- FICROL
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𝓥𝓲𝓻𝓰𝓸 𝓑𝓪𝓫𝔂 ♡
Estudiante de preparatoria
Amante de lo esoterico
Estudiante de preparatoria
Amante de lo esoterico
- Tipo de personaje
2D - Longitud narrativa
Una línea , Semi-párrafo , Párrafo , Multi-párrafo - Categorías de rol
Acción , Anime & Mangas , Aventura , Ciencia ficción , Comedia , Contemporáneo , Drama , Romance , Slice of Life , Suspenso , Terror
- Primavera sin Flores
El día que su padre le anunció que se mudarían, Cho no dijo nada. Tampoco lo hizo cuando le explicó que era por un nuevo empleo, uno que les daría estabilidad, oportunidades, “un nuevo comienzo”. Su madrastra sonreía con entusiasmo mientras sostenía al bebé en brazos. Cho solo pensaba en su abuela, en la casa donde había crecido, en los silencios compartidos y el té tibio que sabía a comprensión.
Había pasado ya algunos años desde la muerte de su madre, y aunque Cho comprendía, al menos en teoría, que su padre quisiera rehacer su vida, no lograba sentirse parte de esa nueva familia. En la casa actual, su presencia parecía más un añadido que una raíz. El cariño de su abuela paterna había sido su único refugio. Perder también eso fue como cerrar una puerta con llave desde el otro lado.
La nueva ciudad era más fría, más gris, incluso en primavera. La escuela, más grande. Los pasillos le parecían eternos, llenos de rostros que no le devolvían la mirada. El uniforme le quedaba extraño, como si no fuera suyo. En el aula, se sentó en silencio cerca de la ventana. No era por timidez; era una decisión. No quería explicar su historia, ni justificar su expresión seria, ni fingir que ese lugar le importaba.
Pasó los primeros días sin hablar. Escuchaba con atención, respondía cuando se le preguntaba directamente, pero no más. Durante los recreos, se quedaba en el aula o salía a caminar sola por el patio, siempre con paso lento, como si estuviera esperando algo que nunca terminaba de llegar.
A veces, mientras escribía en su cuaderno, recordaba las voces apagadas de su hogar. La risa del bebé, la conversación de su padre con su esposa, el eco de una vida que continuaba sin ella. Cho no sentía rabia. Solo distancia. Como si hubiese sido relegada a la orilla de algo que antes también le pertenecía.
Pero incluso cuando una flor tarda en abrir, sigue siendo primavera.
El día que su padre le anunció que se mudarían, Cho no dijo nada. Tampoco lo hizo cuando le explicó que era por un nuevo empleo, uno que les daría estabilidad, oportunidades, “un nuevo comienzo”. Su madrastra sonreía con entusiasmo mientras sostenía al bebé en brazos. Cho solo pensaba en su abuela, en la casa donde había crecido, en los silencios compartidos y el té tibio que sabía a comprensión. Había pasado ya algunos años desde la muerte de su madre, y aunque Cho comprendía, al menos en teoría, que su padre quisiera rehacer su vida, no lograba sentirse parte de esa nueva familia. En la casa actual, su presencia parecía más un añadido que una raíz. El cariño de su abuela paterna había sido su único refugio. Perder también eso fue como cerrar una puerta con llave desde el otro lado. La nueva ciudad era más fría, más gris, incluso en primavera. La escuela, más grande. Los pasillos le parecían eternos, llenos de rostros que no le devolvían la mirada. El uniforme le quedaba extraño, como si no fuera suyo. En el aula, se sentó en silencio cerca de la ventana. No era por timidez; era una decisión. No quería explicar su historia, ni justificar su expresión seria, ni fingir que ese lugar le importaba. Pasó los primeros días sin hablar. Escuchaba con atención, respondía cuando se le preguntaba directamente, pero no más. Durante los recreos, se quedaba en el aula o salía a caminar sola por el patio, siempre con paso lento, como si estuviera esperando algo que nunca terminaba de llegar. A veces, mientras escribía en su cuaderno, recordaba las voces apagadas de su hogar. La risa del bebé, la conversación de su padre con su esposa, el eco de una vida que continuaba sin ella. Cho no sentía rabia. Solo distancia. Como si hubiese sido relegada a la orilla de algo que antes también le pertenecía. Pero incluso cuando una flor tarda en abrir, sigue siendo primavera.TipoGrupalLíneasCualquier líneaEstadoDisponible¡Inicia sesión para reaccionar, comentar y compartir! - ¿Por qué debería hacerle caso a alguien que ni siquiera está cuando lo necesito?¿Por qué debería hacerle caso a alguien que ni siquiera está cuando lo necesito?
