Hubo una vez, en los días antiguos, cuando los dioses aún caminaban entre los mortales, que Apolo decidió desafiar a su propio linaje. No por soberbia, sino por una causa que consideraba justa.
Un joven príncipe humano había sido condenado injustamente por desafiar la voluntad de un rey cruel. Apolo, que había sido testigo de su valentía y su amor por su pueblo, decidió intervenir. Pero el castigo del rey no era uno ordinario había invocado la ira de Zeus, quien, desde el Olimpo, preparaba un rayo con el que reduciría la ciudad entera como advertencia para quienes osaran desafiar la autoridad.
Apolo no podía permitirlo.
Así que ascendió al Olimpo bajo el velo de la noche, deslizándose entre las nubes como una sombra dorada. Sabía que robar un rayo de la fragua de Zeus era una locura, pero no tenía otra opción. En las profundidades de los cielos encontró el arsenal divino, donde los rayos eran forjados por Hefesto y sus cíclopes. Allí, envuelto en energía pura, encontró el que estaba destinado a la destrucción de la ciudad.
Sin pensarlo dos veces, lo tomó.
El trueno rugió en los cielos, y la ira de Zeus no se hizo esperar. Relámpagos iluminaron la bóveda celeste mientras el padre de los dioses buscaba al ladrón. Apolo, sin embargo, descendió con la velocidad del viento, sosteniendo el rayo en sus manos. Antes de que Zeus pudiera atraparlo, alzó su lira y tocó una nota que vibró a través del cosmos, tejiendo un encantamiento que disipó la tormenta.
El rayo, ahora despojado de su poder destructivo, se convirtió en una estrella fugaz, que descendió suavemente sobre la ciudad, protegiéndola de la ira divina. El príncipe vivió, el pueblo fue salvado y Apolo, con una sonrisa indescifrable, volvió al Olimpo como si nada hubiera ocurrido.
Desde aquel día, los hombres cuentan que cuando una estrella cruza el cielo, no es más que un recordatorio de que incluso los dioses pueden desafiar el destino… si la causa es justa.