Flores de la era Meiji
-1824dc - 1880 dc -
Volver a pisar tierras del Japón fue como entrar en un sueño contenido entre la bruma. Ya había estado antes, muchos siglos atrás, cuando el sakoku, la política de aislamiento, se había impuesto. Sin embargo, encontrarla aún vigente me sorprendió. Era como si el país se hubiera congelado en una cápsula de armonía y silencio. Aterricé con precaución, camuflada tras un hechizo que ocultaba mis rasgos más inusuales. No era bienvenida. Lo supe de inmediato, cuando los rumores del decreto de 1825 que ordenaba la expulsión de extranjeros comenzaron a filtrarse entre las calles y los susurros de los comerciantes. Me hacía llamar Akiko. Nadie preguntaba demasiado.
Con pasos discretos, me adentré en Edo y luego en Kioto. El idioma ya no era una barrera; lo dominaba desde expediciones pasadas, pero nunca dejaba de maravillarme. Cada sílaba, cada kanji, seguía exigiéndome atención, como si las palabras se deslizaran con vida propia. Leer los signos era una danza mental que me recordaba a la devoción con la que antaño había descifrado antiguos grimorios. La cultura japonesa me envolvía, no con estridencia, sino con una delicadeza implacable.
Desde el primer instante, me maravillaó la delicadeza con la que los japoneses se relacionaban con el mundo invisible. El sintoísmo y el budismo tejían una red espiritual viva, donde los kami danzaban en cada piedra, árbol y soplo de viento. Aquella veneración por la naturaleza me conmovía profundamente. Participé en rituales, me prosterné ante altares, y aprendí a leer los silencios que habitaban entre los cantos y los rezos.
Durante mis travesías, recorrí las han, aquellos dominios feudales que sostenían el orden de la nación. Descubrí el contraste entre los campos, donde el tiempo se arrastraba lento entre arrozales y templos, y las grandes ciudades como Edo, Kyoto y Osaka, vivas con mercados, espectáculos y voces que rebotaban en calles de madera.
Mi corazón quedó profundamente hechizado por las geishas. No solo eran mujeres de arte y palabra medida, sino guardianas de una tradición que parecía flotar fuera del tiempo. Fue en las okiya, las casas de geishas, donde mi alma encontró refugio. La cultura que rodeaba a estas mujeres no tenía igual. Eran custodias de un arte milenario, donde cada gesto significaba algo. Me acerqué primero como observadora, fascinada por la elegancia de sus danzas, el ritmo del shamisen, la precisión con la que servían el té. Pronto supe que no me bastaría mirar. Me propuse vivirlo. Bajo el nombre de Akari no Hana, me convertí en aprendiz de geisha.
Durante meses, mi vida fue disciplina. Aprendí a moverme con gracia, a controlar mis emociones, a encender la conversación sin protagonismo. Tocaba el shamisen al atardecer, recitaba haikus al amanecer. Me enamoré del silencio, del equilibrio entre lo que se dice y lo que no. La okaa-san, la maestra de la okiya, decía que mi mirada guardaba siglos. Nadie sospechó de mi naturaleza real.
Los haikus se convirtieron en una forma de diario. Cada emoción, cada amanecer, encontraba su reflejo en tres versos breves. Uno de ellos decía:
Cerezo en flor, el kimono resbala como mi pasado.
Durante ese tiempo, también participé en reuniones de té, ya fuera como invitada misteriosa o como anfitriona en noches de primavera. Algunos días, colaboré como calígrafa en grabados ukiyo-e, dejando mi trazo entre los pliegues de una historia ajena. Otras veces, disfrazada de sirvienta o cortesana, me infiltraba en reuniones políticas. Allí escuchaba rumores de cambio, de descontento. El país, aunque bello, comenzaba a crujir por dentro.
El año 1853 marcó un giro inevitable. La llegada de los barcos negros del comodoro Perry sacudió la calma aparente. Desde la costa, observé esas naves con humo y acero. El Tratado de Kanagawa, firmado al año siguiente, abrió los puertos. Las murallas invisibles comenzaron a desmoronarse. Yo, que había caminado como sombra, empecé a ver rostros nuevos, palabras extranjeras. Algunos me miraban con recelo, otros con admiración. El equilibrio pendía de un hilo.
Yoshida Shōin, un pensador samurái, llegó a mis oídos por cartas y charlas clandestinas. Su idealismo ardía como un fuego limpio. Lo vi de lejos una vez, en una reunión secreta. Hablaba de reforma, de valentía, de un Japón fuerte desde dentro. En su mirada reconocí el mismo fulgor que había visto en los ojos de Belgrano. Me conmovió su destino trágico, su muerte joven, y la semilla que dejó en corazones más jóvenes.
En esos días de transición, conocí también a una mujer guerrera, una onna bugeisha retirada que me entrenó con la katana. Compartimos tardes silenciosas, practicando entre bambúes. Me habló de honor, de lealtad, de sacrificio.
La guerra Boshin estalló como una tormenta contenida. Los partidarios del shogunato enfrentaron a los imperialistas. Las calles se tiñeron de rojo. Vi de lejos la caída del Tokugawa, y el ascenso del emperador Meiji. El Japón antiguo moría ante mis ojos, y con él, una parte de mí. Pero también nacía algo nuevo. Un país que abrazaba la modernidad, que construía fábricas, tendía rieles, enviaba embajadas al mundo.
Vi al emperador Meiji una vez, rodeado de dignatarios. Era joven, pero sus ojos parecían llevar el peso de siglos. En él vi una mezcla de San Martín y de los grandes reformistas. Un alma dispuesta a sacrificar la gloria inmediata por la semilla de un futuro distinto. Nuestros ojos se cruzaron, Me incliné en la sombra, nunca supo mi nombre.
Entre las calles de Tokio, eran iluminadas con faroles modernos, los trenes comenzaron a silbar. Las fábricas alzaban humo. Todo cambiaba. Lo viejo y lo nuevo chocaban en cada esquina. Y, sin embargo, bajo los cerezos, aún se recitaban haikus. Aún había niñas que querían ser geishas, aún las piedras de los templos guardaban secretos.
La última primavera que pasé en Kioto, vestí mi kimono rojo por última vez. Me senté en silencio bajo los cerezos en flor. Sentí que Japón había cambiado para siempre, pero que también me había cambiado a mí. Tantas veces había visitado esta tierra, y nunca había sido la misma. Me despedí de mis hermanas de okiya, del aroma del incienso, del sonido lejano del shamisen.
Partí bajo una lluvia de pétalos. Nadie me despidió, pero no me sentí sola.