Los Caminos del Imperio Inca
– 1380dc - 1430dc -
A lo lejos, la silueta de las montañas emergía entre la bruma matinal, mientras mis pasos me guiaban por senderos de piedra que parecían haber sido esculpidos por manos expertas. El aire era denso, perfumado por la humedad de la tierra y el aroma de las hojas secas. Había llegado a una tierra desconocida, un valle fértil abrazado por los Andes, donde las terrazas escalaban las laderas con una precisión casi geométrica. A mi alrededor, figuras vestidas con túnicas de vivos colores se movían con disciplina, cargando cestos de maíz y papas, intercambiando palabras en un idioma que aún no entendía, pero cuyo ritmo y cadencia despertaban mi curiosidad. El Tawantinsuyu aún no había alcanzado su máximo esplendor, pero la ciudad que se erguía ante mis ojos respiraba grandeza en su silencio ancestral.
Cuzco, me dijeron que se llamaba, el centro del mundo para aquellos que la habitaban. Me costó poco adaptarme a sus caminos empedrados y sus muros perfectamente ensamblados, pero su cultura estaba tejida con símbolos que tardé tiempo en comprender. Su sociedad funcionaba como un engranaje de reciprocidad; cada quien tenía su labor dentro del ayllu, la comunidad que definía la vida y el trabajo. Aprendí sus costumbres con la paciencia de quien sabe que el tiempo es el mejor maestro. Observé la nobleza de sus vestimentas, el brillo del oro que decoraba los templos y la firmeza con la que los sacerdotes ofrecían plegarias a Inti, el dios del sol. Cada amanecer y cada ocaso eran ceremonias sagradas, un recordatorio de que todo en su mundo dependía del equilibrio entre el cielo y la tierra.
Para comunicarme, debía aprender su lengua. Escuchaba con atención los sonidos del quechua, repitiendo palabras hasta que sus significados tomaban forma en mi mente. Con el tiempo, podía intercambiar frases con los mercaderes de los tambos, entender las historias de los ancianos y seguir las instrucciones de los sabios amautas, que con paciencia me narraban los orígenes de su pueblo. Me hablaron de Manco Cápac y Mama Ocllo, enviados de Inti para fundar Cuzco, y de Viracocha, el dios creador que había moldeado al mundo con su aliento. Comprendí entonces que los incas no solo construían templos y caminos, sino también relatos que cimentaban su identidad.
Las décadas pasaron como las estaciones que regían su vida agrícola. Vi elevarse las grandes obras que conectarían su creciente imperio: el Qhapaq Ñan, la red de caminos que extendía su poder más allá de los valles. Observé la edificación de templos en honor al sol y la expansión de Cuzco, su meticuloso urbanismo que reflejaba la cosmovisión inca. Presencié la grandeza de sus festivales, el Inti Raymi, donde la ciudad entera celebraba el solsticio de invierno, danzando y ofreciendo tributo a su dios luminoso. Pero también vi el peligro acechando a la distancia. En los últimos años de mi estadía, las noticias de los guerreros Chanca llegaron a Cuzco como el eco de un trueno en la lejanía. La guerra se acercaba y con ella, el destino de los incas se bifurcaría.
Me integré tanto como mi naturaleza me lo permitió. Trabajé junto a los agricultores en los andenes, sembrando maíz y quinua, sintiendo la fertilidad de la tierra bajo mis manos. En los mercados, intercambié productos en un sistema donde el trueque era la única moneda. En las noches, junto a los ancianos, escuché relatos sobre los apus, los espíritus de las montañas que velaban por el pueblo. Incluso acompañé a algunos sabios en sus estudios de las estrellas, fascinada por la precisión con la que entendían los ciclos del cosmos. Y en todo momento, el quipu, aquel sistema de cuerdas y nudos, registraba la historia y los tributos del imperio en expansión.
El tiempo dejó su huella, aunque mi rostro permaneciera inalterable. Vi a niños crecer, a guerreros hacerse líderes y a los templos alzarse con cada piedra encajada sin mortero. Los gobernantes cambiaron, pero la esencia de su gente permanecía firme. Me resultó imposible no sentir un profundo respeto por quienes, sin herramientas de hierro ni escritura alfabética, habían logrado esculpir un mundo de orden y armonía en las cumbres de los Andes. Cuando llegó el día de partir, me llevé conmigo la imagen del sol reflejándose sobre los muros dorados del Coricancha, como un último adiós de la ciudad que me había acogido.