Interludio Apócrifo II: El Murmullo de los Nueve
Recopilado por Barbas, el único testigo con cuatro patas y demasiado tiempo libre.
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Una reunión ocurrió en los Cielos Eternos. No por guerra, no por pacto, sino por duda. Por temor. Por amor.
El nacimiento de ella—la hija del Devorador de Mundos, la nieta del Padre del Tiempo—había estremecido hasta los pilares de Aetherius.
Akatosh no convocó esta vez con rugidos ni rayos. Solo dijo:
—“Está por nacer.”
Y eso bastó para que los Nueve Divinos se reunieran en el resplandor de Aetherius. Cada uno con su voz. Cada uno con su verdad.
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Arkay, el guardián del ciclo de la vida y la muerte, habló primero:
—“¿Qué criatura desafiará el paso del alma si su sangre lleva destrucción y eternidad?”
Sus manos temblaban, pero no de miedo… sino de duda.
Julianos desplegó cientos de textos flotantes, su mirada entre consternada y fascinada:
—“Las probabilidades son imposibles. Una nieta de Akatosh, nacida de un destructor… guiada por sentimientos. ¡Esto rompe todos los esquemas!”
Stendarr golpeó la mesa celestial con justicia en su puño:
—“Si un Daedra la toca, lo juro por mis juramentos sagrados, ¡intervendré!”
Kynareth sonrió con dulzura, el viento danzando en su cabello:
—“Su alma huele a esperanza. El mundo respira diferente por su llegada.”
Dibella, suspirando como quien escucha una balada épica de amor:
—“Una unión prohibida, un alma hermosa, y el amor más allá del tiempo… Me encanta.”
Zenithar, con pergaminos legales y contratos celestiales, murmuró mientras sellaba documentos:
—“No se preocupen. Estoy creando un tratado interdimensional. Si todos firman, se evitan guerras… tal vez.”
Mara, madre amorosa de todos, tomó las manos de Akatosh:
—“Es sangre tuya. No temas. Lo que nace del amor verdadero, no puede ser error.”
Talos, el que una vez fue mortal, sonrió como quien ve su reflejo en otro destino:
—“Yo también amé en medio de guerras. También caminé entre dragones, y fui padre… Que se le permita vivir.”
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Y entonces Akatosh habló por última vez:
—“Ella no pidió nacer. Pero su existencia cambiará Mundus. Ya no como rueda, sino como canto.”
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Y yo, Barbas, lo vi. Lo ladré. Lo anoté (aunque me comí una esquina del pergamino).
Mia aún no había dado su primer grito…
Pero ya era parte de la historia de los dioses.