- Cho siempre fue un ser distinto, como una nota disonante en una melodía predecible. Con su personalidad enigmática, se había ganado una reputación callada entre sus compañeros. Todos la reconocían por su belleza etérea: piel blanca como la cera de una vela, maquillaje apenas insinuado como un suspiro, y un largo cabello negro que caía por su espalda como un río nocturno. Había algo en ella que parecía ajeno al mundo, como si caminara con un pie en otra realidad.
Durante los recesos, en lugar de charlar o reír como los demás, se quedaba en su escritorio, barajando sus cartas del tarot con una concentración ritual. Parecía invocar respuestas a preguntas que nadie se atrevía a formular. Y, sin embargo, escondía un secreto que jamás leería en sus cartas.
Estaba enamorada.
No de un compañero. No de algún chico que pasara por el pasillo y le dirigiera una sonrisa casual. No. Su corazón, tan lleno de silencios, había sido tocado por una presencia que brillaba como el sol en medio del invierno: uno de sus profesores.
Era joven, recién egresado, alto como un sueño que se escapa y con una sonrisa capaz de incendiar el aire a su paso. Cuando lo vio por primera vez, algo en ella se rompió —o quizás se encendió—. Un flechazo. Así, sin más.
Desde entonces, cada día era una danza secreta para acercarse a él. Se volvió aún más aplicada en su clase, meticulosa, dedicada. Aprovechaba cualquier pretexto para acercarse a su escritorio durante los descansos. Aunque fueran solo dos minutos… dos fugaces minutos en los que él levantaba la vista y le sonreía. Eso bastaba para llenar sus tardes enteras.
Y él, él parecía notarlo. No del todo. Pero tampoco era ciego.
Halagaba su trabajo. A veces hacía un comentario que, en labios de otro, hubiera sido trivial, pero que en los suyos sonaba como una declaración celestial. Para Cho, esos elogios eran gotas de agua en un desierto familiar. En una casa donde sus palabras eran ignoradas, donde nadie parecía ver su brillo, esas pequeñas atenciones se sentían como amor verdadero.
Y él, joven, con el ego aún moldeable y hambriento, percibía aquella devoción inocente que se escondía en las miradas largas y en los silencios cargados. Le seguía el juego, sí, con cautela. Pero no con indiferencia.
Todo cambió una tarde gris.
Cho, caminando por el pasillo rumbo al área de maestros, se detuvo un momento, atraída por el eco de voces masculinas. Era él. Reconoció su voz al instante, cálida, cercana. Estaba hablando con el profesor de educación física. Y entonces lo oyó, sin preámbulos, como si el universo se burlara de su pequeño secreto:
"Sí, voy a pedirle matrimonio. Ya tengo el anillo. Hemos sido novios desde que teníamos 15 años. Creo que ya es hora."
Cho no necesitó escuchar más.
El mundo se deslizó bajo sus pies. Se dio la media vuelta, con la cara encendida no de ira, sino de vergüenza. El corazón palpitándole como un tambor roto. Había estado soñando despierta, bordando ilusiones con hilos de aire.
Claro que nunca la tomaría en serio.
Claro que jamás cruzaría esa distancia invisible entre ellos.
Después de todo, ella era apenas una niña.
