La primera sensación fue tibia y líquida, como si naciera de un suspiro contenido entre dos mundos. Extraño.
No fue dolor, ni fue miedo: fue un escalofrío de conciencia, un pequeño cosquilleo de existencia flotando entre el río del recuerdo y el río del olvido. No lloró al nacer; rió.
Una risa suave, como el eco de una estrella fugaz. Entre el velo de aguas entrelazadas, apenas distinguió una figura —una sombra quieta, solemne y vasta— junto a quien sería su madre.
No entendía nombres, ni deberes, ni tiempos. Todavía.
Sólo sintió que esa sombra era calma pura, algo que, incluso sin saberlo, deseó seguir.
Así, en su primer y único pensamiento recién tejida, ella se abrazó al deseo sencillo y claro de acompañar a esa presencia. Como un diente de león su esencia etérea como imán quedó en el mismo plano que él.
De aligerar sus pasos, de bordarle un camino de susurros.
Era su primer latido de propósito, sellado en la niebla misma de su ser.