El Reino Pirata y La Rosa de Medianoche
– 1705 d.C. - 1735 d.C. –
Durante siglos, mi vida fue un juego elegante de control y sabiduría. Observé imperios nacer y caer, me mezclé con reyes, sabios y alquimistas. Fui testigo del arte más sublime y de los crímenes más horrendos. Pero en algún punto —no sabría decir exactamente cuándo— comencé a sentirlo. Esa comezón bajo las escamas. No era dolor, era curiosidad. Un impulso. Una voz que me susurraba:
¿Y si experimentaras de una nueva forma? ¿Por qué no dejar algo más que señales anónimas? Siempre soy una sombra que observa y de la que se olvidan en unos meses, porque no deja algo que la conmemore. ¿Y si esta vez lo hago?
Ya había desafiado tantas reglas... ¿Qué era una más?
Fue entonces cuando oí hablar de ellos: los piratas. No en libros ni en salones de intelectuales, sino en los relatos desordenados que los marineros borrachos dejaban escapar entre risas en las tabernas del puerto. Gente sin patria, sin ley, sin temor. Me fascinó su descaro, su capacidad de vivir al filo del abismo. Y me pregunté: ¿Qué se sentirá vivir así? No desde la seguridad de un refugio, sino desde el riesgo. Desde el deseo.
Comencé a observarlos. A aprender de ellos. Descubrí que su mundo no era solo caos. En sus barcos existían normas más estrictas que en algunos palacios. Tenían códigos, castigos, asambleas democráticas. Los capitanes eran elegidos, y las decisiones no siempre dependían de la fuerza. Había honor entre ellos, uno tosco pero firme. El mar era su campo de batalla y su amante. No buscaban estabilidad, solo querían vivir como querían.
Recorrí Nassau, Tortuga y otros refugios donde la ley era un mito y la libertad, moneda corriente. Vi a contrabandistas vendiendo seda, pólvora, ron, oro... y hasta esclavos. Hombres y mujeres que se escapaban de un destino ya escrito. Me deslicé entre ellos como una más. Sin revelar quién era. Solo una viajera con ojos atentos. Cada noche escuchaba sus historias con una sonrisa escondida tras una copa de ron. Algunos hablaban de mí sin saberlo.
Una noche, tomé la decisión. No iba a mirar más desde fuera. Quería probarlo.
Sería una de ellos. Pero a mi modo. Con mis reglas.
No como capitana, ni como guerrera. Lo haría a mi manera.
Me convertiría en una sombra. Una ladrona experta. Una historia en la bruma.
Así nació Rosa.
Un nombre que adopté, suave como perfume en el agua.
Robaba por las noches, sigilosa, sin dejar rastros salvo por una marca: una rosa húmeda o una nota escrita con tinta azul. Al amanecer, los tesoros ya no estaban. Y nadie sabía cómo lo había logrado. En su lugar, quedaba una rosa amarilla como único testigo del crimen.
Pasaba desapercibida en los puertos, vestida con ropas comunes. Me escabullía en tabernas y muelles, observando los barcos pesados, los cofres mal protegidos, las rutinas de los capitanes. Me volví experta en encontrar el momento exacto. Nunca tuve necesidad real de robar, pero el juego… el juego era exquisito. La adrenalina. El cosquilleo de lo prohibido. El hecho de que no debía estar haciendo esto, que una dragona como yo no podía manchar su nombre así... eso era lo que lo hacía aún mejor.
Me crucé con figuras legendarias. Vi a Edward Teach, Barbanegra, desembarcar con su barba encendida en mechas de pólvora. Estuve en Nassau cuando Charles Vane fue traicionado por su propia tripulación. Compartí mesa —disfrazada— con Anne Bonny y Mary Read, cuyas risas eran más filosas que sus espadas. Incluso hablé brevemente con Benjamin Hornigold, quien me pareció más político que pirata.
Todos vivían al borde.
Yo también.
Fue entonces cuando el mito comenzó.
Comenzaron a apodarme La Rosa de Medianoche.
Decían que era una criminal marina tan bella que no podía ser real, que solo aparecía para robar el aliento… y el oro.
Con los años, oí cómo me convertí en una balada:
“En mares oscuros donde ruge el viento,
surge una sombra, puro movimiento.
No hay barco seguro, ni guardia que baste,
cuando La Rosa en las sombras se te abalance.”
Pero no todo era romanticismo. Vi la caída de los grandes. Presencié la ejecución de Barbanegra, su cabeza colgando de la proa como advertencia. Escapé por poco de una redada cuando Woodes Rogers llegó a Nassau con su sonrisa diplomática y su puño de hierro. Sentí cómo el Caribe comenzaba a sofocarse bajo el peso de la corona. La libertad estaba siendo comprada, extinta, perseguida.
Una noche, decidí que ya era suficiente. No porque estuviera cansada, sino porque todo ciclo debe cerrarse.
Decidí que era momento de un último gran acto.
No por venganza, ni por codicia.
Sino por dejar una marca imborrable.
Esperé meses, estudiando rutas, cambios de guardia, el patrón del viento. Sabía que una flota inglesa se preparaba para partir desde Port Royal con el objetivo de erradicar a los últimos piratas del Caribe. Esa noche, con la luna como única aliada, me infiltré en el navío almirante. Con precisión quirúrgica, saboteé las velas, vertí aceite sobre la pólvora y humedecí los cañones. Luego abrí las compuertas de las bodegas de carga, dejando que el agua comenzara su lento festín.
Cuando los primeros marinos despertaron, lo hicieron al caos. Las velas se deshilaban como fantasmas al viento, los cañones estaban ciegos, las bodegas se tragaban lentamente su contenido. El buque insignia crujía como si el mar lo reprochara. Alarmas, gritos, confusión. Nadie entendía cómo había ocurrido todo sin un solo disparo.
Tres navíos encallaron por falta de control. Otro se hundió sin luchar. No hubo muertos, pero tampoco dignidad.
La poderosa flota del imperio, reducida a un espectáculo de impotencia ante los ojos de todo Port Royal.
Al amanecer, la bahía quedó en silencio. Los oficiales recorrieron las cubiertas destruidas, buscando culpables, explicaciones. Pero no hallaron nada… hasta que uno de ellos lo vio.
Grabado en la popa del buque principal, acompañado por el dibujo de una rosa, con una delicadeza burlona, el mensaje ardía bajo la luz del amanecer:
“La flota del rey no supo qué hacer…
Una rosa bastó para hacerla caer.”
Mi desaparición no fue forzada. Fue elección.
Deslicé mi alma nuevamente a las profundidades de mi ser, a mis rituales, a mis estudios y mis silencios.
Pero algo en mí había cambiado para siempre.
No se puede vivir en el filo sin que te corte un poco.
No se puede mirar al mar de frente sin enamorarse del abismo.
Al amanecer, la bahía quedó en silencio.
Y yo, desde una colina cercana, observé en calma.
El humo se alzaba, no por fuego, sino por vergüenza. En el costado del barco principal, el grabado ardía como brasa en la memoria de los marinos.
Nunca más zarparon desde allí con la misma arrogancia.
Desde entonces, mi nombre desapareció, pero mi leyenda no.
Hoy dicen que mi espíritu aún navega. Que si ves una rosa flotando en la marea, es mejor que resguardes tu tesoro.
Porque donde La Rosa de Medianoche pisa, solo quedan historias, suspiros y madera vacía.
Lo único cierto es que, por treinta años, fui libre de verdad.
Fui Malvyna.
Fui La Rosa de Medianoche.
Y durante una etapa que jamás olvidaré.