Y él, un adulto con promesas reales en los bolsillos.Cho siempre fue un ser distinto, como una nota disonante en una melodía predecible. Con su personalidad enigmática, se había ganado una reputación callada entre sus compañeros. Todos la reconocían por su belleza etérea: piel blanca como la cera de una vela, maquillaje apenas insinuado como un suspiro, y un largo cabello negro que caía por su espalda como un río nocturno. Había algo en ella que parecía ajeno al mundo, como si caminara con un pie en otra realidad. Durante los recesos, en lugar de charlar o reír como los demás, se quedaba en su escritorio, barajando sus cartas del tarot con una concentración ritual. Parecía invocar respuestas a preguntas que nadie se atrevía a formular. Y, sin embargo, escondía un secreto que jamás leería en sus cartas. Estaba enamorada. No de un compañero. No de algún chico que pasara por el pasillo y le dirigiera una sonrisa casual. No. Su corazón, tan lleno de silencios, había sido tocado por una presencia que brillaba como el sol en medio del invierno: uno de sus profesores. Era joven, recién egresado, alto como un sueño que se escapa y con una sonrisa capaz de incendiar el aire a su paso. Cuando lo vio por primera vez, algo en ella se rompió —o quizás se encendió—. Un flechazo. Así, sin más. Desde entonces, cada día era una danza secreta para acercarse a él. Se volvió aún más aplicada en su clase, meticulosa, dedicada. Aprovechaba cualquier pretexto para acercarse a su escritorio durante los descansos. Aunque fueran solo dos minutos… dos fugaces minutos en los que él levantaba la vista y le sonreía. Eso bastaba para llenar sus tardes enteras. Y él, él parecía notarlo. No del todo. Pero tampoco era ciego. Halagaba su trabajo. A veces hacía un comentario que, en labios de otro, hubiera sido trivial, pero que en los suyos sonaba como una declaración celestial. Para Cho, esos elogios eran gotas de agua en un desierto familiar. En una casa donde sus palabras eran ignoradas, donde nadie parecía ver su brillo, esas pequeñas atenciones se sentían como amor verdadero. Y él, joven, con el ego aún moldeable y hambriento, percibía aquella devoción inocente que se escondía en las miradas largas y en los silencios cargados. Le seguía el juego, sí, con cautela. Pero no con indiferencia. Todo cambió una tarde gris. Cho, caminando por el pasillo rumbo al área de maestros, se detuvo un momento, atraída por el eco de voces masculinas. Era él. Reconoció su voz al instante, cálida, cercana. Estaba hablando con el profesor de educación física. Y entonces lo oyó, sin preámbulos, como si el universo se burlara de su pequeño secreto: "Sí, voy a pedirle matrimonio. Ya tengo el anillo. Hemos sido novios desde que teníamos 15 años. Creo que ya es hora." Cho no necesitó escuchar más. El mundo se deslizó bajo sus pies. Se dio la media vuelta, con la cara encendida no de ira, sino de vergüenza. El corazón palpitándole como un tambor roto. Había estado soñando despierta, bordando ilusiones con hilos de aire. Claro que nunca la tomaría en serio. Claro que jamás cruzaría esa distancia invisible entre ellos. Después de todo, ella era apenas una niña. Y él, un adulto con promesas reales en los bolsillos. - Que desagradables y asquerosos resultan algunos hombres adultos.Que desagradables y asquerosos resultan algunos hombres adultos.
- Lista para desvelarme encerrada en mi habitación.Lista para desvelarme encerrada en mi habitación.
- .
Cho abrió la puerta de la enorme casa, sintiendo cómo el eco del cerrojo resonaba en el vacío. Un silencio profundo la recibió, denso pero familiar. Se quitó los zapatos junto a la entrada, empujándolos con el pie hacia un rincón del mueble zapatero. Sus pasos descalzos resonaron ligeros en el suelo de mármol mientras recorría el pasillo iluminado con luces cálidas.
La sala estaba impecable, como siempre. No había rastros de vida reciente: los cojines perfectamente colocados en el sofá, ni una taza en la mesa, ni el sonido de risas o de la televisión encendida. La ausencia era evidente.
Dejó caer su mochila sobre el sillón más cercano, dejándose hundir en la suavidad del cuero mientras suspiraba. Su padre debía haber salido con su esposa y el niño. Era típico de él organizar cenas espontáneas para pasar tiempo con ellos, aunque rara vez le preguntaba si quería unirse.
"Supongo que no le pasó por la cabeza invitarme…" murmuró, encogiéndose de hombros. No estaba molesta, al menos no mucho. Había aprendido a no esperar demasiado de estas dinámicas familiares. Su madrastra siempre parecía incómoda cuando Cho estaba cerca, y su medio hermano, aunque simpático, era un niño pequeño que solía cansarla rápido.
Se levantó del sofá y caminó hacia la cocina, el espacio más amplio y frío de la casa. Abrió el refrigerador, revisando el contenido sin mucho entusiasmo. Sobras de alguna cena anterior, ensaladas perfectamente ordenadas en recipientes de vidrio, pero nada que realmente se le antojara. Cerró la puerta con un golpe suave y apoyó la frente contra ella, exhalando un largo suspiro.
