Entre los Muros de Uruk

 

El portal se había abierto por primera vez ante mí. Había escuchado relatos de dragones mayores sobre el mundo humano, pero nada podía compararse con la realidad de estar allí, sintiendo el viento en mi rostro y el peso de la noche sobre mis alas. Crucé al otro lado en un rincón oculto, lejos de miradas curiosas. Desde allí, emprendí el vuelo, surcando los cielos nocturnos por horas hasta que, finalmente, divisé una gran ciudad en el horizonte. Sus murallas resplandecían bajo la luz de las antorchas, y el murmullo distante de una civilización que nunca antes había visto con mis propios ojos me llamó hacia ella.

Desde la sombra de un edificio de adobe, observé a los humanos con cautela. Sus túnicas de lino ondeaban con la brisa nocturna, sus voces se entremezclaban en un idioma antiguo que apenas comenzaba a comprender, y sus vidas giraban en torno a un orden que me resultaba desconocido.

Al principio, los seguí desde lejos, analizando sus costumbres y movimientos. Pero pronto comprendí que, para recopilar información de primera mano, debía mezclarme entre ellos. Con un susurro en mi lengua ancestral, mi cuerpo cambió, borrando mis rasgos dracónicos. Vestida con una túnica sencilla, lo suficientemente discreta como para pasar desapercibida, me aventuré en sus calles.

Mientras caminaba entre los callejones, algo me detuvo en seco. Un sonido. Algo que nunca antes había escuchado.

Era más que un simple ruido. Flotaba en el aire, vibraba con un ritmo desconocido, como un susurro invisible que acariciaba los sentidos. Al instante, mi pecho se contrajo y un escalofrío recorrió mi espalda.

“¿Qué es esto?”

Mi mente no podía comprenderlo, pero mi cuerpo reaccionó antes que yo. Mi respiración se volvió errática, mis oídos se agudizaron. Había algo hipnótico en aquel sonido, algo que no podía ignorar. Siguiendo la melodía, mis pasos me guiaron hasta una plaza donde un hombre tocaba un laúd de tres cuerdas y mástil largo, conocido como gish-gu-di. Junto a él, un escriba recitaba los primeros versos de la Épica de Gilgamesh con una cadencia solemne. Mi atención estaba completamente atrapada por la música.

Era música.

Esa revelación golpeó mi mente con una fuerza imposible de ignorar. Mi pueblo nunca había entendido la música. Para los dragones, no era más que un capricho innecesario, una distracción sin propósito. Pero aquí no era eso. Se sentía diferente... se sentía vivo.

Era emoción. Era historia. Era alma.

Me quedé inmóvil, sintiendo el impacto de aquella revelación en cada fibra de mi ser. Había venido al mundo humano para observar, para recopilar. Pero nunca imaginé que descubriría algo así.

Pasé décadas en la tierra de los sumerios, observando el ascenso y caída de reyes, el crecimiento de las ciudades y el esplendor de sus templos. Fui testigo del reinado de Enheduanna, la primera poetisa y suma sacerdotisa de Nippur, cuya devoción a la diosa Inanna quedó plasmada en himnos que resonaban en las ciudades. Presencié la grandeza de Sargón de Akkad cuando unificó las ciudades-estado bajo su imperio, escuchando con fascinación los relatos de su origen humilde y su ascenso al poder. Vi cómo las tablillas de arcilla registraban los primeros códigos de leyes y cómo los escribas forjaban la historia con sus cálamos afilados.

Asistí a festivales donde se rendía homenaje a los dioses, donde el sonido de los tambores y las flautas llenaba el aire con un ritmo vibrante que, para mí, seguía siendo un misterio, pero que me hacía querer oír más. Con cada año que pasaba, conocía más sobre los humanos.

Y cuando finalmente llegó el momento de partir, supe que ya no era la misma que había llegado. Había presenciado algo nuevo para mí, algo que puso de cabeza todo lo que conocía, y solo sentía que debía aprender más. Esperaba que en mi próximo viaje pudiera ver cómo evolucionaba.

Al cruzar el cielo nocturno, dejando atrás las luces de Uruk, me llevé conmigo no solo el conocimiento que había recopilado, sino también un eco de aquellas melodías que aún vibraban en mi interior. Algo había cambiado dentro de mí, y aunque aún no podía comprenderlo del todo, sabía que ese viaje solo había comenzado.