Los Susurros Celtas
El viento gélido de la alta atmósfera cortaba mi piel como pequeños cuchillos invisibles mientras descendía sobre un vasto manto verde. Había cruzado el océano, dejando atrás las tierras que los olmecas moldeaban con sus manos de arcilla y piedra. Ahora, ante mí, se extendía un bosque interminable, un reino de robles y fresnos que se alzaban como columnas de un templo antiguo.
Mi llegada a estas tierras fue sigilosa. Oculta entre la espesura, observé primero. Aprendí con la paciencia de quien sabe que el tiempo no es un enemigo, sino un maestro. Desde las sombras, vi a los habitantes de esta tierra moverse con la ligereza de los ciervos y la fuerza de los lobos. Eran un pueblo distinto, aún en expansión, que comenzaba a dejar su huella en el mundo con hierro y fuego.
Los celtas no eran un solo pueblo, sino clanes dispersos, unidos por la lengua y la sangre. Sus aldeas eran pequeñas, rodeadas de empalizadas de madera y caminos marcados por las huellas de generaciones. Forjaban sus herramientas con hierro, un metal que veneraban como si tuviera vida propia. Vi sus mercados al aire libre, donde intercambiaban pieles, armas y joyas de oro trenzado con formas de serpientes y lobos. La música estaba en todas partes, en el ritmo de sus tambores, en las flautas de hueso y en los cánticos que se alzaban al anochecer.
Para comprenderlos, debía convertirme en uno de ellos. Caminé entre ellos como una viajera solitaria,
Aprendí su lengua con el oído atento y la boca prudente. Me sumergí en sus relatos, en las historias de Dagda, de Lug, de Morrigan, la diosa de la batalla. La memoria de su pueblo se trenzaba en palabras, pues no escribían sus conocimientos; los confiaban a sus druidas, guardianes del saber y la tradición.
Los druidas eran más que sacerdotes; eran jueces, consejeros y guías. Me acerqué a ellos con respeto y curiosidad. Observé sus rituales en bosques sagrados, donde el humo de las hogueras se alzaba en espirales retorcidas. Me mostraron las hierbas con las que curaban, los augurios que leían en el vuelo de las aves y el lenguaje de los árboles. Fue en una de esas ceremonias donde sentí en mi piel el pigmento azul con el que pintaban sus cuerpos antes de la batalla.
Los años pasaron, y mi lugar en la tribu se volvió natural. Participé en sus festivales, en sus banquetes donde la carne asada y la hidromiel corrían en abundancia. Bailé bajo la luna en Samhain, cuando el velo entre los mundos se volvía delgado y los ancestros caminaban entre los vivos. Vi el florecimiento de Beltane, cuando las hogueras iluminaban las colinas y los lazos entre amantes se sellaban en la noche. La rueda del año giraba, y con ella, la vida de este pueblo se transformaba con cada estación.
Sin embargo, no todo era celebración. Vi la guerra entre clanes, los enfrentamientos que teñían de rojo la tierra fértil. Escuché el estruendo de espadas chocando y los gritos de guerreros cubiertos de pintura y cuero. Vi cómo la ambición y el honor podían convertir hermanos en enemigos.
Cuando sentí que mi tiempo en estas tierras llegaba a su fin, supe que partiría llevándome más de lo que había traído. Me despedí en silencio, con el recuerdo de los tambores resonando en mi pecho y el eco de antiguas leyendas grabado en mi mente.
Al alzar el vuelo una vez más, miré hacia el horizonte. A lo lejos, más allá de los bosques y colinas, se extendían tierras bañadas por un mar brillante. Allí, en un lugar donde la razón y la filosofía comenzaban a despertar, me aguardaba otro destino, otro aprendizaje. Pero eso... sería una historia para otro tiempo.