quizás sin intención cruel, dejó en su hija una herida que no cicatriza. Hebe puede amar, puede servir, puede guiar a los mortales con dulzura y esperanza, pero su corazón guarda una grieta eterna. Y por esa grieta, el Néctar Prohibido aún fluye, sutil, letal, silencioso.

Porque incluso la diosa de la Juventud puede tener secretos… y no todos brillan con luz.

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