Después de un momento de contemplación, sacó su teléfono y abrió la app de comida a domicilio. Era más sencillo pedir algo con la tarjeta que su papá le había dado para evitar que le estuviera pidiendo dinero a cada rato. Elegir entre tantas opciones fue el único dilema. Finalmente, decidió por una hamburguesa doble con papas y un batido de chocolate. Algo reconfortante y lleno de calorías, justo lo que necesitaba esa noche.
Mientras esperaba su pedido, subió a su habitación en el segundo piso, dejando el eco de sus pasos en la escalera de madera. Cerró la puerta detrás de ella y encendió las luces, observando su espacio. A diferencia del resto de la casa, su habitación tenía vida: pósters en las paredes, libros apilados en el escritorio, y una manta desordenada sobre la cama.
Se dejó caer sobre el colchón, agarrando su tablet para ponerse al día con la serie que había dejado a medias. Aunque la casa era enorme, se sentía cómoda en la burbuja que había creado en su habitación. No necesitaba más esa noche.
Cuando el timbre sonó, bajó corriendo las escaleras, casi tropezando en el último peldaño. Firmó el recibo y tomó la bolsa con la comida, agradeciendo al repartidor antes de cerrar la puerta. Regresó a su habitación con su botín, dispuesta a disfrutar de su pequeña cena para uno mientras el resto de la casa seguía vacía.
Al menos, en ese enorme espacio que a veces se sentía demasiado grande para ella, había aprendido a encontrar consuelo en su soledad.
. Cho abrió la puerta de la enorme casa, sintiendo cómo el eco del cerrojo resonaba en el vacío. Un silencio profundo la recibió, denso pero familiar. Se quitó los zapatos junto a la entrada, empujándolos con el pie hacia un rincón del mueble zapatero. Sus pasos descalzos resonaron ligeros en el suelo de mármol mientras recorría el pasillo iluminado con luces cálidas. La sala estaba impecable, como siempre. No había rastros de vida reciente: los cojines perfectamente colocados en el sofá, ni una taza en la mesa, ni el sonido de risas o de la televisión encendida. La ausencia era evidente. Dejó caer su mochila sobre el sillón más cercano, dejándose hundir en la suavidad del cuero mientras suspiraba. Su padre debía haber salido con su esposa y el niño. Era típico de él organizar cenas espontáneas para pasar tiempo con ellos, aunque rara vez le preguntaba si quería unirse. "Supongo que no le pasó por la cabeza invitarme…" murmuró, encogiéndose de hombros. No estaba molesta, al menos no mucho. Había aprendido a no esperar demasiado de estas dinámicas familiares. Su madrastra siempre parecía incómoda cuando Cho estaba cerca, y su medio hermano, aunque simpático, era un niño pequeño que solía cansarla rápido. Se levantó del sofá y caminó hacia la cocina, el espacio más amplio y frío de la casa. Abrió el refrigerador, revisando el contenido sin mucho entusiasmo. Sobras de alguna cena anterior, ensaladas perfectamente ordenadas en recipientes de vidrio, pero nada que realmente se le antojara. Cerró la puerta con un golpe suave y apoyó la frente contra ella, exhalando un largo suspiro. Después de un momento de contemplación, sacó su teléfono y abrió la app de comida a domicilio. Era más sencillo pedir algo con la tarjeta que su papá le había dado para evitar que le estuviera pidiendo dinero a cada rato. Elegir entre tantas opciones fue el único dilema. Finalmente, decidió por una hamburguesa doble con papas y un batido de chocolate. Algo reconfortante y lleno de calorías, justo lo que necesitaba esa noche. Mientras esperaba su pedido, subió a su habitación en el segundo piso, dejando el eco de sus pasos en la escalera de madera. Cerró la puerta detrás de ella y encendió las luces, observando su espacio. A diferencia del resto de la casa, su habitación tenía vida: pósters en las paredes, libros apilados en el escritorio, y una manta desordenada sobre la cama. Se dejó caer sobre el colchón, agarrando su tablet para ponerse al día con la serie que había dejado a medias. Aunque la casa era enorme, se sentía cómoda en la burbuja que había creado en su habitación. No necesitaba más esa noche. Cuando el timbre sonó, bajó corriendo las escaleras, casi tropezando en el último peldaño. Firmó el recibo y tomó la bolsa con la comida, agradeciendo al repartidor antes de cerrar la puerta. Regresó a su habitación con su botín, dispuesta a disfrutar de su pequeña cena para uno mientras el resto de la casa seguía vacía. Al menos, en ese enorme espacio que a veces se sentía demasiado grande para ella, había aprendido a encontrar consuelo en su soledad.
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